Por Nere Ve
Cuando pienso en ti, pienso en que toda tu vida sobreviviste pendiendo de la esperanza de que algo mejor llegaría, aferrada al “todo va a estar bien si…” conseguías un esposo, si eras mejor que la otra mujer, si orabas suficiente a un dios, o quien sabe qué más, siento que pendías de esa mínima esperanza por una realidad mejor y presiento que eso nunca pasó.
Naciste el siglo pasado, hace casi 100 años, en un Michoacán de 1930, y por lo que me cuentan, las cosas estaban como hacía 200 años, con hacendados y obreros. Tu mamá era hija de unos hacendados que eran europeos, pero se enamoró de un capataz, lo cual fue una traición para la tradición colonial, entonces la desterraron, la desconocieron, todos, incluso el trabajador del que se había enamorado, y aquí comienza tu historia porque así, desamparada, tu madre estaba embarazada de ti, supongo que intentó salir adelante contigo, pero no resistió la vida a la que no estaba acostumbrada y murió cuando tú tenías unos cuantos años, de esa corta vida con tu madre no recuerdas mucho, o al menos, no he escuchado nada de esa época.
Tu padre te reconoció, por así decirlo, te dio refugio en el hogar que había construido con alguien más, eso sí he escuchado, que él nunca te dio el amor que necesitabas. Por el contrario, te dejó claro que solo sus “hijas legítimas” eran merecedoras de ese amor. Así continuaste hasta los catorce años, creo. Ese señor te casó o vendió con otro hombre violento y malo –¡hijo de la chingada!– decías. Tuviste a tu primer hijo a los 14 años, lo recuerdo bien porque fue a la misma edad en que la Virgen María tuvo a Jesús. De ahí no paraste de tener hijos, dicen que le diste 8 hijos entre golpes y malos tratos, hasta que él murió de una trágica caída de caballo, me contabas que vomitaba sangre y que murió en casa.
Entre angustias económicas hiciste una amiga, se querían tanto que se nombraron hermanas y sus hijos se criaron juntos, sin distinciones. En esos tiempos rescataste un cenzontle, el pájaro de cuatrocientas voces, me decías que el árbol donde estaba su nido se cayó en una tormenta y los papás nunca lo buscaron, entonces tú lo tomaste y lo pusiste entre tus senos, le dabas masa y agua, nunca se fue, no lo pusiste en jaula, pero nunca se fue, como que no era tu intención quedártelo, pero él parecía muy a gusto contigo, así que se quedó.
Junto con tu hermana se hacían vivir, ella se iba por temporadas a la pizca de aguacate de los famosos huertos aguacateros de Michoacán, me imagino que eran los originales y no los plantíos masivos e ilegales que hoy están; tú cuidabas a los niños, los criabas, más bien, seis eran tuyos y una era de ella, pero no hacías distinciones, a todos los cuidabas como podías porque nadie te había cuidado ni enseñado a cuidar, los corregías por igual, muy al estilo de esas épocas, claro, pero tu hermana estaba bien con eso.
Un día, no sé bien cómo, te entendiste con un trailero y tuviste un hijo suyo, que es mi papá. Ese trailero era viudo también y te llevó a su casa, la casa de su primera esposa; te fuiste a otras tierras, llegaste a un pueblo de Guanajuato, fuiste esposa otra vez, pero al costo de dejar a tus hijos del primer matrimonio y a la sombra de la primera mujer.
Calculo que tenías veintitantos, los hijos de tu esposo no fueron tus hijos y tuviste que abandonar a los tuyos, hijos de otro hombre, pero al fin y al cabo tuyos; dejaste también a tu hermana y a su hija. Ahora que soy madre sé que dejaste muchos pedazos de ti en Michoacán, por eso regresabas a cada rato, mi papá cuenta con dolor esos retornos tuyos a Michoacán, él lo tomaba como abandono, ahora sé que tú solo ibas aliviar tu corazón un rato, la vida no era mala en Guanajuato, pero tampoco era dulce, las hijas de la mujer que estuvo antes te hacían desprecios y tú ya de por sí estabas con el corazón sangrante por dejar a tus hijos, pero mi papá no puede ver eso y nunca podrá.
El cenzontle sí se fue contigo a Guanajuato.
Tu segundo esposo no era violento ni malo, pero hombre al fin y al cabo.
Siempre te quejabas de la vida que te dio ese hombre, de lo cansada que estabas y de tu dolor de ciática, que solo esperabas un milagro.
