Por Patricia Karina Vergara Sánchez
I. Precedentes
El trabajo en el hogar sostiene el funcionamiento de la economía del mundo. Esto quiere decir que nada se produce, ni se crea ni se cultiva ni se aprende sin que, previamente, los hombres o las mujeres que van a hacer esas labores se hayan alimentado, vestido y descansado para tener la fuerza física y mental que les permitirán realizar esas actividades. Esa preparación se hace en la casa que en que se habita.
Si dibujáramos una línea imaginaria que ilustrara el sistema económico de producción predominante en el mundo, veríamos que en un extremo de esa línea se encontraría la venta y compra/consumo de un bien o servicio, y en el otro extremo estaría representado el lugar de donde se partió, que posibilitó que alguien descansara, comiera y vistiera para ir a hacer el servicio o la maquila o la construcción del bien material y/o, también, para ganar el salario que le permitiera adquirir ese bien o servicio. Es decir, el flujo de la economía del mundo sólo es posible a partir de las labores que se realizan en el hogar.
Para que el espacio de descanso tenga las condiciones de higiene y comodidad que permiten ese descanso; para que el alimento pueda ser trasladado, cuidado, preparado y servido en un plato que permita su ingesta; para que la ropa sea lavada, remendada y conservada en condiciones de uso y para que los otros miles de pequeños detalles que permiten la vida en el hogar sean posibles, hay una cantidad enorme de esfuerzo y de horas invertidas en ello.
Quienes históricamente han venido realizando esas labores, en su mayor carga, son las mujeres. Tanto el esfuerzo físico de las mujeres que lava, limpia, recoge, carga y transforma como el esfuerzo mental de las mujeres que imaginan, proyectan, calculan, y organizan, son aquello que permite que toda la gente duerma, coma, vista, trabaje, haga creaciones y que, en resumen, pueda existir en este planeta.
Son labores que no son remuneradas, ni reconocidas ni prestigiadas socialmente. Se invisibiliza su importancia, no se habla de ellas porque hasta las tareas de la dimensión escatológica como, por ejemplo, sacar los papeles usados del cesto de basura del baño, se entienden socialmente como labores “sucias”, que causan pudor, parecieran asuntos que se tienen que atender en la intimidad, en silencio, y de ninguna manera se les reconoce en su dimensión económica y política. Quizá, porque invisibilizar y minimizar la importancia de esas labores garantiza que sigan siendo gratuitas y llevadas a cabo como simbolización del afecto y no se pueda desenmascarar como la explotación, que de hecho es de toda una clase social: las mujeres.
Desde hace miles de años y bajo distintos sistemas de producción dentro del mismo patriarcado se ha asignado a las mujeres las labores de cuidado y de servicios. De tal manera que, hoy, el “sentido común” identifica la figura de mujer –y de madre– como “naturalmente” relacionadas con limpiar, atender, procurar al otro, a los otros. Ideológicamente se asocia la palabra “mujer” a la palabra “madre” y a la palabra “hogar” como elementos de un mismo campo semántico. (Vergara, 2019)
Tal como está organizado el mundo contemporáneo, a las niñas y a los niños se les educa para que al crecer se inserten al mercado productivo; a las personas adultas mayores y con discapacidades se les explota en medida de lo posible y, cuando no hay más beneficio que obtener de ellos, se les hace a un lado. A hombres y a mujeres, en general, se les obliga a participar en los distintos rubros del sistema de producción. A las niñas, mujeres y ancianas, además, se les agrega la carga simbólica y material de responsabilizarse de las tareas del hogar. En México, el 98% de las mujeres que trabajan asalariadamente, combinan ese trabajo con las labores de casa y casi la quinta parte de todas las mujeres mayores de 12 años se dedica exclusivamente al trabajo del hogar y cuidado de otras personas, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en 2018.
Cierto es que, en contextos urbanos y progresistas, algunos hombres comienzan a participar en algunas de esas tareas del hogar. Sin embargo, la exigencia social sigue pesando y sancionando a las mujeres en prácticamente todos los ámbitos por el cumplimiento de las labores que se cree que son “de mujeres”.
La participación en tareas del hogar no quiere decir que participen en las mismas tareas hombres y mujeres, los hombres participan en los trabajos menos desagradables. Por ejemplo, una encuesta publicada en Argentina en 2019 señala: “En las tareas de limpieza consideradas las más importantes o dificultosas, la brecha de trabajo es mayor: limpiar los baños presenta una brecha de 24 puntos, mientras que limpiar los pisos y la cocina presentan una brecha de 19 y 18 puntos respectivamente” (Peker, 2019).
