Es un viejo sereno y de movimientos lentos. Tiene el cabello muy blanco y un cobertor sobre las piernas. Está sentado en una mecedora en el portal de su casa. Una jovencita le trae un té caliente y con respeto, reverencia, lo coloca en la mesita a su lado y se retira con el rostro inclinado. El reportero, ansioso de la narración oral de uno de los hombres más ancianos y sabios del pueblo, pone la cámara al frente para no perder detalle de la historia.
-Pues, mire joven, me da gusto que me pregunte porque, a mi edad, he visto de todo y sí, sí le contesto sus dos preguntas:
Los reyes, reyes, siempre hemos sido, no lo dude.
En esa época, también éramos unos chingones. Teníamos todo tipo de servidoras. Las del trabajo “pesado”, esas limpiaban todo; cuidaban a los hijos; les enseñaban lo que había que hacer a diario, entrenaban a las servidoras más chicas. Nos atendían muy bien. Siempre decían cosas: “Papito, mi rey, qué se te ofrece, te amo”. Cuidaban nuestras propiedades, algunas hasta las administraban. Claro, pero las ganancias, siempre iban para nuestros bolsillos. Atienda eso, joven.
A algunas les pagábamos algunas monedas por su trabajo; a otras, nada más con que les diéramos techo o con que les dijéramos que también las queríamos, una flor, un dulce o una ida al cine o a cenar de vez en cuando. Con eso hacían de todo, mi buen amigo, de todo.
Las más ambiciosillas, se les notaba, querían ser como uno, igualdad, decían. A esas las dejábamos estudiar y les permitíamos trabajar a nuestro lado. Obviamente no les pagábamos lo mismo ni les íbamos a reconocer lo que a uno de nosotros, pero bien que rendían, eran leales, eficientes, comprometidas, hacían un montón de trabajo para demostrar, justo, que eran como uno. Las dejábamos perseguir el señuelo, sonreíamos por detrás: nunca tendrían el lugar de uno.
También había las servidoras de lujo. Esas eran para mostrar, para competir entre nosotros de quién traía las más vistosas, las más chulas, las adornábamos con joyas, las presumíamos con ropas finas, las paseábamos y las intercambiábamos entre los conocidos. Era más alegre que comerciar automóviles o casas, ellas se reían y nos atendían. Lo que duraban esas siendo jovencitas, se disfrutaban bonito, de veras.
Lo chingón, chingón, es que a todos estos tipos de servidoras nos las podíamos coger. Estaban a nuestro servicio sexual, con uno o dos discursos de que nos parecían lindas, que eran especiales, mejores que las otras; con una florecita y un regalito, un “te amo” las volvìa locas… Todas eran para uso personal, a casi todas las con-vencíamos.
Luego sí les poníamos sus “estate quieta”, unos cuantos golpes, castigos merecidos cuando se rebelaban, cuando no hacían las cosas bien o sólo por el gusto de recordarles quien mandaba. Había veces en que a uno se le pasaba la mano y las servidoras nos quedaban atrofiadas o se morían –a mí, sólo una o dos veces me pasó-, pero había muchas más para sustituirlas, así que no pasaba nada grave.
Sí, sí había leyes para que no fuéramos tan desperdiciados de nuestra mano de obra gratuita, pero como nosotros, o las que querían ser iguales a nosotros, éramos los policías, los gobernantes, los jueces, los sacerdotes, los médicos; teníamos el saber y las decisiones y, entonces, estábamos protegidos de ser sancionados. Era nuestro reino desde entonces, le digo, joven.
Lo que no sabe ahora casi ninguno de los que nació en esta época, es que, en ese entonces, había un lujo del que nadie hablaba porque las servidoras se escandalizaban y no queríamos que se rebelaran en masa. Luego andaban reclamando, hacían manifestaciones y esas cosas.
Bueno, ahora tú lo ves como algo del diario, pero en esa época, cogerse a las siervas menores, a las niñas de tres, cuatro años, estaba prohibido. Bueno, según prohibido, porque en la realidad, las agarrábamos a diario.
Eran tan sabrosas, con sus ojitos brillosos, sus manitas regordetas, sus vocecitas que apenas comenzaban a articular palabras. Sus madres les ponían vestiditos y las peinaban para que estuvieran limpias o que se vieran lindas y nosotros lo aprobábamos, lo aplaudíamos; las muy ilusas servidoras creían que era por la misma ternura que ellas sentían. Nosotros veíamos a las chiquillas por ahí, aprendiendo a caminar, jugando o, luego, corriendo como conejos listos para ser cazados.
Eso sí, el inconveniente era que había que engañar a las madres, dormirlas con cuentos de que las amábamos, o mandarlas a trabajar por sustento para que nos dejaran las niñas a la mano. Ahí luego se daba uno el gusto, las siervas menores eran un lujo bien delicioso. Si era uno listo, hasta los 10-13 años podías seguirlas disfrutando. Cuando nos aburrían, buscábamos a otra.
Algunos perdían el control y las herían severamente o se les morían y se armaba una bulla. Las servidoras ahí sí eran un problema grande, se ponían como fieras, gritaban, lloraban, exigían castigos contra uno. Algunas con unos gritos o dos, tres cachetadas se estaban en paz; otras daban mayores dolores de cabeza, ponían demandas legales o querían vengarse. Luego se pasaban la voz y andaban ahí, como águilas, sin despegar la vista de sus niñas. Un estorbo, estorbo total, de veras.
Entonces, vino una idea genial: “la servidora-incubadora”. A esas les alquilábamos el vientre, las convencimos, con hambre, con discursos, con secuestros, con miseria o les decíamos que así podían demostrar el amor hacia nosotros, de que los hijos e hijas que parían no tenían vínculo alguno con ellas, que eran de uno.
Ni siquiera les dejábamos el trabajo de criarlos para que no aprendieran a quererlos. Sólo las usábamos para que gestaran y, tan pronto nacía el hijo o la hija por el que le pagábamos, nos pertenecían los bebés, ni dejábamos que los vieran.
Ese fue el comienzo de esta nueva era, pasamos de ser los reyes a ser los dioses con estas siervas menores nuevas, y algún siervo menor, en nuestras manos.
Míralas cómo nos atienden, cómo están entrenadas, apenas nacen, a que podemos disponer de ellas y si se nos pasa la mano o si acabamos con ellas por placer, sólo compramos otra en el mismo mercado. Ya sin escándalos, sin gritos, sin quien reclame por ellas. La nueva era, le digo.
¿Cuál era su otra pregunta? ¿Algo que yo extrañe de los tiempos de antes?
Nada, son tiempos gloriosos ahora.
Espere, sí. Es un detalle nada más, pero hay algo que se ha perdido, viejo nostálgico que es uno, puro refinamiento.
En esa época, las nenas, cuatro-seis años, cuando las estábamos lastimando, cuando sufrían, cuando nos veían acercarnos y se orinaban de miedo, llamaban con sus voces infantiles a su madre: “mamá, mamita; ayúdame, mami”.
¡Qué placer sentía uno con esa súplica y saber que teníamos el poder, que nadie vendría a salvarlas!
Ahora, igual les duele y sangran, igual gritan, igual orinan de terror, pero ya no tienen a quien llamar cuando lloran.