Por Menstruadora
En abril del año pasado me rapé. Durante años tuve una melena larga y negra que aunque no peinaba, me ayudaba a cumplir ciertos mandatos y construcciones de la belleza. Las mujeres debemos tener el cabello largo en esta sociedad donde vivo, desde niñas es un tesoro preciado, ¡qué bonito pelo tienes! ¡qué largo tu cabello! ¡quiero el cabello como tú! Por eso nos venden planchas, tenazas, accesorios, shampoos, cremas para peinar, mouss, ligas del cabello, diademas, tintes, cortes, mechas californianas, etcétera.
Decidí raparme sin mucha reflexión, pensaba que era buen momento ahora que no debía ir a un empleo de oficina, que no necesitaba portar un peinado para que alguien me contratara. Así que tomé las tijeras y comencé a trozarme mechones, a lo loco, como antes aprendí a hacerlo en mis crisis personales. Es ese un rito que he aprendido de otras mujeres para descargar enojos o tristezas o anunciar cambios venideros, acostumbradas a explicar nuestras actitudes según las apariencias que exige la norma. Si hemos de cambiar algo de nuestras vidas, algunas aprendimos a anunciarlo con un corte o con un cambio de color. Pero como yo desde no sé qué años ya me creí rebelde, cuando me apropié de aquel rito, que lo mismo hacía tanto mi madre como mis amigas, tomaba tijeras en mano sin estética de por medio. Justo como hice la vez que me rapé.
Woo mi rapado. Mi primer impacto fue el grosor de mis cachetes, pues si bien sabía que los tenía, no los había contemplado de ese gran tamaño, después de todo el cabello me servía para taparme parte de la cara y ahora no había nada con qué cubrir. Me sentí desprotegida, expuesta, miraba ambos perfiles y extrañé mis cabellos.
Después me empezó a gustar verme rapada en los espejos, en el de la panadería, en el reflejo de las puertas del metro. Además suponía que debía reponer esa pérdida de femineidad con algo femenino, por ejemplo, blusas con escote. Si iba a estar rapada, al menos debía usar escotes, ¿no? Parece ser que no era la única que pensaba eso, porque en la calle al pasar, miraba cómo algunas chicas que también iban rapadas como yo o con cortes pequeños, reponían esa femineidad con collares, aretes enormes, labios rojos, rímel grueso, delineador inconfundible. Y aunque ya había reflexionado que la femineidad es una construcción impuesta a los cuerpos asignados mujeres y no una esencia natural, estaba bien preocupada en perderla.
Es que primero no quería ser confundida con un machirrín, digo, con alguien asignado varón. Segundo, me sentía bastante caótica al no querer perder la princesa interior. Y por último, creía que tenía un compromiso político en seguir pareciendo mujer (indigenadescendiente amestizada, urbana, periférica, etcétera) porque vivo como mujer y con todos las desventajas y violencias que ello conlleva, es decir, soy mujer asignada y por estrategia política.
Ya sé que solo me había rapado, pero en la calle, y solo en la calle, todo cambió. Yo mido 1. 64 que se sienten un poco más, soy un poquito más alta que muchas mujeres y que muchos hombres en mi país (México). Un sábado en el metro con mi rapado, mi estatura y mi peso bien calzado, debo decir tengo sobrepeso/gordura/panza o como le quieran llamar, carraspeé un poco la garganta porque acababa de llover y parecía que me iba a enfermar, ¿qué pasó? pues que los hombres que estaban frente a mí y me impedían el paso rumbo a la puerta, se apartaron cual si fuera yo un hombre. O de pronto todo lo que ocurría en los restaurantes al ir con mis amigas lesbianas, pues me empezaron a dar la cuenta a mí y solo a mí. O lo que sucedía cuando caminaba y alguien me quería llamar de alguna forma, optaba por «joven». O que por las noches obtuve un montón de seguridad al caminar sola pues nadie me decía cosas intimidantes como antes, al menos esa fue mi sensación, ya que pocos momentos después de la confusión, la gente rectificaba que era una mujer y me regresaba a mi lugar.
