Soy una niña que no encaja en este lugar, me siento ajena, el patio de la escuela parece un campo de batalla, lo mismo el salón. En algún lugar habré aprendido a hacerme invisible, porque lo que más quiero es pasar desapercibida y tener un perfil bajo, ya sé cómo se burlan, cómo hieren, cómo esos niños dicen lo que dicen con una crueldad implacable. En ese momento me siento débil y me guardo mi secreto o mi sospecha para mí, lo guardo en un lugar muy profundo que ni yo quiero escuchar o encontrar pronto. Me da miedo.
Llega la hora del juego, educación física, correr, saltar, hacer goles. Soy buena para todo eso, soy la mejor. Le gano a los niños en cosas en las que una niña no les debe ganar, pero no me importa. Me hago acreedora de su rencor y burlas, me quieren hacer menos, me dicen machorra, marimacha, tortillera. Yo no sé qué son esas palabras, pero por la forma en que las dicen sé que me quieren insultar y lastimar, que me haga pequeña, que me vaya a esconder al salón y no vuelva nunca más a ganarles la carrera, a hacerles goles. Pero yo no me voy, me quedo y sigo siendo la mejor, algo dentro de mí, quizá el soplo de viento fresco de mis ancestras, me hace correr más y más, disfrutar el sol que hace, reírme a carcajadas. Es cierto que hay cosas que me duelen, soy una niña de primaria en un contexto empobrecido, viviendo la guerra de este lugar, esquivando miradas, palabras y acciones que son balas, pero tengo fuerza y mucha, como la vez que pasaron corriendo en la formación del final del recreo y me tiraron, no pude ver ni quién, pero me levanté, como siempre me levanto. Nadie espera nada de mí, ni maestros ni compañeros y aun así salgo bien en las calificaciones y paso el examen de esa secundaria pública chiquita y demandadísima. Me despido de la niña a la que miraba siempre, María Luisa. Siento que la quiero mucho, suelto algunas lágrimas y atesoro en mi cuerpa su imagen yéndose con su mamá y desapareciendo en esa esquina de Avenida de los Constituyentes.
Soy una adolescente que no encaja en este lugar, me siento ajena, me han obligado a usar el uniforme con todo y falda, y tanto que me resistí en la primaria, tanto que rehusé vestirme como se exigía (y logré ir siempre con otra ropa fuera de esa indumentaria azul-policía), pero ahora es diferente, me han cantado las reglas y no puedo hacer nada -dicen. Los hombres de todas edades me empiezan a mirar con especial atención en ciertas partes de mi cuerpa, me resultan asquerosos, los niños me llegan a hacer declaraciones públicas, queriéndome obligar a decir “sí” cuando no quiero y los ignoro, les doy la espalda, no me interesan para nada. Yo la miro a Adriana, me gusta saberla en un aula contigua, escucharla, ver que siempre trae un libro que devora con los ojos, adoro que conozca todas esas palabras y las diga entre risas. Es un refugio, casi un hogar. Nos juntamos siempre a la salida afuera del banco de la esquina de la escuela, en el Jardín del Perú o en la Barranca de Barrilaco. Vamos al cine, a alguna fiesta, ¡nos queremos tanto!
No son los mismos niños de antes, pero sí lo son, tienen otras caras y voces y nombres, pero siguen refiriéndose a mí como la machorra, la lesbiana. Mi maestra de español no entiende “mi perfil”, supongo piensa que soy masculina, que hago deportes sin tener miedo, que no acepto las normativas escolares sólo porque sí, que hago debate y reniego de esa jerarquía, del poder de todos esos adultos, me parece que no puede concebir que una niña no se calle, que no se someta.
