Literatura

Antes del quinto de primaria

Por Fer Abigali

Recuerdo ir caminando por las calles del fraccionamiento en una fila con mis compañeras, formadas por estaturas, para llegar al parque de la colonia. Había canchas de básquet y fútbol, columpios, resbaladilla, sube y bajas y estructura de metal viejas que usábamos para trepar. Cada cambio de gobierno, se remodelaban o pintaban de otros colores, algunos parques como éste, tenían una pequeña área con árboles, plantas y pasto. La vegetación del Estado era muy colorida, las casas alrededor del parque también tenían diferentes colores y formas.

 

Me gustaba ir al parque por las mañanas de otoño o invierno, cuando la tierra se mantiene húmeda y la neblina le da un color más brillante al verde de los pinos junto con la humedad del pasto y el musgo. La maestra nos llevaba por portarnos bien, por la clase de educación física o porque la mujer que vivía a lado de la escuela (improvisada en una casa) echaba amoniaco desde temprano y el olor se volvía insoportable.

 

Jugábamos a ser hadas y brujas, enterrábamos cartas, juguetes, sentires y pactábamos ir a desenterrarlos después de un tiempo. Buscaba insectos y los admiraba muy de cerca, tan de cerca como pudiera, pero sin tocarlos porque me daba un poco de asco y la piel se me ponía chinita de imaginar al insecto subiéndome. Me cerraba la chamarra del uniforme hasta el cuello por el vapor que producía mi aliento al contacto con el aire frío, cada que pronunciaba una palabra o me reía cómplice con las amigas.

 

De vuelta a la escuela era divertido ver las casas, árboles y plantas, muchas plantas, en las banquetas o en las macetas de los patios de las casas, me gustaba imaginar qué mujer vivía ahí y su relación con la vegetación.

 

Al regresar del parque a la escuela, sabía que la señora Lulú pasaría por mí como cada mañana y cada tarde, tal como lo había hecho años antes cuando iba al kinder, y de nuevo, ahora en estos dos últimos años de primaria. La señora Lulú siempre iba apurada, a mí me gustaban sus chinos y las pestañas grandes y largas de sus hijas, trataba de subirme rápido al transporte y no dar mucha lata, me imaginaba lo complejo que era lidiar con llevar a tantos niños y niñas sanas y salvas a sus casas.

 

Los primeros años, los pase en la primaria pública de la colonia, recuerdo que cuando tenía 5 o 6 íbamos por la calle y nos encontramos a una señora que olía muy rico, morena, estatura media, de ropas finas, mirada firme y seria, pero voz cálida. Por la forma en que mi mamá y abuela la saludaron entendí que era respetada, así que sonreí y me porté amable al saludarla. La verdad no entendía qué pasaba en ese momento, tampoco la mayoría del tiempo, pero eventualmente con suerte, alguien me lo explicaba o lo descubría por mí misma.

Cuando comenzaron las clases de la primaria, la escuela me parecía inmensa comparada con las 6 personas que éramos en el kinder. El primer día me asignaron el grupo A y me sentía sola y muy pequeña, lloraba porque quería irme al B, allí había alguien que conocía, así me sentiría más segura, y funcionó, me cambiaron aquel día. Luego aprendí que las escuelas pueden llamar a tu casa y contar lo que haces, al tercer día de llorar, mi abuela y mi mamá me cuestionaron por no querer ir en el A:

 

– ¡Pero si el A es el grupo de los inteligentes!, ¡tienes a una mejor maestra! Ella les dio clases a tus tías y es muy buena. Y en el B, ¿para qué quieres quedarte si es de burros?, tanto esfuerzo que hicimos porque te aceptara en su grupo y tu no quieres estar ahí, a partir de mañana te quedas en tu salón.

 

Al día siguiente, continué sin dejar de llorar hasta que me pasaron de nuevo al B, pero después, quién sabe cómo, decidí dejar de temerle a mis compañeras y comenzar a hablarles, aunque la verdad, ya no recuerdo mucho de ellas.