De los cuatro hijos que tuviste con ese hombre dos eran mujeres, mis tías, mi papá y un tío que no conocí hasta ya grande; te convirtieron en abuela, siempre te quejabas de cuidar a los nietos, pero eras su abuela, quién mas los iba a cuidar, no sé si mis tías abusaban de tus servicios de cuidado pero si recuerdo que eran muy indiferentes contigo, no eran consideradas con tus deseos, ni con tus dolencias y enfermedades. No puedo opinar mucho de eso porque en realidad yo era una extraña pero siempre me quedaba con la sensación de vacío y soledad cada que te visitaba.
Yo me imaginaba que el pájaro de cuatrocientas voces luciría muy llamativo, pero no, yo confundiría un cenzontle con cualquier pájaro de los que viven en los árboles de mi casa; eso sí, lo de las cuatrocientas voces es cierto, de eso sí les cuento, porque yo lo vi y lo escuché, imitaba al nextel de mi tío, el chiflido de mi abuelo, el timbre de la casa y si te ponías a imitarlo, te mentaba la madre, ajá, hacia la cantaleta en chiflido, nunca dejaba de trinar.
La familia crecía y con ello los dramas, los malos entendidos y las riñas también; tu esposo envejecía empobreciendo y como tú ya no podías hacer tu luchita vendiendo marranos ni haciendo tandas, sufrían aún más. Un dolor de ciática te tumbó, ya no pudiste más.
– ¿Cuándo mi dios padre me dará el alivio? ¡Ay Dios mio! ¡Aaay! ¡No puedo, me duele! – decías con tu voz ronca y aguda.
En realidad no sé como describir mis ultimas visitas. Recuerdo que accedías a venir con nosotros algunos días, pero no aguantabas mucho y regresabas; cuando venías, te gustaba salir al sol por las mañanas y al fresco del patio por las tardes, porque tu casa ya no tenia patio y casi no entraba el sol por las ventanas; como vivíamos al lado de la capilla podías ir al rosario, al regresar te sentabas agitada por las dolencias y observabas el anochecer, y siempre decías -¡Mira! ¡Un lucero! ¡Qué hermoso, padre mío! ¡Hace cuanto que no veía un lucero!– y te quedabas hasta que el dolor volviera a ser soportable para entrar a la casa.
El cenzontle murió, no supe más de él, solo que dejó de estar.
Yo te vi en mi boda, con tu andadera, achacosa y tus ojos vidriosos, me pregunto: ¿Siempre tuviste ojos vidriosos o en realidad tu sufrimiento era ya permanente? Es que tenias los ojos grandes y marcados, yo no los conocí jóvenes y chispeantes, los conocí cansados y llorosos; tu espalda, que algún día fue fuerte de las que sostenían canastas bastas en la cabeza, hoy se doblegaba a cada paso; tu pelo ¿cómo habrá sido tu pelo? Yo solo lo conocí blanco y corto, eso sí, muy brilloso y ondulado; tu nariz era muy bonita y tus labios…
Pero nadie se detenía a pensar en lo que un día fuiste, la cocinera, la cuidadora, la que se hacia ajustar, la provedora, la huérfana, la vendida o ¿regalada?, la viuda, la desahijada; nadie veía el sufrimiento que arrastrabas desde niña solo veían a la anciana torpe, achaquienta y quejosa que eras:
¡Nomás se queja!
¡Es una viejita muy dificil!
Y ¿cómo no? Te tocaron todos los males que este mundo tiene.
Pocos meses después de mi boda y ya muy entrado mi embarazo, tú falleciste. Una nuera te encontró muy enferma, hacías popó negra, dijo, ella no supo hacer más que llevarte al hospital y ahí pereciste, tenías una hemorragia gastrointestinal pero no se más. Me queda la sensación de que tu muerte no fue en paz y tranquila, fue en sufrimiento y desesperanza.
Hoy quiero que sepas que heredé tus ojos, mis hijas heredaron tus ojos, son chispeantes, llenos de vida y muy expresivos. Mi segunda hija nació dos días antes de tu natalicio, a veces pienso que no la dejaste esperar en mi panza, como queriendo evitar que naciera el mismo día que tú evitando así también el sufrimiento que tú viviste.
Como dije, tiene tus ojos negros, gandes y marcados, puedo ver la chispa en ellos, la chispa que no vi en ti la veo en los ojos de mi hija, pero lo que más me sorprende es que a sus 18 meses cuando salimos a caminar ya anochecido, mi beba, en mis brazos me dice –¡Mila mamá!– volteo a ver su rostro para entender qué quiere que vea, y en sus ojos que son tuyos, veo un brillo, luego veo su dedito regordete que señala el firmamento y señala el mismo lucero que tu chuleabas –¡ooooohhh!– dice mi beba y yo le digo –¡es un lucero!– el lucero de mi abuela, me repito en mi mente.
Impresionante, cada persona tiene una historia, que muchas veces es incomprendida porque no estuvimos ahí. Por eso hay que ser más empáticos.