Desde pequeña me ha gustado bailar porque dentro de mí cuando oigo la música se enciende algo, una sensación vibrante, placentera y erótica.
Cuando era pequeña escuchaba la música y mi cuerpo giraba, el viento tocaba mi cara y de un momento a otro las voces de afuera se apagaban, todo se trataba de sentir, de disfrutar, mi ropa giraba junto conmigo y eso lo hacía mucho más placentero, pero siempre se me dijo que eso estaba prohibido.
La primera vez que bailé con un hombre, lo hice con alguien mayor, él tenía sesenta o más, yo tenía a lo mucho doce o trece años en ese tiempo. Yo me quería sentir bella, aceptada y sensual, todos los conceptos de los hombres muy bien utilizados para beneficio de ellos, además, era una especie de canje: tú me das esto y yo te doy esto otro, obviamente nunca fue un trato justo, era una situación condicionada a mis formas de bailar.
El hombre se paró derechito, orgulloso por tener a una niña entre sus manos, me movía y me introducía según él, al placer de bailar, me daba un cúmulo incontable de instrucciones, en las que me indicaba cómo moverme y dar las vueltas que al inicio me mareaban y después aprendí a tolerar. Simplemente olvidé que yo ya había bailado a solas, así que ahora aprendí las vueltas, el mareo, las instrucciones, esas acciones me formaron, aunque me enfoqué en seguir bailando, obviamente eso fue muy conveniente para el patriarcado porque me sirvió para desear las manos de otros hombres y enfocar mi energía en cumplir todos los requisitos para bailar con ellos.
Cuidé las formas: “párate derechita”, “déjate llevar por mí”, “tú sólo sigue mi marcaje”, “saca las nalgas, mete la panza”, “yo voy a hacer que te luzcas”, y yo simplemente bailaba queriendo encontrar esa sensación que descubrí de niña.
Otras veces, bailé con un hombre que le gustaba ser mirado y admirado, con él –confiada en su amor– yo abrí el recuerdo de gozar el baile de dar mis piruetas, pero él, sin perder la gran oportunidad, aprovechaba para exprimir eso que había en mí y que me enseñaron a compartir. Él buscaba las formas para lucirse con mi poder y las llevaba al máximo, su cuerpo se movía como si de verdad se conectará conmigo, yo creía que eso era placentero, dejarme llevar por sus manos, él gozaba, se llenaba, obtenía lo que quería, todas las personas nos miraban, me sentía especial y al terminar la pieza mirándome a los ojos me decía gracias y acudía a sentarme en mi lugar acompañada por él, luego de ser su bailarina pasaba a ser un espectadora mas de su acto, los mismos trucos, las mismas vueltas, las mismas gracias y así hasta que volviera a tocar mi turno. Otras veces simplemente caminaba yo a mi asiento, sin él y sin el gracias, a limitarme solamente a mirar porque ya estaba yo tan entrenada que no necesitaba el gracias. Mientras lo miraba, me daba cuenta que para él yo era un objeto, una bailarina más con quién lucir sus formas de bailar para ser el centro de atención, entonces el recuerdo bello hermoso placentero tan emotivo de la danza originaria de mis primeros años de vida, que me envolvía, se fue desgastando, exprimiendo y algunas veces ya ni siquiera deseaba bailar.
Otro día volví a bailar, escuché la música con los ojos cerrados, me límite a oír, los compases se marcaban en partes diferentes de mi cuerpo. Una mujer experta en baile, mejor dicho ¡en vivir el baile!, decía con voz suave: “aguarda, escucha, siente, respira, sigue escuchando, conecta con tu cuerpo, yo volví a mí, sentía todo mi cuerpo y aguardaba un poco, hasta que de nuevo la mujer decía: «muévete lento, deja que la música te lleve, vuelve a tu cuerpo para que sea libre, deja los movimientos programados, decide cómo te quieres mover”, poco a poco y con miedo me movía, intentaba apagar todos los mandatos sobre mí, de cómo se debía bailar, ¡el baile sucedió!, giré, brinqué, me agaché, sentí, era una conmigo, recordé que estaba completa y bailé.
