Por Luisa Huerta (Menstruadora)
Las niñas hacen sus tareas, acomodan sus libros, calientan su desayuno, se alistan todas las mañanas para ir a la escuela, el cabello recogido, la dona blanca obligatoria en la cabeza, el uniforme que el fin de semana lavaron y plancharon, están formadas desde muy temprano para tomar la combi, son las primeras en llegar a la escuela, platican entre ellas, comentan sus pendientes, hablan de caricaturas, películas, comida, hacen chistes, ríen entre sí. Ya a esta edad (secundaria) todo mundo las ha convencido de que las niñas son “naturalmente” más dedicadas, más disciplinadas, más trabajadoras, así que son quienes entregan todos los trabajos de forma puntual sin mayor pena, también se les encarga ordenar las cosas del salón y limpiar el pizarrón. En cambio, los niños, tienen permiso para ir apenas limpios, se les ha exigido que corten el cabello y mamá les prepara el uniforme que ellos ensucian todos los días, pues van a jugar fútbol después de la escuela con sus amigos, ocupan a veces un terreno, un parque, una calle, no importa, les sirve pa lo mismo, desde muy niños aprendieron que el mundo es suyo. Inicia la clase. Ellos forman un grupito atrás que no para de hacer chistes fuera de lugar, si el profesor pregunta algo, ellos tienen algo qué decir siempre. Ellas, en cambio, las encarcela el silencio milenario, han hecho todo, se saben la clase, hasta tienen críticas feroces a lo que el profe está diciendo, pero permanecen calladas. Ellos, incluso los más transgresores de su masculinidad, limpios, delicados, afeminados, arreglados y atentos, son venerados por la gente alrededor, mira, un hombrecito limpio, qué maravilla, qué fantástico, qué respetable, qué elegancia, qué inteligente, qué pulcro y ordenado. En cambio, ellas no son aplaudidas ni alabadas porque es su obligación. El panorama cambiará por estos años. El bombardeo es sanguinario. La tv, el cine, las revistas, papá y mamá, la familia, las amigas, los hombres en general, hay una presión escalofriante por tener novio. Sus conversaciones cambian, la heterosexualidad obligatoria las empieza a absorber en primera persona (a algunas ya las había absorbido desde muchos años antes). Cambian sus tareas por pensar quién es más guapa, más delgada, más sexy. Hacen competencias por ser la más bonita, la que mejor se maquilla, la que mejor camina. Y sin saber cómo ni cuándo, entre el vaivén del tiempo que nos roba la heterosexualidad, la cuerpa y los sueños, el holgazán de la clase, ese que no paraba de hacer chistes clasistas y misóginos, termina siendo el patrón, el jefe o el marido. Mientras tanto las mujeres permanecen en las casas: barren, cocinan, cuidan a los bebés de esos hombres que desde peques aprendieron que el mundo era suyo, ya no es la mamá la que les lava el uniforme que ensuciaron por irse a jugar fútbol a mitad del parque, ahora son ellas, sus parejas, esposas, novias, amigas, amantes, hermanas o hijas. Algunas podrán retardar el servicio a un hombre, pero la sociedad les permite su independencia siempre y cuando sigan buscando a un “buen esposo”, un “buen novio”, un “buen compañero” a quien trabajarle gratis, es decir, si están esperando al esposo perfecto o al compa solidario, el orden patriarcal sigue intacto, van a servirles con trabajo doméstico, sexual o afectivo, como se supone es su deber y existencia. Y si alguna lograra no casarse ni emparejarse con un hombre, los hombres de su familia se apropiarán de su trabajo y su vida, pues siempre hay un abuelo, un padre, un hermano o un sobrino que cuidar.
Hoy, en la calle, un montón de niñas de dona blanca en la cabeza están esperando por la primera combi que las lleva a la escuela, con sus trabajos cargando y sus mochilas de quince toneladas. Serán las primeras en llegar esta mañana.