Yo la sigo mirando a Adriana, he descubierto que me gusta y dentro de mí hay una lucha; por una parte, todas las voces de la sociedad gritando, insultando, diagnosticando, haciéndome temer, y por otra la voz mía diciéndome que es un sentir diáfano, que la pienso, la quiero, le escribo y que me alegra ir a la escuela sólo para verla. Me siento feliz descubriéndome-creándome. Y contra toda la historia, la cultura, la sociedad, la Institución, le escribo que siento mucho amor por ella. Comienza nuestra época de cartas. Nos queremos, sanamos y construimos mediante la escritura. Es maravilloso.
Soy una chica que no encaja en este lugar, me siento ajena, es una preparatoria tan grande para mí, aunque de las más pequeñas de la UNAM, ahí en mero Plateros, está tan llena de gente, bullicio y desorden. A veces pienso que me quiero morir. Todo mundo tiene un grupito menos yo. Las compañeras hablan todo el rato de hombres, de quiénes les gustan, de por qué, de cómo vestirse para verse bonitas, de cómo arreglarse (como si estuvieran descompuestas) y se dan tips de cremas y cosas que me importan realmente nada. ¿Estaré mal, tendré que adaptarme, ceder, darle la victoria a quien sea que se la tenga que dar y terminar teniendo esas charlas, vistiéndome y pintarrajeando mi cara como hacen ellas para conseguir un novio que después me lastime, me humille o me violente como hacen con ellas? No quiero eso, ni para mí ni para ellas. ¿Cómo hago?
Hay un grupito de bisexuales, hombres y mujeres, que se ven muy alegras, quisiera estar ahí. Conozco a una chica que me presenta, salimos a comer, pero algo no anda bien, aquí se insultan mucho, las chicas se hablan en masculino, los chicos se expresan en femenino diciéndose “puta” o “perra”. No me gusta esto, si estoy queriendo construir esta lesbiandad de forma bella, este no es el sitio ¿o sí?
¿Estaré mal? ¿Cómo puedo pensar que otras lesbianas, gays o bisexuales despliegan misoginia, racismo, clasismo? Me aíslo, no encuentro un sitio. Ahí -en ese grupito- han dicho que soy “incogible”, qué horrible palabra. Decido que ese lugar no es mío, ya me lo dijo mi cuerpa, la escucho cuando me chocan esos comentarios, cuando descubro cuán violentamente se manejan en el LGBT.
Finalmente me hago de una amiga, con ella platico de todo esto, ella aún no es lesbiana, añitos después lo decidiría, pero mientras tanto hablamos mucho y nos queremos, nos cuidamos de esos comentarios y esa gente.
Soy una mujer que no encaja en este lugar, me siento ajena, pese a que estoy en la Universidad y siento alegrías por lograr cosas nuevas e importantes, noto que hay un velo, una mirada de bala todavía, pero más oculta, más educada, más sofisticada. Me impongo; la primera semana intervengo en un debate grupal y apoyo mis ideas diciendo que “yo como lesbiana” …se me detiene el corazón, no hay respiraciones y todo comienza a andar en cámara lenta. Soy lesbiana.
Lo tengo claro, lo asumo y siento una especie de plenitud al decirlo. Algunas compañeras me ven con intriga, poquitas con complicidad, hombres con desconcierto (“¡qué atrevida! ¿cómo se atreve a despreciarnos?”) y dejan entrever un poco de asco. ¿Creen que me importa?
