Enero, 2019.
Antes de que yo fuera, Tatiana vivía en un cuarto oscuro, sufría mucho, el lugar era tan pequeño que no podía estirarse por completo, un día se desesperó tanto que le salió sangre de su panza. Una joven que pasaba frecuentemente por ahí, se dio cuenta, le dijo que la iba a curar, todos los días le limpiaba y con su magia sanadora, poco a poco a Tatiana dejó de salirle sangre de su panza. Al principio le dolía y de los nervios que le daban, mordía a la joven. Con el tiempo vio las intenciones de la joven y se empezó a construir una relación entre ellas, al mismo tiempo que yo me formaba.
La joven visitaba todos los días a Tatiana luego de su recuperación; veía que no le faltara nada y después se sentaba a tejer. Pasaban horas juntas, acurrucadas, escuchándose, acompañándose, sintiéndose las entrañas, la una y la otra. De tan cerca que estaban se reconocían en los silencios y en los sonidos de los movimientos internos.
El tiempo pasó, la vida de Tatiana cumplía su ciclo, su cuerpito cansado devolvió agradecida la vida prestada a la tierra.
Por esos días, a la joven le nació una hija. ¿Recuerdan los movimientos de los sonidos internos?, era yo mera. Mamá me contaba de Tatiana, de su vitalidad, de su libertad y cómo la disfrutaba, pues antes, había sido sometida al cautiverio. Me contaba de cómo su bravura había mantenido latente su corazón pero que Tatiana había recuperado la vida cuando sanó. El regazo de mamá había sido albergado por la liberación y la tranquilidad. Crecí escuchando constantemente las historias de Tatiana, incluyendo la de la vez que les tomaron una foto a las dos juntas, para el periódico.
Una tarde, llegó a la casa alguien que con su mirada y el sonido de sus entrañas me remontaba a la presencia de Tatiana, transmitía una sensación que invitaba a seguir viviendo. Esa vigorosa compañera, decidió quedarse conmigo, se aferró a la vida, impulsándome a hacerlo con ella: Como si la historia volviera a repetirse, con algunas diferencias… ¡puedo abrazarla!