Por Metamorpha
Conocí verdaderamente lo que es la muerte hasta los diecisiete años, cuando mi gato de la infancia falleció en mis brazos. Aún siento la impotencia en mi garganta por no haber podido hacer nada por él. Era un gato naranja con blanco, mitad loco por lo que hoy dicta la leyenda urbana de que los gatos naranjas significan peligro, así lo era. José Luis, sí, mi gato, resultaba demasiado travieso de pequeño, juguetón e impredecible, pero siempre amoroso. Me consoló con su mirada todas las veces que lo necesité, todas las veces que me sentía sola.
Llegó a casa cuando cumplí ocho o nueve años (soy muy mala recordando números exactos en mi vida), mi mamá lo adoptó camino a casa de su trabajo. Dijo que una señora había puesto su camada en adopción. No le he preguntado si fue un encuentro fortuito o ya había identificado días antes a la señora y los gatitos. Sin embargo, puedo saber sin preguntarle que ella quería que yo tuviera una mascota, pues siempre ha sido de la idea de que son una excelente compañía cuando somos niñas, y yo digo que siempre lo son. Hoy en día no le gustan mucho las mascotas, pero reconoce el poder curador de los gatos porque José Luis y yo se lo enseñamos.
Ese día estaba sentada en la mecedora de metal que tenía mi abuelo en el patio. Era uno de mis lugares favoritos en el mundo, con todo y el pequeño fierrito que se asomaba en el respaldo y con el que solía rascarme cuando me picaba la espalda, o simplemente evitaba por ser incómodo la mayoría de las veces. Me recuerdo contemplando la vida, mi vida, sólo que en ese entonces no sabía que era así: una calle solitaria, callada, envolvente en su cotidianidad y, al mismo tiempo, en lo entretenido que eran los eventos que irrumpían en ella, un pequeño caos; de vez en cuando tronaban los ruidosos motores de autos y motos, o el repiquetear de los carritos de mandado sobre el asfalto. Era agradable ver a la gente yendo y viniendo por la calle: mis vecinos que vendían chetos en la primaria, el niño de la casa de color crema que me gustaba, perros callejeros que conocía de siempre, incluso el vecino imbécil que pocos años después abusaría sexualmente de mí y de varias niñas y mujeres más; estoy casi segura que desde entonces me acechaba como presa, yo no lo sabía. Y sin embargo, en mi inocencia de niña, solitaria e introspectiva, el día era hermoso, soleado. Veía lo azul del cielo despejado como si fuera una pintura, un azul aterciopelado en el que yo podía sumergirme, perderme de lo suavecito que era, me hacía sentir paz.
Entonces, a lo lejos, escuché un maullido.
—Ha de ser lejos. Y ha de ser chiquito– pensé.
¡Miau, miau, miau!
El maullido se acercaba más y más, y a mí se me hacía más y más extraño. ¡Miau, miau, miau! Me asomé por la puerta de la casa para ver de dónde provenía. Pero me ganó mi mamá que ya estaba ahí, con sus bolsos (el de sus cosas y el de su comida) en los hombros y con una caja pequeña en las manos, recuerdo su sonrisa.
—Te traje una sorpresa– me dijo con la misma intriga con la que hoy me dice que me compró un regalo pero no me dirá qué es hasta que nos veamos.
Puso la caja en la mecedora, me acerqué y ahí, inquieto, asustado y vulnerable, estaba un gatito naranjoso con blanco, me miraba con curiosidad, pero yo sentía que sólo estaba buscando a su mamá. Qué difícil y traumático debe ser ese momento para los gatitos bebés cuando son separados de su camada, de sus madres, sin forma alguna de explicarles que no se volverán a ver pero que estarán bien. Me embobé con el gato, ni me había dado cuenta que mi abuelo se había acercado, no dejaba de verlo, no comprendía que era para mí, exclusivamente para mí —mi hermano ya había tenido a su gatita cuando éramos más pequeños, la cual falleció por enfermedad años antes; yo tengo mi propio dolor, mi hermano tiene el suyo también. Similares, pero nunca iguales. Ahora que lo pienso, me costó trabajo expresarle a mi mamá lo feliz, agradecida y conmovida que me sentía con ella, siempre me ha costado expresar mis emociones, pues no había cosa más bonita que me pudieran regalar que un gatito, y yo no sabía eso.
A partir de ahí fueron nueve años de acompañamiento en las tardes solitarias de mi niñez. Aprendí a llevarme mejor con los gatos que con los perros o que muchas personas —habilidad que me costó algo de tiempo adquirir—, juegos, arrumacos, comidas y tiempos compartidos. Mi tío Armando le puso José Luis nomás por fregar, pues así se llamaba el vecino de enfrente. El gato, después de meses de buscarle un buen nombre, respondió de inmediato cuando mi tío lo vio y le gritó “¡José Luis!” desde la puerta de nuestra casa.
José Luis era amarillo, nuestra casa también era amarilla, era rentada y nuestro casero se parecía a Ned Flanders porque también era muy religioso. El gato y yo jugábamos a la pelota en el patio; en la cocina, le servíamos su comida en su plato que decía “José Luis de Góngora y Góngora”, para rematar con su alto linaje, según mi tío; en la sala, veíamos Bob Esponja y jugábamos a perseguirnos; en mi recámara dormíamos en las mismas posiciones, y si yo me desvelaba leyendo, él no lo hacía, pero sin falta todas las noches me seguía para dormirse a la hora que le diera su gana, mientras yo fantaseaba con encontrar el mundo de Narnia detrás del ropero de mis padres. Estuve ahí en su primer baño y cuando le quitaron las pulgas, cuando lo esterilizaron y le curaron su herida o cuando se quedó atrapado en el techo del vecino y mi papá, avergonzado de antemano, fue por él.
