Por Angélica Jocelyn Soto Espinosa 

El otro día unas amigas me invitaron a una celebración. Se trataba de una pequeña convivencia y un ritual para inaugurar un local, un espacio que consiguieron rentar para impartir ahí sus talleres sobre feminismo. Ese día aprendí una importante lección.

Yan María Yaoyolotl, una de las pioneras del lesbofomenismo en México, artista y socialista, presidió la ceremonia. Con ella y las otras invitadas (mujeres de diferentes edades y contextos), hablamos de las dificultades que enfrentan las mujeres para reunirse con fines políticos en un espacio seguro. Un ejemplo son las alumnas feministas dentro de la universidad, que buscaban espacios fuera de sus planteles para hablar y estar seguras.

Las que estuvimos ahí hablamos de que en general las mujeres enfrentan obstáculos para gozar plenamente de los espacios, incluso de una vivienda propia. No importa si son ellas quienes le dan mantenimiento, quienes pagan las cuentas de lo servicios o quienes la sostienen. Nosotras, las mujeres, no somos dueñas. 

Hubo una historia en particular que se se repitió varias veces: mujeres que habitan toda su vida la casa de sus madres y padres se convierten en cuidadoras de esas personas adultas mayores, de las plantas y los animales que ahí habitan, pero no heredan la propiedad y hasta son expulsadas por sus hermanos o los hombres a su alrededor.

En México, sólo tres de cada 10 hogares tienen como propietarias a una mujer, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Hogares 2017; y 9.9% de las casi siete mil personas que están en situación de calle en la Ciudad de México, son mujeres y niñas. 

Yan María insistió ese día en un punto central: las mujeres hemos sido despojadas históricamente de la propiedad social y privada. Tenemos que recuperar al menos los espacios que habitamos, es una acción revolucionaria que tenemos que dar a la par de la defensa de nuestra vida y libertad, enfatizó.

Desde la repartición de tierras antes de la Colonia, la estructura política (patriarcal desde entonces) privilegió a la clase gobernante y a los “jefes de familia” hombres para otorgarles las parcelas o tierra comunal. 

Luego, en la reforma agraria, las mujeres fueron reconocidas en la legislación con iguales oportunidades que los hombres para poseer la tierra, pero esto sólo fue una enunciación, ya que en la práctica real, la violencia machista en la Revolución y en los órganos de decisión que después se formaron para administrar los núcleos agrarios, hizo este mandato imposible. 

Datos de la Procuraduría Agraria indican que aunque las mujeres representan más de la mitad de la población en el campo (50.4%), ellas sólo tienen la cuarta parte de los derechos sobre la propiedad social (ejidos y tierra comunal).

Sólo 26% de quienes tenían algún título de propiedad sobre ejidos o tierras comunales (que son de propiedad social) son mujeres, y la gran mayoría como avecindadas (con derecho sobre la tierra por habitarla o trabajarla cierto tiempo), que es la forma de posesión más limitada. 

A esto se suma que ellas acceden a las parcelas a edades muy avanzadas, pues 63% de las ejidatarias supera los 50 años de edad. Aunque varias mujeres usan las parcelas, en muchos casos no son reconocidas legalmente como dueñas. Según reveló en un evento público Hernández Palacios, titular de la Procuraduría Agraria, en julio de 2019, 30% de quienes trabajan los núcleos agrarios son mujeres y no tienen el derecho de propiedad.

¿Qué significa luchar? 

El ejemplo lo puso una joven de 16 años que había permanecido en silencio casi toda la convivencia. Animada por su mamá, la joven nos contó que ella y sus compañeras tomaron un salón de su prepa para organizar acciones feministas. En el pasado, ese salón también había sido baño de hombres, por lo que las jóvenes pusieron macetas e hicieron florecer plantas sobre lo que antes eran mingitorios

Tomar las aulas se dice fácil, pero esto les implica a las jóvenes represalias, persecución, señalamientos y hasta ataques con intenciones feminicidas, como la supuesta bomba que hicieron llegar a la Colectiva Violeta tras tomar un salón en la Facultad de Estudios Superiores, Aragón.

Sin embargo, tomar los espacios, las aulas o las instalaciones educativas completas, parece la única vía por la cual ellas consiguen que las mujeres estudien y transiten en sus planteles en libertad. Es una forma de hacer propio el espacio que habitan. 

Ya pasaron varios meses desde esa convivencia, pero en días recientes vi a otra amiga pelear, en este caso por la vía legal, por el lugar que habita: un departamento en la CDMX para ella y sus tres perros rescatados. 

Ella pelea este espacio contra quien fuera su esposo por más de una década. Él alega que cuando adquirieron el departamento él aportó más dinero que ella para el enganche porque su crédito de vivienda era mayor. Sin embargo, él pudo pagar más porque vivimos en el país con mayor desigualdad salarial entre mujeres y hombres en toda América Latina, y porque mientras él trabajaba jornadas completas, ella se limitó a jornadas de medio tiempo para realizar, sin paga, tareas de sostenimiento, limpieza y cuidado del hogar y de los animales. 

Todo esto también me hizo pensar en la batalla que todos los días libran las mujeres en las entidades para evitar el despojo de sus tierras y territorios frente a lo grandes proyectos de inversión de los gobiernos y las grandes empresas: un modelo de desarrollo que ha derivado en cuatro hombres multimillonarios en el país y 14.1 millones de mujeres en condición de pobreza o carencia alimentaria.

La lección es: tenemos que pelear la propiedad para nosotras; arrebatarla si es necesario. Recuperemos los espacios para habitarlos, hacerlos centros políticos o refugio para otras y nosotras. 

Tenemos que detener esa intención histórica de despojar a las mujeres, porque el patriarcado se alimenta de nuestro trabajo y se sostiene en nuestra pobreza. 

La acción feminista, la sanación y el proceso para recuperar la libertad de las mujeres necesita espacios reales para gestarse, para mantenernos a salvo y para plantar y ver florecer nuestras ideas y utopías. 

Ilustración de Roequiya Fris

 

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