Por Angélica Jocelyn Soto Espinosa
Ciudad de México, abril 2018
María, una mujer adulta mayor, talla su ropa al fondo de una casa de una sola pieza, toda de tablaroca y maderas. Se inclina a lado de un retrete sucio para enjaguar su ropa con un garrafón que cargó desde la calle. No tiene foco porque a veces le cortan con tijeras la instalación de luz. A la entrada hay una tabla larga con sábana que la cubre, su cama. Además de un baúl, no tiene nada más porque todo lo perdió cuando quemaron su casa, una situación muy común –dice- en el asentamiento irregular que habita sobre las vías de un tren, en la Ciudad de México.
María se emplea dos veces por semana como ayudante de negocios locales. Lava el piso, barre la calle y hace mandados por 50 pesos el día. Vive sola en un asentamiento irregular atrás de unas fábricas. No sabe exactamente cuántos años tiene porque nunca tuvo documentos oficiales. Dice que apenas se está recuperando del incendio de su casa que, sospecha, provocó algún vecino. Dice que desea salir de ahí y de la pobreza para dejar de enfrentar violencia.
Esta viñeta es un ejemplo de cómo vive una mujer a quien se le negó el acceso a la educación, a la salud, a una vivienda y sus servicios básicos y a un trabajo con un ingreso que le alcance para cubrir la canasta básica, todos ellos criterios de bienestar que, según el Consejo Nacional de Evaluación para la Política de Desarrollo Social (Coneval), el Estado debería garantizar a través de las políticas públicas para evitar la pobreza.
En su informe más reciente, el Coneval reconoce que “las condiciones de desventaja históricas de las mujeres indígenas, por ejemplo, son tan grandes en comparación con otros grupos sociales (hombres no indígenas) que la política de pisos firmes, becas para educación básica, menor hacinamiento o acceso al Seguro Popular serán insuficientes para ver en veinte años a una niña indígena compitiendo en igualdad de circunstancias con los jóvenes que hoy tienen acceso a las mejores escuelas del país en zonas urbanas con todos los servicios.”
Y demuestra que entre los grupos más pobres, las mujeres están siempre en mayor desventaja. Por ejemplo, las personas adultas mayores son uno de los grupos con más carencias, al menos 46 por ciento vive en pobreza. Pero si estas personas son mujeres, el porcentaje asciende a 46 por ciento; y si la mujer además de ser adulta mayor es indígena, la cifra aumenta hasta 75 por ciento.
Otro caso es el de Lorena, una de las mujeres que –según el Coneval, que relató esta historia- dirige uno de los hogares más pobres del país. Lo hace sola porque el padre de sus hijos ejercía violencia contra toda la familia. Se ha visto orillada a obtener firmas que avalan que sus hijas e hijos menores asisten a la escuela y obtienen calificaciones aprobatorias, aunque hace meses que no se paran en un aula. Lorena trabaja en una feria; es dueña de un remolque con juegos. Lorena hipotecó su remolque para comprarle una motocicleta a su hija Naomi, que es el brazo derecho de su mamá y será quien continúe con el negocio de los juegos de feria, porque no aprendió a leer ni a escribir.
Ellas viven en un cuarto de menos de seis metros cuadrados, con dos catres, una televisión que les regaló el gobierno federal, una silla de plástico y una pecera; la ropa de todos está en bolsas debajo de los catres. Afuera, en el patio, hay un excusado y una parrilla en la que a veces cocinan. Además de Naomi, ahí viven Mariana, Estrella y Antonio, hijos de Lorena, más una de sus sobrinas: Estefany. Todas duermen en los dos colchones individuales que se aglutinan en la pequeña habitación y que, al mismo tiempo, comparten con tres perros. El cuarto está sucio y descuidado; los niños y las niñas tienen piojos porque cuando trabajan en la feria no van a dormir a casa, lo hacen en el remolque y bañarse depende de los permisos que les dan las iglesias o los centros comunitarios donde se instale la feria; por eso, también dejan de ir a la escuela. Las y los niños trabajan con Lorena y son parte del sustento familiar.