 

Apenas me iba acostumbrando cuando mi mamá, comprometida con la idea de darme más oportunidades con una educación privada en el Estado de México, me inscribió a tercero de primaria en una escuela ubicada en otro municipio. Quedaba a 30 minutos sin tráfico, pero siempre nos hacíamos más de una hora por los horarios y la mal distribución vial del Estado, por esos rumbos también iban mis tías a su escuela, mi abuelo nos llevaba y yo siempre vomitaba.

 

Por el tráfico, por llegar rápido y temprano, por siempre ser la última en entrar, estaba harta de tener que soportar las miradas de desaprobación de las monjas que me recibían en la puerta o amenazaban con dejarme fuera por llegar tarde, de nuevo.

 

No podía entender por qué era la única preocupada por vomitar cada mañana. La escuela exclusiva de mujeres en la que estudié los siguientes tres, bueno, dos años de primaria, se encontraba en Tlalnepantla. Cuando mis tías terminaron su escuela se volvió más complicado que alguien me llevará y trajera.

 

Por ratos era el novio de mi tía, que nunca cerraba bien el contenedor del hidráulico y cada lunes el carro de mi mamá, que había comprado con el tiempo que llevaba trabajando, se calentaba en el mismo punto y llegábamos tarde, en lunes, al homenaje, en donde nos hacían ir con boina, cuellera y guantes. Accesorios que me parecían tan molestos y que siempre perdía, motivo de regaños por no haberlos lavado o no haber encontrado el par a mis 8 años, ahí descubrí que de mí no solo se esperaba inteligencia ni portarse bien en el transporte de la escuela, también se esperaba adelantarme a las posibles exigencias que mi madre me haría para evitar ser una molestia.

 

En otras ocasiones, nos llevaba mi abuelo, pero para en ese entonces ya no trabajaba tanto por esos rumbos o no sé qué estaba haciendo, y finalmente, lo hacía la pareja de mi mamá en ese momento. Ese lapso me recordaba mucho a la sensación de no saber quién me cuidaría después del kinder y me hacía recordar el gesto de mi bisabuela cuando aceptaba cuidarme a regañadientes, no sabía por qué le causaba tanto conflicto si siempre trataba de quedarme quieta y no dar mucha lata como tanto me habían dicho. Aunque para esos momentos eso ya no era tan angustiante, llevaba ya un par de años quedándome sola por ratos. Hasta que regresaban mis tías de la escuela o mi abuela del trabajo.

 

La idea original y por la que me entusiasmaba entrar a esa escuela, fue por la promesa de que al quedar de paso por el trabajo de mamá, podríamos irnos juntas y podría ir por mí en ocasiones, pero ella cambió de trabajo a meses de iniciar mi primer año en esa escuela, por lo que el siguiente año y medio, ella ya no trabajaba por esos rumbos y estuve adaptándome a quien pudiera llevarme. Recuerdo que cuando no había carro, nos íbamos en la camioneta o en el bocho del trabajo de mi abuelo que era mensajero. Entre cajas y frascos nos dormíamos mis tías y yo mientras llegábamos a la escuela. Una aprende a hacerse pequeña con tal de entrar en lugares que no están hechos para ella.

Hice amigas que a la fecha sigo viendo por redes, descubrí mi ser niña con otras, a veces muy mágico, otras violento y trágico. La amistad desde niña la entendí como una práctica retadora, de competencia por la aprobación de alguien que es mejor. Descubrí mi admiración por los gatos, la diversión y libertad con mi amiga Eloísa, el compromiso y orden con mi amiga Dulce, la envidia patriarcal a otras y la idea de ser enemigas puras con nuestra pelea eterna con la generación que iba por delante de nosotras, también la heterosexualidad del príncipe azul cuando en el último año que estuve ahí, comenzaron a hacer mixta la escuela y algunas amigas dejaban de hablar de ellas y de nosotras por hablar de cuál de los pocos niños que entraban era más guapo, yo a todos los veía igual de deformes, no entendía por qué era la gran noticia.

