De niña le temía a los perros. Recuerdo mi reacción al salir sola a la calle y encontrar un perro, cambiaba la ruta para llegar a mi destino; aunque eso significará caminar más o desviarme, evitaba a toda costa enfrentar mi miedo.
Más tarde dejé de tenerles miedo, creo que la convivencia con ellos me hizo enfrentar el terror a ser mordida por un perro. Viene a mi mente porque el miedo que sentía por los perros es el mismo sentimiento que fui sintiendo a diario al salir a la calle.
A los perros es a lo último que debí temerle de niña. Una crece en el miedo y no es totalmente consciente de ello. Crecí escuchando a mis padres advertirles a mis hermanas no llegar tarde, no aceptar bebidas de extraños y, algunas veces, hasta escandalizarse un poquito sobre su vestimenta al salir.
Ir sola siempre me dio miedo por un sinfín de razones, pero ESE temor, el del acoso lo racionalicé cuando fui creciendo, cuando escuché las experiencias de mis hermanas, de mis amigas, de mis compañeras, cuando dejé de evitar pasar por cierta calle no por un perro, sino por un hombre.
La primera vez que vencí el miedo fue al darme cuenta que no estaba sola y que mi hermana me creía. Era muy joven, y le platiqué a mi hermana sobre el vecino y su manera tan “extraña” de saludarme, le conté sobre la incomodidad que me causaba pasar frente a su entrada, sobre mi preocupación a ser grosera porque el vecino se llevaba bien con mi papá.
Platicar con mi hermana sobre eso me marcó. Me dijo algo que siempre llevo tatuado en mi memoria y mi conciencia. Al decirle que tal vez yo estaba exagerando o imaginando el trato del vecino conmigo me dijo: “nunca dudes de eso, si sientes que no está bien, entonces no lo está”.
Dejé de forzarme a saludarlo para que no pensara que era grosera y si debía cruzar en su camino lo ignoraba para evitar su contacto y sus miradas lascivas.
Pero el miedo no paró porque encontró otras formas de filtrase en mí y dominarme. Por ejemplo, pase años y años convenciéndome a mi misma que odiaba las vestidos y cómo se me veían. En realidad el miedo había tomado esa decisión por mí.
En mi cabecita, erróneamente, la violencia le pasaba a las mujeres que “llamaban la atención”. Si te vistes de tal o cual forma eres más vulnerable ¡qué tontería! Me di cuenta que así llevara un costal de papas encima era igual de propensa a vivir el acoso callejero. La vulnerabilidad no se llevaba en el vestido o en los jeans, en salir en la mañana o en la noche; se lleva en el hecho de ser mujer.
En una ocasión estaba caminando con una amiga en la noche, en una avenida donde no había mucha gente. Mientras caminábamos, vimos a un hombre caminar en sentido contrario a nosotras.
En cuanto se acercó más mi amiga me tomó de los hombros y me acercó hacia ella, como si me quisiera abrazar. Lo hizo de un modo brusco que terminé diciéndole: “¡tranquila!”. Ella me contestó que el sujeto se me acercó demasiado y que por eso lo hizo. Me desconcertó muchísimo y me hizo pensar.
Empecé a usar todos los vestidos que arrumbé, todos esos que dije me hacían ver gorda, que no eran para mí porque ese no era mi estilo, que yo sentía no me harían ver lo suficientemente femenina, que me ponía solo para la playa.
No me quiero cambiar de banqueta, no me quiero desviar de mi camino, no me quiero cambiar de ropa, me gusta ese labial, ¿por qué me voy a dejar intimidar? No soy ingenua, sé que si quisieran atacarme lo harían sin mucho esfuerzo. Es decir, mido metro y medio, peso unos 50 kilos y, no tenía condición física, eso sin contar que, con frecuencia uso el tipo de tenis incorrecto para correr por mi vida
Justo pensaba en lo anterior y me di cuenta que estamos programadas para ir al gimnasio y tener el “cuerpo del verano” o tener “cuerpo de bikini” y ahí estamos buscando bajar de peso, tonificar para tratar de parecernos a las modelos de lencería replicadas una exactamente igual a la otra, reforzando estereotipos de belleza, pero ¿nos han enseñado a ser fuertes? Por supuesto que no.
Decidí meterme a clases de defensa personal para saberme fuerte y que mi cuerpo, ese que tanto violentan se pudiera convertir en mi mejor arma para defenderme. Me repetía una y otra vez la tristeza que me daba tomar esas clases, practicar situaciones aterradoras, pero lamentablemente cotidianas.
En cada golpe que aprendí, en cada puño cerrado contra las almohadillas tomaba conciencia de lo que mi cuerpo era capaz de hacer, que no solo basta sentirse fuerte sino ser fuerte. Quería memorizar cada movimiento y hacerlo a la perfección que me frustraba mucho cuando en el entrenamiento no me salía, pensaba que si mi vida dependía de ello tenía que hacerlo bien.
Durante esas sesiones algún instructor me dijo que no importaba si lo correcto era golpear con el puño derecho o izquierdo, lo importante es que mi cuerpo reaccionara y usara toda mi fuerza. Entendí cuán valioso es saber que somos fuertes, ¡en serio lo somos! y podemos defendernos. Si me encuentro en peligro quiero pelear y luchar hasta mi último aliento.