Por Sugeily Vilchis Arriola
Esa noche estaba en mi habitación, terminaba de leer el cuento de una niña que cada que se miraba en al agua de la fuente de la plaza del pueblito donde vivía, se duplicaba. Cada que iba por los encargos de Adelaida, pasaba por el mismo lugar y asistía a la multiplicación de su imagen, y de ser una, pasó a ser dos, y luego, esas dos, se convirtieron en cuatro. La niña pronto aprendió a aprovechar esa situación y encontró un destino para sus otras. A la primera la mandó de vuelta a casa con los mandados de la cocina. A otra le enseñó el camino de la escuela para que aprendiera matemáticas. A la tercera la subió al tranvía para que se alejará del pueblo, sin boleto para volver. Ella que fue la última subió a lo alto de la colina y ahí se quedó a escribir. Al otro día miró que aquella niña, a la que envío con los encargos, volvía a la plaza y se acercaba a la misma fuente donde un día antes ella se reflejaba y empezó a ser los mismos círculos en el agua que un día antes ella dibujaba.
Cerré el libro y lo deposité en el estante que está de lado izquierdo de mi cama y me dispuse a dormir. Me dormí rápidamente y cuando abrí los ojos me di cuenta que ya estaba soñando. No soñaba que se me hacía tarde para llegar al trabajo, tampoco repetí ese sueño donde dejo olvidada a mi hija por ir a la escuela. Esta vez tampoco el agua me rodeaba como en esas noches de mares y arroyos. Hoy mi sueño se situaba en aquella plaza al medio día, el mismo lugar que se describía en el cuento antes de dormir. Iba yo apenas unos pasos atrás de la niña que atravesaba la plaza para llegar a la fuente. Crucé la calle cuando ella cruzó, esperé al dar la vuelta en aquella última esquina que asoma a la plaza. Sigilosa, no quería que me viera, ni interrumpir su caminar ni su destino. Quería ver con mis propios ojos el momento en que se acercaría a la fuente y mojaría sus cabellos, ver a su imagen multiplicarse en el reflejo del agua.
La niña avanza presurosamente, sabe que se entretuvo de más en el mercado y que pronto saldrán a buscarla, trae entre sus brazos el cucurucho con las verduras para el guiso de la tarde y un ramito de hierbas de olor. La niña se aproxima a la fuente, deja el cucurucho y las hierbas y retira los cabellos despeinados de su rostro. Recoge entre sus manos un chorro de agua y la deja escapar de a poco. Ahora sumerge su dedo índice derecho y hace figuras, de pronto se multiplica. Da vuelta y se marcha a casa. De inmediato, salen las otras y cada quién toma su camino y se pierden entre las calles que circundan la plaza.
No sé por qué, pero me siento contenta, he visto con mis propios ojos la historia que antes imaginé en mi cabeza, la que dejé en medio del libro que posa sobre mi estante a lado izquierdo de mi cama. Pero en mi sueño el relato continúa: yo estoy aquí, entre el mundo del sueño y la ficción. Curiosa me dirijo al sitio de la fuente que la niña acaba de dejar, inclinó mi cabeza para conocer el fondo y advertir el mecanismo que hace que las mujeres se multipliquen. El agua es cristalina, refleja un azul de mar, un azul infinitamente claro. Acerco mi cara y en esa claridad se dibuja una cara como la mía que me sonríe. Le sonrío. Unimos nuestros dedos en el borde del agua y empezamos a hacer círculos que se convierten en espirales y luego se forman pequeñas olas y en esas olas empiezo a ver a mis otras. Pero éstas no son como las niñas del cuento, ellas se multiplicaban iguales, mis otras tienen diferentes edades, están vestidas distinto. Mis yo se han reunido aquí, puedo reconocer a la niña que lloraba a los 3 años porque su papá la regañó, también vi a la niña que fue abusada a los 10 y nunca se lo dijo a nadie; miré mis otras versiones de mí, las que sintieron miedo, las que sintieron soledad, las que sufrieron violencia, rechazo y golpes disfrazados de amor. No entendía qué hacíamos ahí todas juntas. Podía ver en el agua a mis otras yo, entre ellas se reconocían y se brindaban una mirada tierna o un abrazo. No sé en qué momento las olvidé, cuando dejé de escucharlas, cuando dudé de su valor. Siempre me pregunté a dónde se habían ido, todas las niñas, las adolescentes y las adultas que un día fui.
El reflejo del agua me puso frente a ellas, estoy en el sitio al que me había negado a volver, no quería ver en su mirada el rastro de las violencias que viví, ni las tormentas que me inundaron por años.
Las mujeres del agua me tienden la mano y me sumerjo en esa agua tibia, cristalina y sorora. Hago un arrumaco a mi niña de 3 años que fue castigada, abrazo fuerte a mi niña de 10 años, beso la frente de mi adolescente con acné en la cara, sonrío a la mujer que a los 22 años ilusionada se convirtió en madre, busco la mirada de mis mujeres sangrantes, y así con todas mis demás. Nos recuperamos, nos amamos. Nos perdonamos por aquello que nos hicieron que no fue nuestra culpa, nos perdonamos porque no supimos defendernos ni hablar.
Después de este momento, salgo del agua, me despido de mis otras. Siento que llevo en la cara la sonrisa que el agua me dibujó y cuando despierto del sueño, mi cabello aún guarda la humedad de aquella fuente.