Lorena cumple con varios de los criterios que evalúa el Coneval para descartar la pobreza, pero eso no se traduce en que ella efectivamente tenga un nivel de vida adecuado. Por el contrario, invisibiliza su condición. Lorena vive en una casa de cemento firme que, en sentido estricto, cubre las características básicas de servicios y calidad y espacios; pero ella vive en hacinamiento y no es propietaria del cuarto. Formalmente, las y los niños están inscritos en la escuela y ella cursó hasta preparatoria trunca, por lo cual ninguno califica con rezago educativo, aunque no acuden con regularidad a clases. El hogar recibe apoyos de Prospera, que las condiciona a estar inscritos en el Seguro Popular, por lo que Coneval asume que tienen acceso a la salud; como el trabajo de Lorena es informal, no cuentan con acceso a la seguridad social. El hogar no declara carencia de acceso a la alimentación, ya que cuando no tienen ingresos provenientes de la feria, Lorena ve la forma de alimentar a su familia.
La situación de Lorena es un caso entre miles, pero la posibilidad de que una mujer se convierta en jefa de familia en condiciones precarias aumenta conforme envejecen. Entre las personas mayores de 65 años de edad, seis de cada diez hogares pobres están dirigidos por mujeres.
Otro dato es que la pobreza entre los hogares con jefaturas femeninas no ha disminuido desde hace 8 años, que se tiene registro. Por el contrario, mientras en 2010 el porcentaje de hogares pobres dirigidos por una mujer era 29 por ciento, para 2014 la cifra creció a 33 por ciento.
La sobrecarga de trabajo y la informalidad en el empleo son factores clave en los niveles de bienestar, ya que, según Coneval, sólo 31 por ciento de las mujeres han contribuido a través del trabajo asalariado alguna vez a la seguridad social, mientras que en los hombres este porcentaje asciende a 47.2 por ciento. Esto no significa que ellas no trabajen, sino que su trabajo no es reconocido, valorado ni remunerado por las empresas y el Estado.
La maternidad es otra condición que condena a las mujeres a la pobreza. Tres de cada diez mujeres jóvenes que tuvieron al menos un hijo nacido vivo presentaban rezago educativo en 2014. Ese el caso de Marta, vecina también del asentamiento irregular donde vive María. Ella tiene 36 años y 6 hijas e hijos. Es migrante de Hidalgo y lleva 16 años viviendo en la ciudad. Desde una cortina que hace de puerta, Marta relata que ha intentado muchas veces dejar de vivir ahí por la violencia a la que se siente expuesta, pero la falta de oportunidades laborales y la sobre carga de trabajo en el hogar se lo impide.
Además de lavar, limpiar, y cocinar para 8, Marta trabaja en el negocio familiar que consiste en arreglar electrodomésticos. La ganancia semanal, para toda la familia, es de apenas 500 pesos. A veces tiene que pedir ayuda a otras personas para comprar los útiles de sus hijas e hijos, y que les regalen ropa y otras necesidades. Cuando la familia come, ella se sirve hasta el final por si el alimento no alcanza.
Contrario a lo que informan las instituciones encargadas de la política social al Coneval, Marta piensa que el surgimiento de más programas sociales no va a cambiar su situación, ya que –asegura- nunca ha recibido el apoyo de ningún gobierno porque ningún político se para donde ella vive; prefiere no estar inscrita en ningún programa porque “sólo es más trabajo”; como vive en un asentamiento irregular, entre las mismas vecinas se proveen de los servicios básicos y no esperan a que la delegación las apoye; además, trabaja y hasta atiende los problemas de salud de su familia en su propio hogar porque lejos de ayudarla -dice- la sociedad la estigmatiza y discrimina por ser pobre.