Mi voz ocupa el salón en cada clase, he confiado en mi palabra, no tengo que esconderme y no siento miedo. Sin embargo, sigue siendo una lucha constante. Por ejemplo, esta maestra de Psicología Aplicada, todo el tiempo me reduce, me interrumpe, niega mis aportes, me pone calificaciones inferiores a las de mi compañero que sólo se limitó a imprimir el trabajo y entregarlo en sus manos docentes y heterosexuales. ¿Qué le represento o le recuerdo, le espejeo algo, es personal o es estructural, por qué esta lesbofobia? No tengo claridad, pero no quiero enfermarme por eso… En su clase tantas veces me encuentro pensando “me quiero ir, sólo hazlo, vete, no vuelvas, no tiene sentido, este lugar es horrible, no mereces esto”, observo todo el tiempo la puerta esperando encontrar valor en esa falsa lontananza. Pero no, ¿por qué he de irme? No me van a silenciar, no me van a borrar, no me van a nulificar. Sigo alzando la mano, cuestiono esas ideas reduccionistas, hablo de una cosmovisión diferente, propongo, escribo sobre temas que parece que a nadie le importan, pero a mí sí, eso me llena. Camino tranquila por los jardines de la Facultad, paso de largo el monumento a los Gises y atravieso con toda mi amada lesbiandad esta Ciudad de México, desde Los reyes Iztacala hasta Toluca.
Soy una mujer lesbiana que no encaja en este lugar, me siento ajena, aun siendo un espacio de mujeres adultas donde hacemos trabajo espiritual, siento el patriarcado en el ambiente, las voces de ellas justificando a los violadores en nombre del “instinto animalesco” y del “por algo pasan las cosas”, sus invitaciones-casi-exigencias para feminizarme, para que me maquille y use la falda, que deje de ser vegana porque eso habla de la energía y de los problemas con la madre… Me dicen incluso que debo estar abierta a sus ideas, a la heterosexualidad. Me dejan en claro su postura de lesboodio cuando directamente me dicen que la energía de la vida sólo existe entre hombres y mujeres, que entre mujeres no hay energía vital, no hay movimiento.
¿Cómo un trabajo de sanación espiritual-corporal puede implicar tantos ataques hacia una lesbiana? ¿Cómo puede ser que su sanación se centre en seguir cuidando a los hombres, negociando con ellos y queriendo “salvarlos” de algo? ¿Cómo es que estoy ocupando tiempo, dinero y energía en venir 4 horas semanales a escuchar lo maravillosos que son los hombres y cómo hay que perdonarlos y amarlos, a escuchar que la heterosexualidad es la panacea y que la lesbiandad es un desajuste energético?
Decido partir. La huída también es autodefensa.
Me despido de los pueblos de San Antonio y San Juan, de las pirámides y las señoras que me hablaron de las piedras con las que hacían sus hermosas piezas.
Platico con amigas-amoras lesbofeministas sobre esto, politizamos, compartimos experiencias, me invitan a escribir, me cuentan procesos de sanación y trabajo espiritual. Me siento alegre y abrazo mi desición.
Soy una lesbofeminista que no encaja en el sistema heterosexual-patriarcal-capitalista, ¡y qué bueno!
Me alegra verme en retrospectiva porque puedo mapear las resistencias y el profundo amor y respeto que siento por mí, por la vida y por otras mujeres. Viví la misoginia, la lesbofobia, llegué a sentirme tan perdida que pensaba en que sólo muriendo podría terminar con ese odio, me aislé, lloré, me lastimé… Pero en mi camino ha habido otras mujeres a las que he podido ver, escuchar o leer (o las tres juntas cuando he sido muy afortunada) y noté la gran red de vida que tejemos desde tiempos inmemoriales, me gusta formar parte de esta red… Cada que he caído me sigo levantando como en la primaria, sigo sintiendo el viento de las ancestras que me impulsa y acompaña a crear, sigo escribiendo pa0ra sanar como en la secundaria, hasta mantengo la emoción por el intercambio epistolar, sigo escuchando a mi cuerpa y toda su sabiduría como en la prepa, sigo hablando con amigas también, sigo haciéndome preguntas, atravesando el miedo y rompiendo los silencios como en la Universidad, siendo y viviendo como una lesbiana visible. Sigo creyendo en la importancia del trabajo espiritual, pero politizado desde la radicalidad lesbofeminista.
Recuperemos los saberes, resistencias y cariño de nuestras ancestras, compartamos con las contemporáneas y dejemos legado a las futuras.
Aquí hemos estado, aquí estamos y aquí estaremos.