Por Patricia Karina Vergara Sánchez
La reportera vino ayer con su grabadora, me preguntó sobre “liderazgo feminista” y me preocupé porque hizo el esfuerzo de llegar hasta mi casa y yo me sentía un poco mal de decirle que se había equivocado, que yo no sirvo para abordar ese tema. Intenté ser amable y se desencantó porque yo no tenía nada que decirle. Trató de soltarme la lengua con ideas que fueran semejantes: “guía”, “referente”, “figura” y cada término que usaba me asustaba mucho más que el otro. Yo dije: “gurú” con sarcasmo y ella sonrío sólo por compromiso. Así que tuve que decirle la verdad…
Lo que yo veo es que la idea del liderazgo no sirve de nada al feminismo ni al lesbofeminismo, si parten de un posicionamiento crítico. Es, al contrario, una forma de crear jerarquías poco útiles a largo plazo para nuestras luchas.
El “líder” es alguien que encabeza, que guía, que marca el camino, conduce, es el jefe. Eso es terrorífico para apuestas que pretenden colectividad.
Me explico:
Es cierto que hay compañeras que tienen muchos saberes o reflexiones interesantes, que hacen propuestas o acciones que son impresionantes y que es muy enriquecedor abrevar de ahí y es justo reconocerlas y reconocer su trabajo, capacidad y aportes. Sobre todas las cosas, es indispensable acompañarlas y hacer realidad esas propuestas actuando en conjunto, pero si creemos que hay líderes de unas sobre las otras, habremos caído en una trampa muy peligrosa.
Cuando ponemos como líder a una compañera, comenzamos por dejarla sola, deja de ser nuestra compañera para ser “líder”. Es ponerla aparte, como si fuera distinta de nosotras.
Eso, de entrada, le funciona muy bien al sistema que nos atrapa individualizándonos porque nos separa en dos posibilidades distintas, crea categorías diferentes: las que liderean, las que gestan-agencian-propician-desencadenan, y las que no.
Sin embargo, puede ser aún peor, pues el crear una líder, significa crear a una de la que se espera que marque el camino, que diga por dónde ir y esa es una responsabilidad injusta para cualquiera de nosotras que, fuera de soberbias, tenemos la misma falta de certezas y los mismos desaciertos que el resto de mundo en que habitamos.
En cambio, cuando las participes o las que se han sumado a una propuesta definen en conjunto el rumbo, entonces, la mirada es más amplia, porque son muchos ojos mirando el camino y la responsabilidad de dicho rumbo es conjunta.
Igualmente, con la creación de líderes, en un mundo en donde a las mujeres se nos ha enseñado a competir entre nosotras y a deslegitimar a la otra desde la misoginia interna que aún no logramos desterrar, se expondrá a una a la envidia posible de la otra. La historia reciente está saturada de señalamientos por el “protagonismo”, la “visibilidad” o el “reconocimiento” que se da a quien toma la palabra o la acción. Es una situación de la que poco se habla, pero que la sabemos cotidianamente presente y que crea fisuras en las relaciones entre mujeres.
Aún más, la que es señalada como líder, y quien lo asume, se queda con pocas o ninguna interlocutora en horizontalidad y, por lo tanto, poco guarecida ante las incertidumbres y dudas esperables de nuestra condición humana. Pesará sobre ella la exigencia de resolverlas, asumirlas o disimularlas y se le criticará o se le reprochará por el mostrarse vulnerable, sensible o débil, porque no son las características socialmente asignadas en los imaginarios colectivos, y en las exigencias de algunas seguidoras, a quien ha de guiarlas.
Desde otro lugar para mirar, se pueden enumerar una gran cantidad de programas y proyectos gestados desde el propio sistema y destinados a crear liderazgos de mujeres. Aquí pregunto yo, a quién o a quiénes o para qué les conviene dividirnos en las líderes y las que no lo son.
¿Cuántas agencias, institutos, financiadoras, cooperación internacional, presupuestos estatales se ocupan de crear “liderazgos”?
Me parece que, en la gran mayoría de esas iniciativas, no se trata meramente, o realmente, de reconocer a mujeres quienes toman la acción o la palabra. Al contrario, se seleccionan algunas respecto del resto y hay un ejercicio paralelo de “capacitar” en ciertos discursos de la agenda de quien capacita. Ese ejercicio crea a aquellas con las que han de interlocutar y silencia a otras porque ya tienen la palabra sus representantes. Me pregunto, otra vez, esta creación de “líderes” con discursos y saberes privilegiados a quién y para qué servirá.
Hay un peligro más que deseo señalar respecto a la idea del liderazgo, el que nos ha enseñado la historia:
Cuando una propuesta organizativa descansa o se sostiene mayormente en la figura que “liderea”, para acabar con ella, basta con acabar con la figura misma.
