Por María Luisa Camargo
Cada cierto tiempo, en reflexiones académicas acerca de pueblos indígenas en México, una, dos incluso tres personas hablan de las “marías”, refiriéndose a un imaginario social construido históricamente que describe a mujeres indígenas migrantes. Se tiene clara la estética de la referida: mujer, con uno o varios hijos a cuestas, desaliñada, descalza, pobre, racializada, subalternizada. Y, como siempre, me incomodo, me enojo, se me revuelve el estómago y ello sucede debido a que soy mujer, nahua y me llamo María, sin embargo no me identifico con dicho imaginario. Creo que es necesario detenernos en la larga y violenta construcción de las personas como indígenas, negras, mestizas y blancas en América y recordar que a cada una de ellas corresponde un lugar en una jerarquía de poder, económica, estética, de importancia social y de reconocimiento público. Las mujeres pertenecientes a un pueblo indígena han sido históricamente excluidas de los derechos que la sociedad blanca y mestiza (porque aunque racializadas las mestizas hacen grandes esfuerzos para integrarse en la sociedad blanca) exige, pelea, piensa para sí misma. Conservadora o liberal, aún revolucionaria en sentido socialista, la sociedad de las naciones americanas es una sociedad racista que otorga a las mujeres racializadas el lugar de sometidas, sumisas, ignorantes, incapaces de gozar de sus derechos civiles y de liberarse como mujeres del yugo patriarcal.
En ocasiones termina pensando que deben “desaparecer” para dar lugar a otro tipo de mujer, un tipo individualista que hace trabajos remunerados y piensa como las mujeres de la sociedad blanca. El proceso colonial que dividió a las mujeres, racializándolas, separó las demandas de los pueblos de los derechos de las mujeres, a la vez que controló en sentido racista y sexista la sexualidad y la reproductividad de las mujeres indígenas.1
La de las mujeres racializadas es una historia de colonización, que se llevó a cabo por medio de la fuerza y que para las mujeres implicó haber sido violadas, no sólo en sus cuerpos, también en sus mentes y creencias. Así, la figura de la “maría” en México implica sometimiento, pobreza, analfabetismo y marginación geográfica del propio lugar de pertenencia y pérdida de los referentes vitales para el trabajo y la reproducción física, económica y cultural. 2 La “maría” es una migrante económica; es una desplazada por conflictos sociales, de guerra civil, de violencia delincuencial; es una desalojada por planes económicos que no la tomaron en consideración, como las concesiones de tierra a mineras e hidroeléctricas; es una apartada de la herencia de los padres, que siempre le prefieren sus hermanos; es una abandonada por la justicia; es una remplazada por nuevas identidades atribuidas; es una mujer que huyó ante el peligro de muerte que representan policías y militares. Marías en México son las pobres sin tierra cuando llegan a la capital para trabajar en la venta callejera y la producción de artesanías o trabajo doméstico y aportar bienestar a sus vidas y las vidas de los miembros de su comunidad que quedaron en la tierra de origen; marías en Guatemala son todas las mujeres indígenas, indiferenciadas e inexistentes en su individualidad para el mundo político; marías son las desplazadas como las mujeres wayuu cuando cruzan la frontera con Venezuela o trabajan en el comercio, sin ser realmente reconocibles para los sicarios, paramilitares o policías de hacienda.
El rechazo que provoca ser una María en México me traslada al texto de Clarice Lispector Lazos de familia. La mujer, la madre de un pequeño, se empeña en blanquear a su hijo por medio de la limpieza, vinculándola con la belleza y ubicándola lejos de aquella mujer racializada, esa mujer pequeña, negra, que goza, que sonríe: “Obstinadamente alejándose, alejándolo, de algo que debería ser oscuro como un mono”.3 Alejarlo de su propia imagen implicaba resguardarlo de algo que a la madre le provoca miedo: espera no encontrar en el hijo alguna similitud en ella, algún elemento que refleje su propia persona. Eso es lo que sucede en México cuando una mestiza se “lava” su mitad indígena. Aquella persona que afirma la otredad difícilmente se ubica como “lo otro”, no se desplaza, su lugar de enunciación está fijo, petrificado. Y a ellas, a las mujeres indígenas, a las María o Pequeña Flor, sí las ven como gente diferente, distinta.
Llamarse María, así con mayúsculas, es tener un nombre digno que en contextos específicos cambiará de significante: en el metro de la ciudad, a horas determinadas del día en que ingresar a éste es prácticamente imposible, autoafirmarse “maría” implicará ofensas que van desde el “india” hasta el “paisana estúpida”. María, por tanto, deja de ser un nombre para volverse un concepto que tiene significantes que implican racismo y clasismo. Sobre todo, si la autoafirmación de ser María se realiza con el cuerpo, con la imagen: subirse vestida con el traje típico tradicional de la región nahua a la que pertenezco, con huaraches y peinada de trenzas, ha provocado miedo en algunas personas, enojo en otras e invitación a la violencia en la mayoría. 4 Pero las marías también pueden ser las mujeres que se hacen del nombre colectivo para actuar contra la marginación e intervenir en los conflictos sociales y políticos que devastan sus territorios. Ser María en México, es ser heredera de una gran sabiduría, una cosmogonía única, que por su propia naturaleza genera incomodidades, porque en México el mestizaje triunfó, pero la intención de hacer desaparecer a los pueblos no. Las Marías somos portadoras de palabra, de historia, de vida, a pesar de los intentos de visibilizarla únicamente para el goce del humor colectivo, humor basado en el racismos, clasismo, sexismo.
Notas:
1 Peter Wade, Fernando Urrea Giraldo, Mara Viveros Vigoya (editores), Raza, etnicidad y sexualidades. Ciudadanía y multiculturalismo en América Latina, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2008, p. 17-39
2 Francois Zourabichvili dice que la desterritorialización es “el movimiento por el cual “se” abandona el territorio”, y con ello sus marcas cualitativas y la expresividad. En El vocabulario de Deleuze, edit. Atuel, Buenos Aires, 2007, p.41
3 Clarice Lispector “La mujer más pequeña del mundo”, en Lazos de familia (1960), recopilado en Cuentos Reunidos, traducción de Cristina Peri Rossi, Alfaguara, Madrid, 2002, pp. 253-256
4 En los inicios de la maestría, era usual que vistiera de esa forma, sin embargo, a raíz de las múltiples violencias a las que me enfrenté, decidí dejar por un momento de hacer discurso con mi cuerpo.
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