Por Montserrat Pérez
Me arranco las canas cada mes. Arrancaba. Arranco. Hace 6 meses eran dos o tres. Luego vino agosto, con dolor y enfermedad, con crisis y ansiedad. No me vi la cabeza siquiera. Esperé. Olvidé. Mi cuerpo era demasiado, los espejos duelen. Los espejos duelen.
Esperé. Llegó septiembre y trajo muerte. Trajo muerte. Trajo terremotos. Trajo llanto. Trajo (más) muerte. No me miré la cabeza. Vi el suelo, vi los vidrios rotos, la ciudad como cicatriz perpetua. Llorar al encender la radio, la televisión, al caminar, al escribir. Nos rompimos un poquito. Me olvidé de mi cabeza.
Octubre frío, me busco entre las arrugas chiquitas que se me hicieron bajo los ojos en algún día de hace uno o dos años. Zurcos, hondanadas, registros de los desvelos, de crecer. Un día crecí. Me miré la cabeza. Le llamo lunar de canas al nacimiento imparable de cabellos color plateado del lado derecho de mi cráneo.
Le llamo lunar como homenaje a la luna que me mira y me acompaña. Y de todos modos me las arranco. Observo que no son dos, ni tres, ni seis, no las cuento porque no puedo. Jardinera imparable e inmisericorde. Primero las más largas, las que ya alcanzan a caer, a enredarse con los cabellos color café, a ellos también me los llevo en esta labor casi frenética. Observo las raíces, su humedad, la información que guardan, ahí estoy metida yo, por si un día desaparezco, que encuentren las raíces…
Doy un vistazo y noto que quedan esas pequeñísimas canas que apenas nacen, que son blancas desde su origen, mi cuerpa dicta los colores que lleva en cada temporada de su existencia. Se levantan como pasto, señalan a donde les da la gana, piden sol, piden anarquía. Les importa un bledo mi pánico de envejecer. “¿Qué mierda es envejecer?”, me gritan, mientras las jalo. Fascismo estético, ¿qué te da miedo? ¿Morirte?
Siento dolor. Me arde la cabeza. Saco un cabello más, lo observo, hay sangre en la raíz. Me detengo con las manos temblorosas. Sostengo el pelito con cariño. Me pido perdón en silencio. ¿Qué haces? ¿Qué haces? ¿Qué haces? Masoquismo, resquicios de obligaciones corporales. No le debes nada a nadie. ¿Qué haces?
Me arranco las canas. Lo hago cada mes. Lo hacía. Escribo y me arranco algo más, un monstruo que busca dolor grita porque no lo quiero alimentar. Lo abrazo. Me miro la cabeza. Me arranco una cana más. Paro en seco. No busco más entre ese bosque de células muertas y keratina. Recuerdo mi único rezo por las noches: Por favor ya no te hagas daño. Silva la tetera. Sorbo la manzanilla. Por favor ya no te hagas daño.