Por Marta Caballero
Recuerdo los versos de una poeta mexicana a la que escuché en una lectura hace unos 15 años. Eran las últimas líneas de un poema inmensamente triste, que trataba sobre el abuso sexual que la poeta sufrió por parte de su padre, y que hasta el día de hoy no han perdido el impacto que en mí causaron en ese entonces. Ellos interpelaban a la madre, no al padre, y la poeta los leyó a gritos para que no se le quebrara la voz. Decían:
«Madre, traidora
¡Devuélveme la muerte!”
Creo entrever en estos versos algo más que un deseo de muerte ante la soledad y el dolor que provoca el abuso. Creo que no sólo pretenden culpar o insultar a la madre. Me parece que algo más sucede en estos versos. Ellos quieren arrebatar a la madre aquello que está en el fondo del amor romántico, aquello que le da un cuestionable estatus de “mujer completa”: su capacidad de reproducirse, de “dar vida”. La poeta entiende que la vida que su madre le dio no es una vida vivible y que la muerte sería deshacer el intercambio supuestamente sagrado entre madre e hija: “Yo te devuelvo la vida de mierda que me diste, tú dame la muerte desde la cual me arrancaste para traerme a esta vida de mierda”. El mensaje es potente. Dice: “Te destituyo como reproductora de vida”.
No es la primera vez que, escuchando relatos de mujeres sobre abusos en su infancia, me llame la atención este anhelo insatisfecho de madre, el deseo obstinado y a la vez frustrado, tanto de las niñas que fueron, como de las adultas que son, de tenerlas a su lado, protegiéndolas del padre. A primera vista, este deseo es completamente comprensible. Sin embargo, me gustaría polemizarlo un poco. Y es que me preocupa muchas veces que el reclamo de forjar lazos de amor entre mujeres remita a la expectativa social, intrínsecamente patriarcal, de que el amor incondicional, absoluto e irreflexivo es una cualidad de las mujeres. Recordemos que de los hombres poco y a veces nada se espera en ese ámbito. No escuchamos a la gente decir: “Qué buena madre: no abandonó a sus hijos y les da de comer”, como en cambio escuchamos muchas veces decir de hombres que sólo por hacer acto de presencia son vitoreados cual héroes nacionales.
De las mujeres, en tanto madres o potenciales madres, se nos exige un amor casi instintivo, mecánico, que nos conmina a poner nuestras necesidades al final de la fila, y que más encima nos hace suspirar de satisfacción por sentir este amor, como si se tratase de un privilegio. La industria cultural, en especial el cine gringo y sus derivados, se han hecho de un acervo gigantesco de relatos basados en este tipo de amor y en ellos, por lo general, somos madres, esposas y amantes de hombres. No sólo es escasa la película en la que parte una mujer a salvar a alguien (porque es ella generalmente la que chilla auxilio), pero además, cuando lo hace, no sacrifica todo por salvar a su amiga, a su hermana o a su madre. La mayoría de las películas que llegan a los grandes cines no pasan siquiera el test de Bechdel; aquel análisis blandengue que pide que dos personajes mujeres hablen por lo menos 30 segundos de un total de 90 minutos sobre un tema que no gire en torno a los hombres de su vida. Admitámoslo: somos las piernas depiladitas vestidas de baby-dolles sobre las que el detective cansado apoya su cabecita tras combatir el crimen. Somos la madre metida en un delantal floreado que llora cuando su hijo se lanza a la vida. Somos la linda jovencita exitosa que está triste porque no puede encontrar novio. Y algunos argumentarán en este punto que el cine está cambiando, que aparecen cada vez más mujeres fuertes y sagaces, que hasta hay películas hollywoodenses sobre el amor entre personajes homosexuales, que también cambia el papel de los hombres que aparecen cada vez más responsables y amorosos.
Sin embargo, insistamos en que estos imaginarios siguen siendo escasos. Este dato no es menor. Pero lo que es aún peor: todas estas nuevas figuras, en apariencia tan disruptivas del viejo orden del cine clásico, aparecen fagocitadas por tópicos añejos, que no osan hacer cambios significativos a la idea de amor romántico. El problema de esto, como lo explica Eva Illous, es que el amor es concebido a partir de guiones pre-establecidos, anticipativos, que dan forma al deseo de un afecto y que, por extensión, determinan cuál sería la vida buena, la felicidad. En este panorama, el objeto del amor romántico es tan intercambiable como un producto de consumo. También el deseo por el producto de consumo es moldeado a través de relatos publicitarios; también su significado excede su existencia material, pues él es una promesa de felicidad. El amor romántico, entonces, produce objetos de consumo para la imaginación, tal y como la industria hollywoodense produce películas. Por eso, muchas veces, nuestras vidas amorosas suelen ser un desfile frustrante de dichos objetos que no pueden, y nunca podrán, satisfacer deseos de plenitud. El amor romántico, cuya primera y más prístina base es la reproducción de la especie, reproduce apenas quizás servidumbre para el capital. Pero en el ámbito de la imaginación y la reflexión, en cambio, produce esterilidad.