Los hombres que participan en labores de cuidados y servicios, lo hacen en menor número de horas. De acuerdo con la ENIGH (2018), aproximadamente 4 de cada 100 de hombres se dedican exclusivamente al hogar, mientras que casi 20 de cada 100 mujeres lo hacen. Las labores que hacen esos 4 hombres ocupan, en promedio, 20 horas menos por semana que las que realizan cada una de esas 20 mujeres. Esto quiere decir que un hombre que por desempleo o por elección propia se esté haciendo cargo de un hogar, no hará más allá de lo básico para mantener el orden durante la semana, mientras una mujer que se dedica al hogar trabajará 20 horas más, haciendo mucho más allá de lo elemental.
Además, los hombres, por hacer trabajos del hogar, son socialmente premiados y elogiados, los capitalizan. “Él cuida a los niños, él lava los platos, es un ejemplo de hombre”, son reconocimientos que no podría esperar una mujer por hacer lo que, de todos modos, se esperaba de ella.
Algo muy interesante de observar es que, en los espacios en donde se maquila o producen bienes comercializables, cuando un trabajador o una trabajadora elabora cualquier objeto, no se le exige el cuidado, limpieza y atención del objeto de forma permanente. Una vez terminado, el objeto, se entrega a la empresa que paga el salario. Ahí deja de ser responsabilidad de quien lo produjo y, en algún momento, es empacado, comercializado y desaparece de la responsabilidad de quien lo ensambló, o de quien lo empacó e, incluso, de quien lo vendió. En muy pocas ocasiones se mantiene vínculo alguno con lo producido. En cambio, en el trabajo que se hace en el hogar parece ser que no basta con producir aquello necesario, la casa recogida, el piso barrido, la comida hecha, la ropa limpia. Aún con aquellas labores llevadas a cabo, siempre parece ser insuficiente. Se detectará una cortina por lavar, una colcha por cambiar, una ventana por limpiar, nueva y elaborada comida que cocinar… El orden no basta, la limpieza no es suficiente, la pulcritud pareciera ser el horizonte hacia el cual se tiene que llegar. La mujer que trabaja el hogar nunca pierde el vínculo con el trabajo que produce y reproduce. Ideando permanentemente cómo hacer rendir el dinero, decorando la casa de siempre, sacudiendo el sillón desde hace años, lavando el mismo plato, barriendo el mismo piso, cocinando el mismo guisado… Se reproduce el objeto y la explotación sin meta, fecha u horario fijo en que habría de terminar.
Aquí, invito al ejercicio feminista de la sospecha:
¿Por qué se ha introyectado en un corte considerable de mujeres, de diferentes orígenes y clase sociales, una compulsión([1]) a no detenerse en el momento en que ha ocurrido una producción básica de cuidados y servicios y sí autoerigirse hasta la competencia con otras en una súper cumplidora de estas labores?
¿Por qué se entiende como un mandato básico de la feminidad el ser “limpia” incluso por sobre la limpieza ya realizada y sobre los propios intereses y el bienestar?
Uno de los aspectos más visibles de la falta de un límite establecido al trabajo del hogar es en lo que respecta a la salud de quien realiza la limpieza en casa. Los y las trabajadoras cuando padecen una enfermedad, idealmente, no deberían asistir al mercado de la producción y tendrían que poder atender su salud, es un derecho fundamental. En tanto, respecto a la enajenación normalizada del trabajo de hogar, hay historias tremendas, anécdotas familiares, que incluso se narran con orgullo, de mujeres que trabajan en el hogar quienes, sin que explícitamente se les exija, siguen haciendo labores aún enfermas, aún adultas mayores e, incluso, necesitando atención médica de emergencia.
“Cuando se me rompió la fuente, primero sentí que tenía que trapear lo que había ensuciado antes de irme al médico”, asegura una mujer en un comentario que hace en las redes sociales.
De la forma en que el sistema de producción y el patriarcado se alimentan de los trabajos-cuerpos-creatividad de las mujeres, ya han expuesto profundamente pensadoras feministas, economistas, analistas de todo lo referente al tema del cuidado; lo que me estoy preguntando en estas líneas es: ¿Por qué esta explotación es tan autovigilante, continua y niega descanso físico o mental, y por qué se exacerba sobre las mujeres?