Si yo estaba pudiendo ver las ventajas de no ser reconocida como mujer por estas mínimas características que se leen como «masculinas», me empezó a sonar cada vez más ridícula la existencia de «varones antipatriarcales», sujetos que no se animan a ver que mientras sigan siendo reconocidos como varones por la calle, su hacer no es suficiente, más bien, patriarcal.
Otra de los fenómenos que comencé a notar es que dejé de ser leída como sujeta acosable (de acoso). Será porque entre el rapado y el performance, le subí unos grados a mi nivel de seguridad al caminar, mentón elevado. Esta es mi calle, vato, este es mi peso, tipo, esta soy yo y te puedo escupir si quiero, varón, les decía con mi mirada maldita en una especie de hobbie que me agradezco por lo que aprendí. No obstante, entre este ejercicio y mi nuevo cuerpo, me encontré triste y afeada por no recibir un acoso callejero más y sí, siempre los aborrecí. ¿Qué reflexionamos sobre el acoso callejero cuando no cuestionamos el mandato de la femineidad? Me preguntaba respondiéndome «lo correcto»: Que todas eligen diferente, que fuimos educadas femeninas a pesar nuestro y que huir de la categoría mujer sería una traición. Más bien aún lo sigo reflexionando.
Por aquellos días mi cabello crecía lentamente, así que pasé de joven a «señora», una señora no acosable, como he dicho. Y con el devenir señora, un montón de violencias y pequeñas desventajas. En las filas de servicios ya no me trataban con amabilidad como cuando era una joven radiante de cabellos largos, tampoco me sonreían como antes, menos me coqueteaban. En la calle fue más evidente que parecía lesbiana, algunos tipos se acercaron a acosarme no ya de forma sexual sino con lesbofobia: «Tú no deberías existir, machorra». Vaya. Me empecé a adecuar a esta nueva vida, donde era la señora lencha, se me acabó la emoción de asumirme lesbiana donde fuera porque ahora la lesbofobia era cotidiana. Debo decir también que dejé de tener esperanza en las heterocuriosas y potenciales lesbianas conversas de discurso y miré con admiración a las lesbianas que antes llamé despectivamente «del gen» (les puse así porque desde su club de la naturalización me aclararon que no soy ni seré lesbiana). Miré que ellas transgreden (aunque no quieran) más ahí con sus cuerpos gordos y lesbianos en medio de metro Pino Suárez que…muchas otras actividades que enarbolé feministas. Aplicado el feministómetro está y sin ningún temor, jaja.
Ahora me está creciendo poco a poco el cabello y de nuevo vuelvo a ser joven para la gente. Otra vez me dicen «señorita» por la calle y me están volviendo a acosar de la forma sexual. Eso quiere decir que soy sujeta que pueden vulnerar y claro que me enfurece. No es con el rapado lo deje de ser, es que hay unos segunditos de confusión a los que les he dedicado este texto. Quisiera volver a raparme, pero no puedo desaparecer del todo a la princesa construida desde el patriarcado que vive en mi interior, deseo el mandato de la femineidad porque es quizá la forma como he aprendido a relacionarme. Quiero cubrirme los cachetes, ser reconocida mujer joven. Y no, esto no es un azote ni denuncia de incongruencias porque así son los devenires, pensar lo contrario sería aspirar a una pureza ridícula e imposible. Estas son mis reflexiones mías de mí y bien me basto para hacerme cargo de ellas, así fue que he venido a regocijarme de contar que raparme no fue solo raparme y que quizá y solo quizá, vuelva a hacerlo cuando se me pegue en gana.
Chido, chido, todas esos estadios sociales que pudiste tocar con sólo una rapada, da que pensar. Chido. <3