Pero el amor romántico no solamente es el de pareja. En este punto quisiera volver al tema del amor maternal, el más enaltecido, por cierto, no sólo por la iglesia y el Estado, sino, desgraciadamente, también por algunas corrientes feministas de tono místico. Y creo que hablar del amor de madre en este contexto es inmensamente relevante. Primero, porque en nuestra cultura se superponen de manera compleja en un nudo maternal modelos de amor que conciernen tanto a nuestra infancia como a nuestra adultez. He ahí el origen de su poderosa atracción. Basado en ello, creemos realmente que el amor de madre debe emanar naturalmente de un cuerpo que ha cargado y parido, y aunque casos como los arriba expuestos sean evidencia irrefutable de lo contrario, estamos dispuestas a comprar la idea, a cuotas, si es necesario.
Por eso, cuando pensamos sobre el amor entre mujeres no podemos pasar por alto el precepto patriarcal que nos impone el deber de amar a pesar de nosotras mismas, como madres. Es importante, creo yo, entender que a estas alturas el amor entre mujeres no es por sí solo contrahegemónico. Por supuesto, necesitamos estar juntas para dar la cara al patriarcado. Pero debemos pensar urgentemente cómo estar juntas, qué es el amor entre nosotras y cómo lo practicaremos. Debemos pensar, por ejemplo, cuál es el amor opuesto al prefabricado, superficial y aburrido de los relatos normativos.
Por eso, el derecho al aborto es tan importante para nosotras feministas. Con éste no solamente arrebatamos nuestros cuerpos de manos y mentes ajenas. También nos apropiamos de la decisión de cuándo y cómo amar en lo que es el ejercicio más naturalizado de los amores feminizados: el amor hacia lxs hijxs. Si podemos liberarnos del mandato aparentemente inapelable de amar dentro de los márgenes de un régimen que sólo reproduce vidas insoportables, podremos entonces seguir pensando en una manera de amar que empiece por nosotras las mujeres y que de ahí reproduzca vidas vivibles, que reproduzca besos, caricias, y resistencias.
Y cuando digo que al amor hay que pensarlo, estoy también aventurando una especie de definición del amor, que lo comprende ni más ni menos que como pensamiento, en tanto uso imaginativo, crítico y posicionado de la razón.
Sí, ¡la razón!
Justamente aquella cualidad que nos han enseñado es contraria al amor. Justamente la habilidad que, como nos cuentan, nos convierte en frígidas y abúlicas. Aquella que, nos repiten, debemos desactivar si queremos experimentar las cabriolas maravillosas de la pasión.
En este sentido, los versos de la poeta mexicana se leen como un posible comienzo para el amor entre mujeres, aunque los versos justamente estén dirigidos de manera violenta hacia otra mujer, su madre. Porque el anhelo de complicidad no es simplemente un deseo de la hija hacia la madre de ejercer de manera correcta su rol materno. Aquí, la demanda es la de construir un frente de lucha en contra del abusador, y en su defecto, la radical abdicación del rol de madre en el acto de devolverle a la hija la muerte. Se trata, entonces, del anhelo por un amor combativo. De un amor que no es de consumo, ni se consume. Un amor que no se jacta de ser el origen y el principio de la vida, sin importarle que las vidas que reproduce sean insoportables. No. Es un amor que tiene a la vida digna como meta, que incluso tiene enemigos, que busca la polémica y la solidaridad, que se bate caminos, que se puede equivocar, que debe volver a intentar y que emerge de la pregunta:
¿Cómo y contra quién nos amamos las mujeres?
Buenas, me ha gustado mucho leerte. Podrías por favor decirme quien es la autora de los versos que mencionas. Gracias.
Me hizo replantearme cosas que pensaba ya estaban resueltas… Gracias por mostrarnos que no estamos solas, que hay más, que somos muchas a las que el orden establecido quiere callar todos los días. Amora!
Hola! Desgraciadamente no recuerdo el nombre de la poeta… La he buscado por cielo, mar, google, y nada. La escuché leer en un festival de artes en las cercanías de Tlaxcala hace como 15 años, en un anfiteatro, donde nos hizo llorar a todos los presentes. Si alguien por ahí la conoce, que comparta su nombre porfa 🙂