II. Una publicación desagradable
Hace unos días, escribí en una red social que, debido a la contingencia sanitaria que vive el mundo, estoy dando terapia, clases y teniendo reuniones a través de plataformas virtuales con otras mujeres en horarios nocturnos o de madrugada, pues el hacinamiento o la presencia de maridos u otros familiares les dificulta a muchas mujeres el tener cierta privacidad o la libertad de hablar en línea con otras mujeres. Igualmente, dije que me sentía como las antiguas brujas que se reunían en el bosque muy noche o las curanderas que reunían sus hierbas para sanar de madrugada, que siempre las mujeres hemos encontrado estrategias para hacer nuestras cosas mientras el resto del mundo duerme.
Guadalupe García, amiga periodista feminista, me advirtió que podría enfermarme por el ritmo de vida. Yo le respondí que no se preocupara, que duermo por las tardes. Sí, tomo largas siestas que me permiten hacer esas u otras actividades nocturnas.
Esa charla sencilla me dejó pensando en que tengo la fortuna, el privilegio, de poder dormir por las tardes porque con quienes comparto casa y vida no me exigen que sólo yo me haga cargo de las labores del hogar, que no vivo en una relación violenta, ni tengo vigilancia de otras personas sobre mi papel en el trabajo en casa. Si no tuviera la vida que tengo, al lado de otras mujeres, si tuviera que hacer siempre la comida, atender, cuidar, servir, estaría tan agotada que no podría encontrarme con otras ni hacer el trabajo que hago.
Recordé otros tiempos, otras relaciones, otras formas de vida en donde sí era así, sí llevaba yo toda la carga doméstica, sí se agotaba mi mente y mi cuerpo cargando a mi hogar y en donde, en efecto, no podía y no habría podido hacer muchas de las cosas que ahora hago.
Escribí un breve mensaje en Facebook y en Twitter que decía lo siguiente:
“Criar a las mujeres en la compulsión por la limpieza y la condena a la casa desarreglada, es un ejercicio patriarcal para que, exhaustas, no podamos volar para encontrarnos en aquelarres nocturnos. Una casa brillante, habla de una mujer con las alas dolorosamente destrozadas”.
La respuesta fue muy interesante.
Había mensajes de maravillosas compañeras solidarias dando la discusión y haciendo aclaraciones, pero, lo que más había, eran comentarios de mujeres asegurándome que limpiar les daba paz y les daba tranquilidad, que no sentían para nada las alas mutiladas, que los hombres con los que conviven son equitativos y que la limpieza era su elección, que por qué les quería yo imponer el vivir en el desorden. Había hombres asegurándome que ellos eran los que limpiaban en su casa. También había muchos hombres y mujeres hablando de mi triste infancia o diagnosticándome un padecimiento mental, llamándome “floja”, “fodonga”, “sucia”, “puerca”, “tonta” y más intentos de insultos. Igualmente afirmaban que mi casa era un lugar desaseado o repulsivo o que yo decía esas cosas para justificar mi propia falta de higiene y, un par, han dicho que van a venir a golpearme para enseñarme a ser limpia.
A veces escribo cosas que yo misma me pregunto si no serán “demasiado” para la sensible opinión de los odiadores (haters) de ocasión en redes, pero este tema, que me parecía se refería a algo elemental, no esperaba que causara respuestas tan viscerales.
Entonces, me alegro mucho, porque la respuesta visceral implica que se ha tocado alguna fibra sensible, de lo contrario, no ocurriría tal respuesta. Esto, me obliga a preguntarme y a hipotetizar.
¿Por qué habrá causado tanto enojo e insultos?
Twitter es hostil, claro, la pregunta es qué prende esa mecha de hostilidad con este tema en particular.
¿Qué de lo escrito activa mecanismos de defensa en estas personas que se traducen en su ira?
Los insultos de esos hombres cuyo principal punto está en mi falta de higiene, mi fealdad y mi flojera, por supuesto, están esgrimiendo la vieja y repetida sanción a la mujer que deja de cumplir sus deberes.
No es que sus insultos sean para mí, ni siquiera me conocen. Esa horda de machos enardecidos que se crea virtualmente y ataca en grupo lo hace para hacer saber a otras mujeres que la falta de higiene, la fealdad, la flojera y, sobre todo, la crítica a la obligación de las mujeres respecto al trabajo de la limpieza, no es tolerable y será silenciada, será castigada.
Hay mujeres que, en correspondencia, vienen a decirme insultos también, a señalarme que nunca serán tan sucias como yo. Ahí, igualmente, comprendo que el mensaje no es para mí, tampoco me conocen. Es un mensaje para sí mismas y para todos esos machos de la horda virtual, y los que las acompañan físicamente. Se tranquilizan a sí mismas, y los tranquilizan a ellos, asegurándoles que no serán nunca como yo, o como aquello que yo les represento.
