Catalina se levantó a las 10 de la mañana hoy. No tenía ganas. Se siente triste, derrotada, como fuera de sí. Recordó a la Catalina de hace 3 años, que moría por casarse. Recordó su emoción al pensar en el vestido blanco, y tan caro que iba a ser, en la ceremonia en Cartagena, de la que todas sus tías dirían después que fue “bellísima”, recordó su infinita alegría al decirle “acepto” a Rafael y sentirse que, por fin, sería alguien en su familia.
Ya no sería Catalina, la psicóloga que se quedó soltera; ya no recibiría las preguntas de “¿Cata, y no te quedas con ganas de formar familia?”. Se casaría con Rafael, además, que tenía un excelente trabajo como médico cirujano, se irían a vivir a un carísimo apartamento dúplex en Bogotá. Tendrían hijos con los ojos claros de él. La vida sería perfecta.
Entonces, Catalina hoy no entiende el mal humor de Rafael. No entiende que él llegue tarde al apartamento, oliendo a alcohol e inventando malas excusas. No entiende por qué no sale con ella, por qué no le pregunta cómo está. Ella, que se ha esforzado tanto en ser buena esposa. Ella, que sale del trabajo temprano para volver a casa y evaluar el trabajo que ha hecho Blanquita… Blanquita, a la que Catalina ha regañado tanto porque le dobla las camisas a Rafael como a él no le gusta y le prepara comida horrible, de esa que solamente come la gente con mal gusto…
– ¿Será por eso que Rafael se enoja? pero esa no es mi culpa, es culpa de Blanquita que no es una buena empleada. –piensa Catalina entre lágrimas porque no puede controlarlo todo.
–No hay caso –se reafirma Catalina –Al final yo quise casarme con él, la decisión fue mía, a mi nadie me obligó… Al menos puedo pensar en el divorcio.
Pero la posibilidad del divorcio la derrumba, y volver a ese no-existir que es ser la mujer soltera de su familia. En esas, suena la ruptura de platos en la cocina. Y va Catalina a regañar a Blanquita porque, piensa, si ella decidió libremente ser su empleada, por lo menos debería hacerlo bien.
Rosa se despertó a las 4 de la mañana en el extremo suroriental de la misma ciudad. Usme está frío en la mañana de hoy y Rogelio está gritando que tiene frío y que necesita una cobija adicional en su cama. Rosa corre mientras prepara a sus nietecitos de 5 y 8 años para el colegio. Después tendrá que ir a trabajar en el cultivo de flores en el que la recibieron a pesar de tener poca experiencia laboral y demasiados años para el mundo moderno.
Entre los gritos, Rosa recuerda cuando se fue a vivir con Rogelio, ella de 16 años, él de 47. Nunca se sintió atraída de ninguna forma por él y todavía se pregunta «¿qué se sentirá estar enamorada?”.
Rogelio simplemente le prometió una buena vida, una que ella ni su familia podrían darse jamás. Le dio una casa para vivir, comida cada día, ropa. Ella debía cumplir todas las tareas de la casa, atenderlo y acostarse con él. En todas esas tareas Rosa solía decirse que podría ser peor, que al menos allí tenía un techo.
Cuando decidió que iba a aventurarse por su cuenta, quedó embarazada de su primer bebé, y ya no tuvo posibilidad de irse. Con el nacimiento del segundo hijo ya todo fue costumbre… Y con el deterioro de Rogelio, Rosa empezó a salir a trabajar para tener recursos adicionales a la pensión de Rogelio. Y su trabajo se triplicó… Se triplicó porque atiende a su esposo en su vejez, a sus nietos en su infancia y a su casa, que se cae poco a poco por la falta de dinero y de atención.
Rosa va en el bus mientras piensa en el supervisor de personal del cultivo de flores en el que trabaja, en cómo las maltrata a ella y a sus compañeras, y “¡Caramba, cómo se parece a Rogelio!”
*Texto escrito en el curso Aproximaciones feministas al capitalismo y el colonialismo de Ímpetu Centro de Estudios.