Yo gozaba, sentía, pensaba, actuaba, bailaba y me entregaba. Todo mi cuerpo hasta la punta más frágil de mi cabello bailaba, el viento bailaba conmigo, era libre, pero el tiempo de bailar se terminó. Yo que tenía tan exprimido mi poder, supe que necesitaba volver a aquel lugar para adquirir fuerzas para ya no posar en la caja musical donde bailaba para otro y otros –en una postura rígida impuesta que no era la mía–, pero me faltó fuerza y no volví.
En mi experiencia, bailar requiere ir despacio, lento, sobre todo sentirse y conectarme conmigo, estar dispuesta a vivir la experiencia para lograr una sensación erótica espiritual completa.
He bailado de diferentes formas, en una ocasión un mango fue el pretexto, acompañada de nuevo por la voz de una mujer, yo con los ojos vendados permitiendo que todos mis sentidos se conectaran, me fui lento, tocaba el mango con las manos, reconocía su textura, permitía que diferentes partes de mi cuerpo se despertaran para conectar con el delicioso fruto, lo olía, ya en ese momento podía sentir mi lengua y mi saliva deseosas por probar e iniciar la danza nutriente que alimentaria mi cuerpo y mi alma. Y la mujer decía con voz calmada y seductora «¡ve lento, muy lento!», escuchar eso me ayudaba a detenerme, para no dejar que la ansiedad de nuevo me ganara, «¡prueba!» decía ella, pero «hazlo despacio». Quería ya morderlo para gozar, estar conmigo, en mí, poder disfrutar de lo que entra mi boca y que me alimenta, como bailar, eso también es bailar.
Hoy quiero bailar y que bailemos, transitar por el espacio, coincidir, ser cautelosa para que mi ansia por bailar no me lleve a chocar y esto haga detener mi danza o la de alguna que quiero. Quiero bailar desde mí, para mí, que de nuevo bailar sea el acto puro y espiritual que siempre ha sido y que en el inició descubrí. Quiero bailar en lo profundo y mas erótico de mí. Gracias a esta experiencia, aprendí que el erotismo de bailar es ir lento, conectar todos los sentidos, sacudir la mente de todos los juicios y mandatos que estorban.
Me llamo Patricia y ¡he bailado!, decidí bailar conmigo, con mi nombre, tantas veces nombrado por otras personas, decir mi nombre en voz alta, llamarme a mí y desde mí, para escucharme, hacer un alto: Patricia PATRICIA , patricia, Paty, logré escucharme y en la vibración de mi garganta descubrí que esta danza es mía y de nadie más. Cuando me llamo, mi cuerpo reacciona, se mueve, se paraliza, siente miedo y recuerda sus tristezas, sus alegrías, me enamoro de mí, ¡bailo y bailo! Las lágrimas salen, me liberó y soy, esta la que soy, la que puedo y no la que me dijeron, soy la que decide bailar a su ritmo y en su tiempo, así bailando me vuelvo a decir: Patricia, no te vayas, quédate aquí en mí que te quiero.
El arte erótico de bailar conmigo es una rebeldía total, un acto de resistencia y de amor propio. No escuchar ninguna voz de los hombres, que solo quieren acabarnos, ya no escuchar al patriarcado y todos sus mandatos perfectamente impuestos sin darnos cuenta es decir ¡basta, déjenme bailar! y es también desear que todas las mujeres bailen, acompañadas por mí, por otras, pero sobre todo por ellas mismas, que sean libres y que bailen ¡bailar para vivir!
Hermoso reencuentro con una misma.
He bailado y he sentido, así como tú, el erotismo de bailar. Estoy segura que he tenido diferentes sentimientos y emociones mientras seguía paso a paso alguna coreografía, y que aunque yo iba siguiendo una coreografía, sentía la armonía de cada uno de mis extremidades y de mi interior cuando la completaba de manera extraordinaria. Bailé durante cinco años, durante cinco años sentí esa sensación tan emotiva que me enchinaba la piel, esa emoción y paz al escuchar una canción y pararme a media calle o donde fuese que sintiera esa necesidad de liberar mi cuerpo y dejarlo expresarse, cinco años de sensualidad al conectar con mis parejas de baile. Estoy segura que el baile lo he sentido de diferente manera a la que tú lo has sentido, pero el baile también conectaba con mis órganos internos, parecía broma pero cuando bailaba nada dolía, nada ardía, no había queja alguna.
Me sentí tremendamente conectada contigo en éste escrito, gracias por compartirlo.