Cuando señalan que fueron sus madres, tías, abuelas las que les transmitieron una cierta obsesión por la limpieza, poniendo simbólicamente el cuerpo de ellas por delante, responsabilizándolas de ello, no alcanzan a cubrir las dimensiones estructurales de la situación de las mujeres todas, sí, incluida la tía, la madre y la abuela.
Mujeres que deciden obviar la parte que se refiere a la historia de la crianza, que es general y común, aun cuando existan excepciones, y que tiene que ver con un palpable modo de criar a las niñas y a los niños, que aún hoy les asigna diferentes tareas y valores.
Más aún, cuando yo hablé de una “compulsión”, de esa introyección que incluso implica la renuncia a otros intereses, hubo mujeres que decidieron sentirse aludidas. Yo no tengo modo de saber si se sienten apremiadas por la labor que realizan, si la realizan sin gusto, si están exhaustas o renunciando a otros intereses, pero vienen a asegurarle a una desconocida que no es así, enfatizando una y otra vez que para ellas la limpieza es una elección, ¿es a mí a quien tienen que convencer?
Alguna me escribe, con cierto orgullo que ella ama limpiar y que, de hecho, su marido –tan considerado– es el que le dice que deje de hacer tantas cosas.
Responden con el mismo argumento que usan otras cuando se hacen críticas sobre temas como la cosificación del cuerpo de las mujeres, el maquillaje o las prácticas sexuales opresivas. La consigna esgrimida una y otra vez es que son sus “elecciones individuales”.
¿Qué tanto elegir lo que dicta la lógica ya establecida y socialmente aprobada es una elección individual en un mundo en donde la opresión es estructural?
Si yo no escribí: “toda limpieza oprime”, pero, sí implicaba que la compulsión a esa limpieza oprime, ¿por qué se sentían aludidas? ¿Por qué les ofendía tanto la alusión a las alas rotas respecto a una casa brillante? ¿Hay un orgullo especial en concebir que la casa es brillante, impecable? ¿Qué construcción implicaciones socio-culturales hacen sentir ese orgullo, la satisfacción respecto a lograr una casa brillante? ¿Qué relación hay entre una idealización de clase y una casa que “brilla”? ¿De verdad, no tiene ningún costo personal el esfuerzo cotidiano depositado en esa casa que brilla? ¿Cuál es el costo colectivo, para las mujeres de toda una comunidad, la aspiración a una casa que brille?
Alguna mujer vino a escribir que ni ella ni su esposo tenían las alas rotas y sí una casa muy linda porque para eso ganaban bien y pagaban a una “señora que la ayudaba”. Como si las contratadas para hacer trabajo del hogar no fueran mujeres, como si el privilegio de clase no estuviera permitiendo trasladar la explotación del cuerpo de una sobre el cuerpo de otra.
Una mujer escribió que ella vive sola, pero que es muy obsesiva con la limpieza, dijo con sarcasmo que ni modo que se explote ella sola. Yo sólo pienso en el por qué la obsesión que narra, de dónde viene, a quién le sirve. No hay una persona a su lado, pero sí hay un sistema dictando sus nociones de lo que “debe ser”, exigiendo ciertas labores de ella y el cumplimiento de ciertos parámetros.
En fin, podría pasar más tiempo ocupándome de estas respuestas, pero, creo que basta esta breve mirada a las implicaciones de algunas de ellas para ilustrar que hay algo muy incómodo para una determinada psique colectiva que se pone en la mesa.
III. Por lo tanto…
Pensar en la crianza de las mujeres en la compulsión a la limpieza, es una veta importante de información sobre cómo ocurre el control de aquellas actividades a las que se dedican los cuerpos de las mujeres, pero, sobre todas las cosas, de cómo se construye la subjetividad de las mujeres mismas en el patriarcado, tan es así que concebimos las labores de limpieza a las que hemos sido asignadas como si fueran elemento intrínseco de nuestras personalidades.
Para comenzar a cerrar esta reflexión, señalo que entre los mensajes que recibí, hubo uno que me pareció muy honesto:
“Para que exhaustas no puedan ir a pintar los monumentos de la nación”.