 

Estuve ahí todo tercero y cuarto de primaria, durante mi quinto año me astillé la muñeca y dejé de ir a la escuela. En parte por el reposo, y otros meses más, por las culpas de mi madre cuando el doctor dijo que por qué no me habían llevado desde antes.

 

Cuando me torcí la mano estaba jugando y caí sobre mi muñeca izquierda, no podía girar la mano, pensé que si lo ignoraba eventualmente sanaría, pero no pasó. Entré a la casa y mi mamá se estaba arreglando, me dio miedo decirle porque arruinaría su salida, pero le dije; en efecto, arruiné su salida y me llevaron a sobar, me asusté mucho cuando entré a la casa de la señora que me sobaría, era obscura, no la conocía y me dolía mi mano, la señora me dijo que si no dejaba de llorar, mi mamá y mi abuela se irían y me dejarían ahí, claramente lloré más, pero entendí el mensaje y me contuve lo más que pude.

 

Pasaron semanas y aunque podía mover mejor la mano, seguía sin poder girarla y no se desinflamaba, fui a la escuela un par de días, pues yo escribo con la derecha, pero me daba vergüenza, me sentía inútil por no poder guardar igual de rápido mis cosas y que mis amigas se adelantaran siempre, no me gustaba darme cuenta que ninguna estaba dispuesta a esperarme.

Como seguía sin poder mover la muñeca normalmente, me llevaron después de dos meses a la clínica de Lomas Verdes y el doctor les dijo que por poco se me quedaba así la muñeca, me sorprendí por unos momentos, pero estaba más intrigada por saber si me pondrían yeso y esas cosas. Y sí, me pusieron una férula y así anduve unas semanas o un mes, cuando me lo quitaron ya casi era navidad, había dejado de ir a la escuela un muy buen rato, pero no recuerdo qué hice en todo ese tiempo.

 

Cuando quise regresar, le dijeron a mi mamá que me iban a pasar de año con 6. Yo pensé que era una buena oferta considerando que no había ido como 3 meses, pero a mi madre le pareció una ofensa que su hija pasara con 6 el quinto año de primaria, ella sabía, porque me lo dijo, que yo podría sacar más que un 6, ni me opuse porque ya estaba harta de vomitar por las mañanas, perder los guantes y rezar de memoria en la segunda clase. Aunque extrañé a mis amigas, la gata del patio de atrás, y la vibra que trasmitía el contraste del cemento con las sillas y puertas de madera, los barandales y protecciones negras, los baños siempre fríos y la energía de estar sola a la vez que sentía que alguien siempre me observaba, la sensación de guardar tanto misterio, secretos e historias, o tal vez solo era el discurso de que “diosito” podía ver todo lo que hacías.

 

Las monjas nos hablaban de su amor por cristo y yo no entendía cómo se puede querer tanto a quien ni has conocido y solo has escuchado lo que otros te han contado o escrito, yo quería saber todo de ellas, pero si no era algo relacionado con dios o la escuela, no respondían mucho, entendía que era parte del amor que habían jurado por el señor. Me gustaba la energía de misterio que se sentía en las capillas y lo tétrico de sus pinturas. Entonces me fui, orgullosa por saltarme los viernes de catecismo y quedarme a jugar con Eloísa y la gata del patio de atrás, emocionada por ya no tener que vomitar el desayuno durante el trayecto cada mañana.

 

Recursé quinto de primaria en la escuela dentro de la colonia en donde vivía, me quedaba muy cerca, era la misma escuela a la que fui en el kinder, ahí termine la primaria, justo con el recuerdo con el que este texto arrancó.

 

 

 

Ilustración de portada: Sarah Allen

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