¿A quién ves cuando te miras al espejo? Esa pregunta me la hice hace unos años, mientras reflexionaba sobre por qué me costaba tanto verme. La respuesta es larga, porque casi toda la vida no me vi a mí misma, sino que buscaba en el espejo y en las fotos ver a alguien más, alguien que no existe, pero que crecí pensando que tenía que ser.
Mi propia imagen me parecía abominable, porque en este mundo, el ser una mujer gorda viene con un paquete muy interesante que contiene lo siguiente:
Así que, con todo este paquete, una vive. No solamente yo, vaya, porque no es que las compañías y los medios de comunicación estén enfocados en cada una de manera individual, por eso es rentable, porque nos hablan a muchas, a las suficientes para llenarse los bolsillos y que, sin importar cuántos años pasen, sigan con los mismos discursos: debes ser bella, debes ser delgada, debes ser blanca, debes ser, debes ser, debes ser.
¿Y, entonces? Si debemos ser todo eso, y no lo somos, ¿qué pasa? Pues se nos vienen encima comentarios, miradas, reproches. Nosotras mismas nos sentimos obligadas a cambiar o a modificarnos en pos de alcanzar la “mejor versión de nosotras”. Esa versión, por supuesto, es un ideal inalcanzable, porque una vez que logramos alguna de las imposiciones, se vienen otras, porque, además, como hablamos de industrias, éstas cambian constantemente, entonces lo que este año se considera bello y saludable, probablemente en cinco años se considere feo y poco sano.
Luego nos miramos al espejo… o nos toman una foto o vemos nuestro reflejo en alguna ventana y nos preguntamos por qué no somo esto o aquello, nos acariciamos el vientre o las piernas o nos pellizcamos alguna zona con preocupación. Hacemos cuentas de cuántos meses nos tomaría tener esas medidas perfectas o al menos que no se nos note tanto la celulitis o las estrías o LA PANZA, por ahí nos acordamos incluso de que ya hay cirugías para quitarnos la grasa de los cachetes o que por allá hacen la lipoescultura o que el vecino vende un hongo milagroso para perder kilos. ¿Y dónde quedamos?
Todos los días me miro unos minutos al espejo, sin ropa, y aguardo a que mi propia mirada me alcance. No todos los días lo logro, pero la primera vez que sucedió me sorprendí ante las maravillas de esta cuerpa. ¿Ya viste cómo se refleja el sol en tu cadera, y cómo te cae el cabello sobre el pecho? ¿Ya viste que sigues respirando y las líneas de tu piel que parecen miles de pequeños ríos?
Son muchas maravillas las que hacemos todos los días para sobrevivir en un sistema violento, nos merecemos vernos, déjenme decirlo de nuevo, nos merecemos VERNOS, ya no con los ojos de quienes nos quieren como objetos y como consumidoras, sino como quienes somos en realidad, cada una con sus especificidades, con sus cuerpas rebeldes y distintas. Si fuésemos todas iguales, saldríamos de fábrica, y, hasta ahora y afortunadamente, eso no pasa.
Tal vez cuando nos empecemos a ver también podremos dejar de enfocar nuestra atención en otros asuntos, porque esta obsesión con “la belleza” (fascista) sí tiene una intención de despolitización. ¿Cuántas de nuestras charlas con otras mujeres van, por ejemplo de cómo perder peso o de las dietas o los ejercicios o los tratamientos de X o Y parte del cuerpo? ¿Cuánto tiempo nos quitan cuando estamos con nuestras amigas o familiares estas conversaciones?
Leía a algunas activistas del cuerpo decir que hay quienes estamos obsesionadas con liberar la mente, y que con eso se lucra, que se vuelve tan invasivo como las propias industrias de las dietas o del ejercicio porque se desdeña la posibilidad de cambio en el cuerpo, de la decisión consciente de cambiar el cuerpo con miras a «mejorarlo» dependiendo de los objetivos de vida propia y, en este sentido, defienden la cirugía estética, por ejemplo.
Creo que es un argumento que tiene muchas grietas. En primer lugar, es equivocado el pensamiento de que la crítica a cuestiones como sí, la cirugía estética, es una crítica a la mujer que se sometió a la misma. No, la crítica a mecanismos de control corporales de cualquier tipo, debe enfocarse a ellos precisamente como eso: mecanismos de control. Entonces no es que a mí me importe si tal o cual deciden depilarse o hacer una dieta, más bien me parece que es necesario cuestionar cualquier cosa que se base en la explotación y sufrimiento de nuestras cuerpas.
Recurro a Kate Millet en su libro Política Sexual cuando habla del dominio masculino y la interiorización de cuestiones que, a simple vista, no parecerían importantes: «En nuestro orden social, apenas se discute y, en casos frecuentes, ni siquiera se reconoce (pese a ser una institución) la prioridad del macho sobre la hembra. Se ha alcanzado una ingeniosísima forma de <<colonización interior>>, más resistente que cualquier tipo de segregación y más uniforme, rigurosa y tenaz que la estratificación de las clases. Aun cuando hoy en día resulte casi imperceptible, el dominio sexual es a tal vez la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura, por cristalizar en ella el concepto más elemental de poder».
Agregaría que, si existe un poder que claramente podemos distinguir en cuestiones como el acoso, el abuso, la pornografía, entonces este poder se replica y se legitima a través de cosas que pueden parecer superficiales, en este caso, el cómo nos vemos y lo que estamos dispuestas a hacer para alcanzar mandatos naturalizados, internalizados y justificados a través del discurso médico y científico, incluso psicológico: «si cambias, si te modificas, serás más feliz, porque ahora mismo NO es suficiente».
Mi invitación no es a que dejen de hacer lo que les dé la gana, sino más bien a que nos miremos, por primera vez, con nuestros propios ojos.