23 abril 19 Ciudad de México.- Mientras las administraciones federales intentan por distintas vías extender las funciones del Ejército en tareas de seguridad pública, decenas de mujeres a lo largo de la historia (principalmente indígenas) han ido en contracorriente: evidencian abusos de soldados contra ellas, limitaron el “fuero” a militares y ahora rechazan la creación de la Guardia Nacional.
En 2017, cuando el expresidente Enrique Peña Nieto propuso crear la Ley de Seguridad Interior (que daba certeza legal para que los militares tuvieran funciones de seguridad pública), varias mujeres defensoras presentaron amparos e impugnaciones contra esa norma porque no garantizaba sus derechos. Al final, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) declaró que la ley era inconstitucional.
En otros años, las denuncias de mujeres indígenas ante organismos de justicia internacional, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH), consiguieron modificar el Código de Justicia Militar para que los soldados sean juzgados y castigados en tribunales comunes cuando violan derechos de civiles y no dentro de sus propias estructuras.
Sus denuncias, y las sentencias que derivaron de ellas, también fueron un freno para que los presidentes no hicieran -hasta este 2019- modificaciones a la Constitución o las leyes para formalizar la participación de la Secretaría de la Defensa Nacional y la Marina en tareas de seguridad pública.
Los testimonios de decenas de mujeres a lo largo de la historia de México apuntan a que los militares participaron en agresiones contra ellas desde la llamada Guerra Sucia, durante el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y en el inicio de la estrategia de seguridad de las administración federales recientes para combatir el narcotráfico.
Esta violencia (principalmente sexual) -según sus testimonios y las sentencias de los tribunales internacionales- es sistemática, no aislada, y muchas veces responde a una táctica de represión e intimidación contra los movimientos civiles.
Hija del líder social Rosendo Radilla Pacheco, desaparecido en 1974 a manos del Ejército en Atoyac, Guerrero. Desde los 90 denunció ante distintas instancias federales la falta de atención para casos como el suyo, acompañó a otras familias en las mismas circunstancias y consiguió -por medio de una sentencia de la CoIDH (máximo órgano de justicia internacional)- que en 2014 la SCJN estableciera que los militares que cometan abusos contra ciudadanas y ciudadanos -sólo en caso de violencia sexual, tortura y desaparición forzada- sean juzgados en tribunales civiles y no en instancias militares que les protejan.
Tita también se convirtió en representante de Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de violaciones a los Derechos Humanos en México (AFADEM) y puso una oficina en el mismo cuartel militar donde presuntamente desaparecieron a su padre.
En el contexto de represión contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), un grupo de soldados detuvo y torturó sexualmente a Ana, Beatriz y Celia González, tres hermanas indígenas tzotziles en Chiapas, y a su mamá Delia Pérez González. Ellas denunciaron los hechos ante el Ministerio Público pero las autoridades archivaron sus expedientes.
Por falta de justicia en México, el caso llegó seis años después a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (la antesala de la CoIDH), donde las autoridades mexicanas argumentaron que ellas no habían demostrado suficiente interés en las investigaciones.
También sirvió para argumentar que “la jurisdicción penal militar no satisface los requisitos de independencia e imparcialidad” en investigaciones que implican a sus integrantes, según señaló la CIDH en un informe de fondo que emitió en 2001.
La denuncia de su caso evidenció que los batallones del Ejército mexicano que se instalaron en las comunidades de Chiapas durante el surgimiento del EZLN usaron la tortura sexual para intimidar a las indígenas y evitar que participaran en el movimiento zapatista.
Las indígenas fueron violadas y torturadas en 2002 por soldados distintos del Ejército que se alojaban en la sierra guerrerense. Tenían 25 y 17 años respectivamente, y fueron abusadas en un contexto de pobreza y discriminación.
Aunque ambas denunciaron la violación ante distintas autoridades -a pesar del estigma que eso representaba en su comunidad- no se castigó a los responsables, por lo que después de varios años ellas llevaron su caso a la CoIDH, donde obtuvieron en 2010 una sentencia que reconoció que en México había una “violencia institucional castrense” y, otra vez, ordenó al Estado mexicano a reformar su Código de Justicia Militar para que militares que agreda civiles sean juzgados en instancias civiles.
Al menos cuatro indígenas adultas mayores de la sierra de Zongolica, en Veracruz, fueron agredidas sexualmente por militares; una de ellas murió por esta violencia. El entonces mandatario federal, Felipe Calderón, negó toda responsabilidad de los militares y aseguró que Ernestina Ascencio, la primera de las víctimas, murió por “complicaciones de úlcera”.
