Por Vanessa Victoria
Todo comenzó con una invitación que mi prima Catalina me hizo. Catalina era de esas mujeres apabullantes, inteligentísima. Catalina gustaba de hacer senderismo, amaba al aire libre como amaba a su gato Copo. Incluso el nombre de su gato surgió en una de sus largas caminatas. Una vez, en diciembre, observó la nieve de un volcán y se le ocurrió: “Copo”, su gato blanco parecía la punta del volcán Iztaccíhuatl.
Me invitaba al Paso de Cortés. El Paso se encuentra en Amecameca, un municipio del Estado de México. Desde ahí se puede observar al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl. Cuenta la leyenda que por ese lugar transitó Hernán Cortés con una expedición porque necesitaba pólvora para sus armas. Supongo que por morbosidad acepté, eso de caminar en un lugar histórico me daba curiosidad. Ver lo que ellos vieron hace siglos.
Catalina llegó con su auto a mi pequeño departamento ubicado en la Ciudad de México. Debo decir que soy todo lo contrario a Catalina, soy pequeña y enjuta. Odio el aire libre y soy alérgica a los gatos.
Así que ahí estábamos, pagamos una cuota para entrar a un parque y seguimos por un camino de terracería. El clima era agradable, estábamos en pleno julio y no hacía tanto calor. Según nuestros teléfonos ese día no llovería. Caminamos por un largo tramo. Las botas comenzaban a pesarme y el sudor escurría por mi espalda. No hacía ejercicio desde mucho tiempo atrás y percibía la mochila como un elefante colgado en mi espalda.
―¿Estás bien, Sofí?
―Creo que sí, Cata, no todas nos podemos ver como modelos cuando nos ejercitamos.
Catalina se echó a reír, me observó con curiosidad y después de un momento de silencio, me dijo:
―Tienes muchas más cualidades de las que crees, lo que pasa es que te subestimas. Pronto llegaremos a las faldas del Izta. ¡Algo sucederá entonces!
Pensé que tenía razón, sí que iba a suceder algo; me desmayaría. ¿Por cuánto tiempo habíamos hecho senderismo? ¿Dos horas? ¡No! ¡Ya no podía más!
―Catalina, creo que me regreso. No puedo.
―¡Sí puedes! Anda, no te desanimes.
―¡No, no puedo! ¡Todo resulta fácil para ti! ¡Eres perfecta!
Me sentía totalmente defectuosa a su lado. Entonces, me dijo algo que jamás se me hubiera ocurrido.
―¿Perfecta yo? Sofía, ¿pero cómo puedes decir eso? Tengo un montón de problemas en la oficina, sabes lo mucho que se me dificulta hablar con la gente. Entablar relaciones. En cambio tú no tienes que esforzarte tanto, le gustas a todo el mundo. Simplemente eres carismática, un poco quejumbrosa pero agradable.
―¿Crees que soy agradable?
―Por supuesto.
—Bueno, tampoco tienes que gustarle a todo el mundo. Es sano no gustarle a todo el mundo.
Nos vimos la una a la otra y sonreímos de forma sincera, cómplice. Para cuando nuestra conversación terminó ya habíamos avanzado un enorme tramo de tierra. Era extraño, pero mi mochila ya no se sentía tan pesada. Nos dimos cuenta que en realidad no éramos tan diferentes. En el fondo nos admirábamos y notábamos cualidades importantes que cada una disminuía en su propia persona. Era como si nos volviéramos imperceptibles hacia nosotras mismas.
Descansamos un poco y observé con atención lo que me rodeaba. El volcán se levantaba imponente. En la punta era blanco. Las nubes combinaban y el cielo azul, uniforme, se perdía en el horizonte. Conforme mi vista descendía, lo hacían también las gamas de color café. El café se convertía en un verde militar. «Militar», de pronto me sonaba extraña esa palabra en medio de un lugar en dónde el paisaje…
―Este era el lugar que te quería enseñar, Sofí.
Mi prima tenía razón, algo sucedía, algo dentro de mí sucedía. Había caminado durante horas, lo había hecho y ese simple acontecimiento, acompañado por el paisaje, me hacía sentir libre.
De regreso a casa pasamos por chucherías. Las comimos todas en el auto mientras cantábamos canciones a todo volumen. Pude percibir que Catalina también se sentía ligera.