En cambio, cuando la idea o la puesta en marcha de la propuesta es compartida, si se corta una cabeza, surgen otras más que sostienen lo construido.
Hay algunas lecturas que sugieren que en las comunidades humanas aceptamos la idea de un “líder” porque es más cómodo tomar el papel de seguir que asumir la tarea de discutir y plantear conjuntamente las elecciones a tomar o, bien, porque es lo “natural” en la humanidad, que hemos nacido con la disposición cuasi genética de seguir a otros.
Yo no creo que sean del todo acertadas esas explicaciones. Creo que, probablemente, tiene que ver con la historia de la fundación del sistema mundo patriarcal en donde, sobre las organizaciones comunitarias ginocéntricas primeras, con el advenimiento del patriarcado se impuso por medio de la violencia el tener que obedecer a quien tomó el poder y, de esas formas perversas en que ocurrieron tantos mecanismos psíquicos al servicio del Estado patriarcal, la opresión se convirtió en la veneración por quien detentaba el poder y tomaba las decisiones que habrían de afectar al entorno, se convirtió en quien guiaba y a quien había que seguir.
El convencernos de que hay que ir detrás de alguien que detenta un poder, aun cuando dicho poder sea simbólico, sirve bastante bien para mantener a las poblaciones pasivas en la espera de caudillos.
Me parece que, aún hoy, el liderazgo patriarcal muestra una de sus huellas en donde es posible observar que la propaganda del sistema -películas, cuentos, leyendas- nos ha convencido de que toda organización humana exitosa tendría que tener un conductor, sí, un “hombre” y predestinado.
El líder es un predestinado porque no puede ser cualquiera, ya que, entonces, cualquiera que viera las injusticias se atrevería a rebelarse y eso es peligroso, por eso la idea de un líder está aún sustentada y fomentada en el imaginario colectivo como la que deviene de un mandato divino, como se creía en la premodernidad.
El guía debe ser el destinado por los dioses o por los mitos ancestrales. El que tiene la espada del Rey Arturo, el que tiene la marca en la frente o es el heredero del mesías o que nació bajo la estrella de David o cuando los astros lo anunciaron, el redentor, y, así, en pleno siglo XXI, tal vez de forma no consciente, estamos esperando al iluminado o, cuando menos, a la iluminada, que nos muestre el camino a seguir.
Por todo ello, desde mi mirada es contraproducente hablar de un “liderazgo feminista” porque nos sujeta al mito inmovilizante de la promesa del caudillismo y hasta crea disputas por quién es la legítima heredera de los designios del oráculo. Sobre todo, porque se invisibilizan los procesos e interlocuciones con otras y pareciera que las “líderes” hablan por sí solas.
Hay, en cambio, posibilidad de comenzar a reconocer procesos saludables de encuentros entre mujeres. Puede ser que alguien asuma tareas de enseñanza, por ejemplo, pero ese papel deberá de transformarse cuando el proceso de la enseñanza nos convierta en compañeras. Hay quien asume tareas de cuidado o de logística o de organización, pero la reciprocidad cuando otras asumen esas tareas, hace girar la carga y responsabilidad del trabajo y no depositarlo sobre una. Hay quien eleva la voz, pero es necesario, que todas las de un mismo proceso eleven la voz para potencializar el grito. Una sola lanzando un grito es vulnerable porque intentarán callarla. Un grupo, colectivo o comunidad sosteniendo el grito, obliga a su escucha.
Por todo lo anterior, una de nuestras tareas indispensables tendría que ser proponernos reconocer el que no va a aparecer el líder o la líder que ha de liberarnos-emanciparnos, darnos los nuevos mandamientos o conducir un caballo blanco hacia la nueva revolución y poder asumir, también, que ninguna de nosotras es la única tocada por las diosas, la lidereza esperada; que es preciso desmitificar los imaginarios y asumir que cuando desde el lesbofeminismo proponemos la organización y el amor entre mujeres, se trata de hacer entre nosotras, no por las otras ni siguiendo o guiando a alguna o a algunas. Es con nosotras y desde nosotras.
Un nuevo ejercicio de desobediencia e irreverencia desde la gran rebelión de las mujeres, implica saber que no podemos esperar sentadas a que alguien nos diga cuál es el camino para organizarnos, porque nos están torturando y matando en la espera; señalar que tampoco, ninguna de nosotras somos la iluminada que anunció el oráculo, que nos tomamos el mundo sin anuncio y sin permiso; ni somos el macho peludo que se golpea el pecho y grita para guiar a la manada; ni somos el hábil estratega que ha de sentarse a negociar con el opresor los términos de la repartición del poder.
Todo lo contrario, somos éstas que se han tomado el atrevimiento de aliarse una al lado de la otra, sin que estuviera escrito en el destino, convertidas en poderosa avalancha que sabe y va sobre lo que quiere ir derrumbando.