Por Gretel Alejandra Dueñas Romo, Aguascalientes, Ags.
En definitiva, no existen coincidencias. Llegué a ese lugar hace un par de años. Pasaron muchas cosas antes de que se hiciera realidad, aquello que anhelaba desde la primera escucha que yo tuve sobre el proyecto “Centro Madre Antonia”. Sin duda fue distinto lo que imaginé a la realidad. Al principio fue sorprendente darme cuenta que la idea de prostitución presentada en la mayoría de los medios es completamente diferente a lo vivido aquí. Mallas, tacones, lentejuelas, eclipsadas por mujeres de todas las edades, de muchísimos lugares del país y con historias muy variadas, pero con cosas en común: Sí, un país (por no decir un mundo) que ha dado la espalda a necesidades básicas como oportunidades de trabajo, sueldo, atención, familia, salud… ¡Una vida! Digna. Todas ellas, tratando de sacar adelante a sus hijos, padres, hermanos, pareja, es decir, a sus amados (nunca está en duda si ellas aman a quienes apoyan, sino si esto es recíproco o el “amor” sólo fue usado como pretexto).
La experiencia en este lugar fue darme cuenta poco a poco que la prostitución, esa falsa idea de “la vida fácil” o “la vida galante”, tiene todo que ver conmigo. Aprendí que permitir y fomentar ciertas maneras de pensar, hablar, comportarme, también afectan al mundo donde vivo, directamente a las mujeres, incluyéndome, incluyendo a las mujeres en esta situación. Que mientras yo siga sentada cruzada de piernas y manos, callada y bien portada, todo seguirá igual. Fijarme incluso en las palabras que voy utilizando, esforzarme por tratar de manera diferente a quien por mucho tiempo ha sido sencillo juzgar, por no involucrarme: escuchar, observar, transmitir, ha hecho que mi estructura tiemble y derrumbe lo que no tiene razón de ser. Ellas son mujeres como yo, víctimas de un sistema putrefacto que nos domina, orilla, explota, violenta y mata.
Incluir, abrazar, acompañar a un ritmo armonizado entre todas, reconocer mi vacío y dejarlo abierto, dejarme llenar, encontrarme, caminar de la mano, fue y sigue siendo el pan de cada día en ese lugar. En varias ocasiones fui consultada por mujeres violentadas, no sólo físicamente. Cada momento, partes de mí se identificaron ahí. Y si les hablaba desde el conocimiento, desde la cabeza, pocas veces tenía trascendencia. Mejor era desnudarme y mostrar las cicatrices. Sólo así sanábamos las dos, iniciábamos el proceso juntas y caminábamos de la mano. Ese período se caracterizó por permitirme recibir, reconocer mis necesidades y saber pedir… ¡Uffa! Creo que fue lo que más me costó y de lo que más pude observar y aprender con ellas, el saberme vulnerable e inmediatamente creer en la providencia de la comunidad. Experimentarme cobijada, sostenida; Amada incondicionalmente.
Pude ver la generosidad entre todas, una cosa exquisita, contraponiéndose a la creencia social de que “las mujeres se destruyen entre sí”. Vi la organización entre laicas, religiosas y voluntarias a favor de más mujeres invalidando que “la amistad entre dos mujeres es siempre conspiración contra una tercera”. Pude redescubrir el Amor, transmitirlo y ver la transformación del corazón de algunas más (el mío), quebrando falsas interpretaciones, malas influencias, declaraciones que desprestigian al Amor.
No existen coincidencias. Las mujeres del Centro Madre Antonia me mostraron justo lo que necesitaba, del Amor y de mí, al mostrarse ellas. Ver con mayor claridad las consecuencias de un pensamiento predominantemente machista, también las de pasar por alto o minimizar “pequeños actos de violencia”, las de juzgar, las de establecer reglas de estética y belleza, las secuelas de la deshumanización, las de colocar la basura alrededor de las personas, las de no compartir, las de pretender que nada pasa.
Su vida y la mía se entrelazaron: sentí, escuché, probé, olfateé, miré y moré su vida. Me desequilibré, me estremecí, miraron y moraron mi yo para siempre.