Estos casos -junto con el de 13 mujeres agredidas por un grupo de militares instalados en Ciudad Juárez, Chihuahua- fueron las primeras denuncias por violaciones cometidas por militares en el contexto de los operativos que ordenaron los expresidentes Vicente Fox y Calderón por mandato presidencial (aunque sin ningún sustento en ninguna ley) para combatir el narcotráfico.
Denunció que su esposo fue privado ilegalmente de la libertad y asesinado por militares en Sinaloa en mayo de 2008. En 2009 impugnó ante la SCJN el fuero militar; aunque la Corte negó el amparo, su caso fue uno de los principales antecedentes para que en 2014 se modificara el Código de Justicia Militar.
Paola Alvarado Espinoza, Rocío Irene Alvarado y José Ángel Alvarado Herrera fueron detenidos por militares en Buenaventura, Chihuahua y desde entonces están desaparecidas. Las autoridades mexicanas alegaron que los responsables no eran militares, sino integrantes del crimen organizado pero uniformados como soldados.
Luego de que no encontraran respuestas en ninguna instancia federal mexicana, las familias -acompañadas por el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres- acudieron a la CoID, donde se analizará su caso.
Hasta hoy, la CoIDH ha emitido al menos cuatro sentencias contra el Estado mexicano por abusos de las Fuerzas Armadas de México contra mujeres.
Pero estos son sólo algunos ejemplos de las violencias que han vivido las mujeres a manos de las Fuerzas Armadas de México, mismas que se han intensificado en el contexto actual del narcotráfico.
El informe Mujeres con la frente en alto. Informe sobre la tortura sexual en México y la respuesta del Estado, del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, documentó 29 casos de mujeres que fueron acusadas de haber cometido diversas modalidades de delincuencia organizada y que fueron sometidas a tortura y tortura sexual (como práctica generalizada y constante) a manos de fuerzas de seguridad tanto castrenses como civiles de los tres niveles (federal, estatal y municipal), y que “dentro del aparato estatal existen esquemas institucionales que alientan o permiten su comisión.
Otros casos en los que las mujeres se han enfrentado al Ejército para denunciar su participación en violaciones a derechos humanos son las decenas de mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos durante la Guerra Sucia; las madres de los estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa, Guerrero; y la única sobreviviente del ataque armado en Tlatlaya, Estado de Mèxico, donde integrantes de la Sedena dispararon sin motivo a un grupo de jóvenes y luego declararon que eran criminales y estaban en enfrentamiento armado.
Pese a este historial de abusos, en la pasada discusión en las Cámaras de Diputados y Senadores sobre la creación de la Guardia Nacional hubo un tema que casi no se discutió y que prácticamente no existió en toda la propuesta: los derechos de las mujeres en un país militarizado.
“La formación y el desempeño de los integrantes de la Guardia Nacional y de las demás instituciones policiales se regirán por una doctrina policial fundada en el servicio a la sociedad, la disciplina, el respeto a los derechos humanos, al imperio de la ley, al mando superior, y en lo conducente a la perspectiva de género”, quedó escrito el Diario Oficial de la Federación (DOF).
Ésta es la única línea de todo el documento que refiere al tema y, de hecho, desapareció en una de las veces que pasó por el Senado, aunque después la volvieron a poner.
Aún no se publican las leyes secundarias de este nuevo cuerpo de seguridad (conformado por militares y policías con margen de acción para la atención de robos hasta narcotráfico), pero en ninguna de ellas se ha discutido la responsabilidad del Ejército y la policía de garantizar la vida, la integridad y la libertad de las mujeres.
Durante las sendas discusiones que el Poder Legislativo le dedicó a este tema, se organizó el pasado 15 de enero en la Cámara baja el foro Guardia Nacional, Mujeres, Seguridad y Paz en el que participaron algunas víctimas directas de los abusos de las fuerzas castrenses.
Ahí, Valentina Rosendo Cantú -víctima de violencia sexual por parte de militares en 2002- dijo: “las personas que hemos sufrido en carne propio de los horrores a manos de los militares decimos: si hemos llegado hasta aquí, es porque nuestro dolor es tan grande y tan profundo y a la vez tan poco esperanza de castigar a los responsables de estos crímenes y el horror que viene (…) son muchas la voces de mujeres víctimas de militares, los militares en las calles no nos dan confianza”.
Junto a Valentina, familiares de víctimas de desaparición y activistas se pronunciaron en contra de esta Guardia por considerarla una institución -en sus palabras- patriarcal.
Si bien el foro lo organizó la Comisión de Igualdad de Género de la Cámara de Diputados, nada de lo que se dijo quedó plasmado en las revisiones (ni en los comunicados sobre el Foro) que hizo esta comisión al proyecto de decreto de la Guardia Nacional; por el contrario, la presidenta de este órgano, Wendy Briceño Zuloaga, votó a favor de que se creara.