Por La Nieta de Luisa
En el vecindario resuena el campaneo estridente y agudo del camión de basura. Mientras mi madre se apresura a echar los desperdicios a una bolsa negra, aprovecho para lanzar el anzuelo: Mamá ¿te puedo hacer una entrevista?
– ¡Ay no! Mejor entrevista a tu hermano –me dice.
– No ma. Es que tiene que ser a ti.
– ¿Por qué? ¿De qué tema? Seguramente de mujeres maltratadas.
–Sí– le contesté, a la vez que sonreí al descubrir que conoce bien mis inquietudes.
[Dos días después…]
Me abstengo de la entrevista porque me genera miedo. Sin embargo, la realizaré, prefiero verbalizar el dolor que silenciarlo. Además, pez-madre insiste: “¿Y la entrevista?”. Desea ser escuchada. Lo sé.
Viernes. Mi madre barre, trapea, lava, todo a la vez. De repente escucho su voz: “Ahorita es cuando tengo tiempo [de la entrevista]”. Aunque no debería, ¡me sorprendo! ¿Por qué ahorita? Pero es muy clara la ecuación, en el momento en que mi madre se siente más esclava del trabajo doméstico, es cuando decide hablar y ser escuchada. Liberarse.
Tras de cinco minutos de una conversación sin importancia, comienzo:
Justamente la entrevista trata de ese tema. A las mujeres históricamente se nos ha calificado como locas, histéricas o enfermas como un mecanismo para inferiorizarnos, controlarnos y dominarnos.
– Todo eso que dijiste me hacía tu padre. Idéntico. Así me decía “loca, histérica”. Pero ya me vale. ¿Me entiendes?
De aquella violencia psicológica que viviste, ¿cuál fue la consecuencia más grave?
– El que haya perdido mi ser, acabó con mi autoestima, llegué al grado de intentar suicidarme.
Y eso te llevó a estar internada en un hospital psiquiátrico…
–Sí. El doctor que se hace cargo de ti te pregunta cuál es tu problema.
¿Y cuál fue tu problema, según él o el expediente?
-Depresión. El psiquiatra decía que necesitaba un tratamiento.
¿Sólo había mujeres? ¿Conociste las causas por las que estaban ahí?
-Sí, puras mujeres. Una porque se embarazaba psicológicamente y, si la contradecías, se ponía mal. Tenía como 20 años. Otra siempre andaba con camisa de fuerza porque abría la llave caliente del agua para meterse cuando ésta hervía.
¿Qué fue lo más difícil de estar ahí?
-El encierro, no poder ver el sol, estar encerrada definitivamente. Tener que vivir con gente desconocida y saber que no deberías estar ahí, porque yo no estaba enferma. Bueno, eso decía yo, verdad.
¿Y porque decidiste internarte o quién lo decidió por ti?
– El psiquiatra. Porque fui a consulta en compañía de tu padre y él comentó que yo estaba mal y que había intentado suicidarme. Entonces me mandó al hospital, supuestamente para que yo estuviera más tranquila y tenerme vigilada.
¿No fue decisión tuya entonces?
–No. Tu abuela no quería, nunca estuvo de acuerdo. Porque ella también padeció depresión y también había intentado suicidarse, entonces entendía lo que me pasaba. El que firmó mi ingreso fue tu padre, ¿y tú crees que quería firmar mi alta? No. La que presionó fue tu abuela. En esa época ella fue a buscar a tu padre, a pedirle la firma.
¿Recuerdas a qué olía el hospital psiquiátrico?
–A medicina. Me di cuenta que ellos [los responsables médicos], únicamente se encargan de sedarte: hay un horario, te forman, tu pastilla y tu agua. Yo dije: “No me voy a tomar nada”. Nos querían dormidas. Y las enfermeras se encerraban en un cuarto y no les importaba si todos andábamos como fantasmas, de aquí para allá. Eso sí me di cuenta.
Y un día las muchachas quisieron quemar los colchones. Un domingo. Me acuerdo muy bien. Empezaron a apilarlos en la puerta, pero no tenían cerillos, porque ahí todo te quitaban. Entonces lo que hicieron fue desbaratar los colchones, hacer un escándalo, gritaron fuerte, y… llegaron los policías a ponernos las camisas de fuerza. Yo me fui a sentar a mi cama para acostarme y hacer como si nada. Pero sí me dio miedo porque no sabes de qué son capaces, y estás encerrada. No creas que es un encierro, era “encerrada, encerrada, encerrada, como veinte mil encierros”. –Esto lo dice mientras sus manos mímicas dibujan en el aire la cantidad de cerrojos que tenía aquella puerta que aún recuerda.
¿Y la comida?
–La comida –repite pensando-. Te daban las sobras. Comida batida. El pan duro, de ese que regalan las empresas. El atole quemado. Así era la comida. Las que tenían más hambre te robaban la tuya. Las batas todas rotas. El día que hubo visita, nos dieron batas nuevas…
…………….
La entrevista continó varios minutos más. Evidentemente, al final mi madre lloró (poco). Y yo, lloré con ella (mucho), pero no se lo hice saber.
Se llama Juana y se alejó de mi padre hace veinte años. La admiro porque me ha dado las mejores lecciones de feminismo, de autonomía emocional y económica, y de fortaleza.