—¡José Luis, ven aquí! — le gritaba trepado en el techo mientras el señor José Luis lo miraba furioso.
En otra ocasión, le tocó a mi mamá, cuando en un evento de su trabajo le tocó presentar a su familia, incluyendo a las mascotas.
—Ah, y el gato, el gato se llama José Luis…— ella tratando de susurrar porque el jefe de policías ahí presente se llamaba José Luis.
José Luis estuvo conmigo en todas mis idas a Narnia, pero también cuando regresaba de la primaria. Estuvo ahí, recibiéndome con cariño la primera vez que aquel vecino se masturbó frente a mí desde la entrada de su casa, y la vez que lo hizo frente a mí y una amiga. Pasar frente a esa casa se volvió un martirio, sufrimiento puro, mis amigas dejaron de visitarme, yo tenía miedo todos los días de que me secuestrara, de que se me acercara y no volver a ver la luz del día, no volver a ver ese cielo azul inmaculado que tanto me daba paz. Era él y su amigo, “El Batman”, los que me laceraban con sus miradas cuando sólo quería llegar a mi casa y ponerme a salvo. Dejé de ir a la tienda que me quedaba más cerca por no pasar frente a su casa, y cuando la otra estaba cerrada, prefería darle la vuelta a la cuadra para no toparlo, y sin embargo, él me topaba a mí. Recuerdo ese día, mi corazón acelerado y la bicicleta con la que me siguió me rodeó y de suerte no me tocó, todo con tal de sabrosearme, yo sólo iba por un mandado de mi mamá. Fueron años sin que ella pudiera explicarse todos mis comportamientos extraños, el único que sabía era José Luis.
José Luis murió cuando yo tenía diecisiete años, y a pesar de que ya habían muerto otras mascotas, mi abuela paterna, una prima y quién sabe cuánta gente más, para mí el mundo se derrumbó cuando mi lugar seguro, mi mejor amigo, mi cuidador y mi acompañante murió en el sillón de nuestra casa. Unos años después del divorcio de mis papás, poco antes de mi mayoría de edad, cuando el mundo, los hombres, comenzaron a considerarme “legal”. Lo que hoy aún no me perdono es que no pude llevarlo a un veterinario para que, al menos, lo durmieran y no tuviéramos que pasar por tanto dolor esa tarde. Sí, lo llevé en mis brazos al veterinario, el único cercano a mi casa. Con todo y el miedo que le tenía al idiota del vecino, pasé por su casa dos veces, una de ida y una de regreso, resignada y desesperada, porque el veterinario no estaba abierto. Afortunadamente, él tampoco estaba en la entrada de su casa acechándome, ¿no habrá estado?, ¿o habrá visto que yo tenía algo más urgente que resolver? En ese momento, no fui su víctima, porque hubiera podido escupirle en la cara si me interceptaba, con tal de estar para mi José Luis como él lo estuvo siempre para mí.
José Luis me marcó y me acompañó tanto que hasta hace poco me sentía sola sin él. Creo que escribo esto porque lo sigo extrañando, pero también porque ahora he adoptado un nuevo gato después de mucho tiempo. Ya no es José Luis naranja con blanco, ahora es Tzina y es negro con pelitos blancos aislados entre sí, como si fuera el manto estelar. Yo lo cuido y lo protejo, ahora soy yo quien aporta para su veterinario, y él también me protege de la constante soledad y el miedo al que me enfrento cada día que despierto y sigo siendo una adulta que lidia con las violencias sistémicas del mundo. Ahora soy la mujer que trata de cuidar y protegerse a sí misma, para ya no sentirse solita, para sobrellevar las pérdidas que ha sufrido. Pero que ahora también cuida a sus amigas, familia y mascota. La que ahora se paga su propia terapia, sus chetos y su renta. Recuerdo que fue mi primera psicóloga la que me dijo: “Tienes que tomar a los gatitos y cerrar el ciclo, Paola”, cuando le contaba que soñaba con ellos, quería rescatarlos anhelando mi propia independencia. Me lo tomé bien literal y ahora soy un poquito más feliz.
Después de José Luis, llegaron un montón de muertes y abusos más. La muerte de mi abuelo materno; la agresión de mi tío Raúl a mi mamá, lo que desencadenó que perdiéramos la casa de su padre, nuestro hogar; la muerte de Carlos, el novio de mi mamá; la fractura que se dio en el vínculo con mi papá; mi relación abusiva durante pandemia; la muerte de mi abuelo paterno y otros tantos abusos físicos y sexuales de la triste cotidianidad, todo en ese orden, y todas figuras masculinas… Con José Luis murieron mi infancia y mi inocencia, porque como sea él abrazaba mis emociones infantiles ante los peligros de la vida adulta, patriarcal y misógina. Ahora que soy la adulta, abrazo mis propias emociones y hago equipo con Tzina. Él apenas tiene un añito cumplido, él acaba de nacer y yo renazco con su compañía.