Por Verónica Márquez Hernández
¿Eres feliz?
Fue lo último que alcanzó a escuchar de una amiga de su mamá que la vio por la calle un día mientras iba corriendo porque se le hacía tarde para llegar al trabajo. No supo qué contestar y por las prisas, menos. Así que lo dejó en un hola y adiós mientras se alejaba.
Pero mientras caminaba a su destino se le quedó grabada la pregunta en la cabeza: «¿Eres feliz?» Sabía que era costumbre de esa señora saludar así y nunca se le había ocurrido preguntarle el porqué de ese saludo. Desde niña, en las fiestas de su cumpleaños, cuando la felicitaba también le decía lo mismo.
-Hola, Eugenia, es tu día, ten tu regalo. ¿Eres feliz?
¿Qué contestas cuando eres una niña y lo único que quieres es acabar pronto con los protocolos e irte a jugar? Ya eres feliz, ¿no? Los adultos siempre interrumpen la felicidad.
Sin embargo ahora era diferente. ¿Eres feliz, Eugenia? Eugenia, ¿eres feliz?
Retumbaba en su cabeza. Ya no tienes 5 años, ni 10, ni 15. Le dio coraje preguntarse a sí misma, ¿eres feliz?
Las 24 horas del día no le alcanzaban para pensar en esas cosas. Tenía ganas de escuchar el silencio más profundo. Reiniciarse, tal como se resuelve cuando las computadoras se congelan en un instante, y seguir. Así había sobrevivido hasta ahora. Sus horas despierta las pasaba en el trabajo o en la escuela. Comer de prisa. Desvelarse estudiando.
Ese día, mientras cobraba en la caja del supermercado, entre los cien «su total es…» resonaba en su cabeza: ¿Eres feliz?
Se preguntaba lo mismo cuando puso atención a la expresión de varias personas que pasaban sus productos por la banda registradora. Mujeres, claramente comprando la despensa indispensable de la semana y uno que otro antojito. Mujeres, sacando las últimas monedas del fondo del bolso.
Cuando llegó a casa por la noche, el plato que le dejaba su mamá en la mesa con la comida del día, estaba ahí.
-Ah, se dijo satisfecha al terminar de comer, esto es ser feliz.
Tenía dos amigas cercanas a las que casi no veía porque todas estaban ocupadas. Esa noche se decidió a mandar un mensaje a su grupo para saludarlas.
-Hola, amigas, ¿son felices? (lo borró)
-Hola, amigas, me pregunto si son felices (lo borró)
-Hola, amigas (lo borró)
-Hola, Laura: ¿eres feliz? Hola, Pilar: ¿eres feliz?
Se quedó contemplando esas palabras antes de mandarlas.
Mientras se decidía a enviar el mensaje, recordó aquel día que iban llegando juntas a la escuela cuando leyeron una pinta en la fachada de la prepa: “Me fui a ser feliz, no sé cuándo vuelva”. Les dio mucha risa y nervios a la vez. Se preguntaron quién se habría atrevido a escribir eso ahí a la vista de todos. De seguro no se la iban a acabar con los cuestionamientos de la prefecta. Mínimo las iban a poner a todas a lavar la barda.
-Vámonos, dijo Laura, riendo. Quien quiera que haya sido ya anda feliz y nosotras aquí sufriendo.
-No, cómo crees, dijo Eugenia. No me desvelé toda la noche terminando mi exposición de Sor Juana para largarme ahora. Haberla terminado me pone feliz.
Pilar no dijo nada y siguieron caminando hacia la entrada.
Eugenia ya ni se acuerda qué pasó con aquel incidente de la barda, pero pensó en ese momento dónde sería ese lugar de felicidad que no tiene regreso. ¿Eres feliz, Eugenia? Eugenia, ¿eres feliz?
Mientras se desvestía, sacó de un bolsillo del pantalón un volante que le había dado una compañera del trabajo ese día. La chica siempre sonriente que cambiaba de turno con ella. Así como si nada, (ni su nombre se sabía) le dijo antes de irse: Mira, va a haber una sesión de terapia de risa. Se ve que está bueno esto, ¿no? Me lo dejó una clienta. Deberías animarte.
Eugenia no supo qué responder, sólo tomó el volante, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo. Al verlo esa noche, comenzó a imaginarse cómo sería.
Recordó una vez que en una fiesta infantil (donde también estuvo la señora de «¿eres feliz») una payasa sentó a todas las niñas en círculo y, sin decir nada, se rozaba la nariz con una pluma de pájaro y empezaba a contorsionarse de risa. Luego le pasaba la pluma a una niña que debía hacer lo mismo y así sucesivamente. Todas las niñas, eran como siete, estaban muertas de risa. Menos Eugenia. Estaba muy nerviosa esperando que le llegara su turno para hacerse cosquillas con la pluma. Temió que no le saliera bien porque no era cosquilluda.
-¡JA ja ja!, se rio muy fuerte al recordar ese suceso. ¡Lista, ya me autoterapié!
Arrugó el papel y lo aventó al cesto de basura.
Ya en pijama se aventó a la cama, cerró los ojos y sintió como su cuerpa se relajaba encima de aquel colchón que había comprado con sus ahorros. Se estiró y respiró hondo.
Tomó el teléfono de nuevo y miró su mensaje sin enviar:
-Hola, Laura: ¿eres feliz? Hola, Pilar: ¿eres feliz?
Lo borró.
Se tomó una selfie y envió:
-Hola amigas, ¿cómo está su corazón?
-El mío está vivito y feliz
-Soy feliz. Eugenia, soy
*Nota: Este texto formó parte de los ejercicios realizados en el curso «Círculo feminista de lectura y creación literaria» impartido por Montserrat Pérez en Ímpetu Centro de Estudios A.C.
Felicito a Verónica Márquez por este relato. Excelente reflexión y muy bien escrito, lo cual no me extraña porque sé lo bien que escribe. Compartimos el curso de Poesía con Itzel Díaz. Quedo motivada para anotarme a este otro curso con Monserrat Pérez. Gracias por compartirlo.
Me encantó… La felicidad es una acción definitivamente… Y en eso cotidiano que nadie nombra se asoma la felicidad.
Gracias ☺️