Cierto. Si estamos exhaustas no podemos ir a pintar, a marchar, a gritar, no nos sentamos a leer, a escribir, a jugar, a cantar, a organizarnos entre nosotras…
No es sólo que históricamente se ha obligado a las mujeres a hacer las labores de cuidado, de servicio, de organización y de planeación en todo lo referente al hogar (y que se extiende al trabajo asalariado) es que, además, hemos sido condicionadas a ello, una construcción de subjetividad cuya valía está en la realización de esos trabajos por sobre todas las cosas, de forma continua e incansable, incluso postergando nuestra educación, afectos, diversiones, descansos; por encima de nuestros propios intereses y desarrollos.
La compulsión a la limpieza es, entonces, un punto clave para los análisis lesbofeministas y feministas, uno de los lugares de configuración psíquica en donde ocurre la enajenación de las mujeres, es uno de los lugares de colonización de nuestras psiques desde donde nos volvemos ajenas a nosotras mismas.
REFERENCIAS
Carlson, R. (2010). Fisiología de la conducta. Pearson.
Instituto Nacional de Estadística y Geografía (2018). Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares. https://www.inegi.org.mx/programas/enigh/nc/2018/
Peker, L. (2019). Diferencias de género a la hora de barrer, limpiar y cocinar. Recuperado el 6 de mayo de 2020 en https://www.pagina12.com.ar/189751-diferencias-de-genero-a-la-hora-de-barrer-limpiar-y-cocinar
Vergara, p. (2019). Trabajar el hogar. Recuperado el 6 de mayo de 2020 en http://www.la-critica.org/trabajar-el-hogar/
Notas:
[1]La palabra compulsión viene del latín tardío compulsĭo, ōnis, que significa ‘apremio’ o ‘fuerza que se hace a alguno’, ‘una coacción’.
Carlson, estudioso de la conducta, establece que compulsión es: “Es el sentimiento de estar obligado a hacer algo, incluso si uno prefiere no hacerlo” (2010). Ese apremio/obligación de realizar el acto, incluso puede significar renunciar o posponer otras actividades que se necesitan o se desean.
Ufff, buenísima reflexión. Gracias por hacerme sentir un poco menos mal por ser «sucia», «floja» y «fodonga», culpas con las que he cargado desde que me casé y que apenas ahora, 15 años después, voy empezando a soltar…
Maravilloso!
Cuando por fin dejé de lado el condicionamiento que traía de ver primero por limpiar el entorno en vez de mirar por mi bienestar, me liberé.
Hoy puedo decir que leo, escribo, soy feliz y tener mi casa como espejo no es una de.mis prioridades, aunque hoy, por los tiempos que vivimos, procuro mantener mi espacio libre de bichos. Saludos
Hola, había leído el fragmento más contundente en tu red social y desde ese momento me ha movido un montón de emociones. Me enojado y entristecido conmigo misma. Yo soy una compulsiva de la limpieza. Padezco TOC. Soy también lesbiana. Me comparto con una mujer y nos dividimos las tareas del hogar. Pero yo siempre quiero acapararlas todas, supongo por mi obsesión de la limpieza y soy bastante controladora con eso. Ha sido difícil poder lidiar con mi trastorno. Estoy bajo tratamiento sicológico y psiquiátrico. A veces no tengo ganas de hacer labores. Me siento exhausta. Pero no puedo evitarlo. Es en lo primero que pienso al despertarme y me frustra no poder hacerlo todo. Me siento a trabajar casi al mediodía. Trabajo en el área de comunicación y administración en una asociación civil. A veces cuando ya me siento a trabajar soy cero creativa y productiva porque obviamente me siento cansada. Ya había disminuido mi compulsión, pero ahora con el encierro creo que ha aumentado nuevamente. 🙁
Excelente texto y reflexión
Gracias por compartir!
Oye pero que maravillosa eres.
Que brillante análisis.
Me recuerda cuando comence a postear sobre gordofobia, relatando mi experiencia personal, mi adicción a la cocaína para dejar de ser gorda y recuerdo.los haters..pues que lindo en.meterse donde jode.
Excelente texto. Me hizo recordar las reconfortantes y a la vez dolorosa palabras que me dijo mi mamá hace varios años: «no te preocupes, tú no vas a ser ama de casa». Reconfortantes porque mi madre me estaba diciendo que no debía cumplir con este papel histórico de ser la limpiadora de mi casa; tristes, porque sí fue su función, entre muchas otras.
Buenísimo, gracias. Rita Segato llama a que no se derive de reflexiones como ésta un costo económico que habría que pagar a quien trabaja reavivando la vida. El cálculo del valor económico quizá sí permita pagar de manera más justa a quien lo tiene por modo de vida. Pero Segato —y yo con ella— reprueba los empeños, dichos feministas, en que la compulsión por la limpieza y el cuidado ahora sea también asalariada.