Desde niña tuve una fascinación obsesiva por la bicicleta, relata mi madre que me bajé de un triciclo para montarme de lleno en la bici. Desde mi presente rememoro como fue crecer en un poblado rural, donde las distancias entre vecinos bordeaban los dos kilómetros, y la vida de campo transcurría entre eternas praderas.
Tenía trece años, y una energía propia de niña hiperactiva. En la bicicleta encontré la perfecta canalización de mis angustias y sentimientos entrecortados de joven que se aproxima a la adolescencia. Por aquella época, los tramos que recorría en el campo comenzaron a quedarme pequeños, y la necesidad por las aventuras en calle de ripio y tierra eran una alternativa ideal, para quien creció sin hermanos o hermanas, en un predio apartado de una comuna rural, de la región de Los Ríos en Chile. En este sector rural, la población era en su mayoría evangélica, mi propia familia profesaba esta religión, y yo misma hasta cierta edad fui adoctrinada en esas creencias.
Mis salidas en bicicleta comenzaron a ser comentarios obligados entre las familias que no veían con buenos ojos la “soltura de cuerpo” de una señorita. Solía en ese entonces recorrer hasta 20 kilómetros por los senderos que conectaban distintos subsectores del campo.
El pedalear sintiendo el viento y el sudor en mi cuerpo, eran una canalización impagable, considerando que en esos años comenzaba a aflorar una depresión que me seguiría por varios años de juventud. Había encontrado en la bicicleta una confidente; solo necesitaba los audífonos, la música intensa adornando los paisajes por tramos desiertos, y la velocidad. Los comentarios no tardaron en aparecer, las vecinas insidiosas no podían entender que una joven disfrutara tanto el deporte.
Mi madre muchas veces avergonzada, intentaba frenar mis excursiones, pues decía “hija, la gente va a comenzar a llamarte loca, ninguna niña de bien sale por estos lados a andar en bicicleta, menos sola. Además, tú sales, incluso cuando llueve, no es bien visto esto en una señorita”.
Pero no solo era mi madre el problema, por mi recorrido solía pasar frente a una cancha de futbol, en realidad eran unos palos montados a modo de arco y un terreno amplio que conformaba la cancha de entrenamientos de los clubes de campo. Cada vez que pasaba por ahí debía subirle al máximo el volumen a mi música, pues los hombres de todas las edades me gritaban estupideces al pasar. Yo pedaleaba muy rápido, casi sin respirar, avergonzada de mí, de mis partes, de mi cuerpo. Tenía trece años y un miedo y vergüenza que me sobrepasaban. Resistí en mis salidas, pues la soledad y el tedio no tenían que ser mi destino en el campo, merecía recrearme, al menos eso pensaba yo.
Al pasar los meses a mis oídos llegaron rumores sobre mí persona, los machitos futbolistas decían que yo “andaba buscando atención” “me quería mostrar” que un día de estos “me saludarían, para que se me quitara lo altanera”, etc. Esto lo supe de boca de una amiga, cuyo padre era una suerte de director técnico de los futbolistas y había escuchado eso después de las acostumbradas borracheras post partido, (ahora pienso: ¡Que carajos que el mismo padre de mi amiga no les paró el carro en esos momentos!), Tuve al principio mucho miedo, sabía que me enfrentarían algún día, comencé a limitarme en mis horarios, a ser una completa paranoica de mis trayectos, y tuve rabia.
Por esos años la bicicleta era lo único que me hacía feliz, sabía que no podía contarles a mis papás, pues mi madre me obligaría a permanecer fija en casa, y mi padre, bueno mi padre tampoco permitiría mis salidas. La pena le dio paso a la rabia, y comencé a llenarme de ira contra estos hombres, dueños y señores del derecho a transitar los espacios, a gozar del deporte, de las calles, de la recreación. Estas bestias que se pensaban con el derecho a juzgar mis actividades, a restringirme los sueños, a intimidarme y repartir piropos y besos como si yo fuera un perro más.
Sin contar en casa mis temores, me armé de valor y tomé la cortapluma (navaja) de mi padre, y la introduje dentro de la zapatilla. Me hacía sentir segura. Ahora ya no agachaba la cabeza cuando los machos de la cancha de futbol detenían su juego y me gritaban estupideces, ahora respondía, ahora les gritaba: ¡cállense mierda!, o les levantaba el dedo medio mientras pedaleaba. Una tarde, sin embargo, un grupo de ocho hombres me vieron pasar por el recorrido de siempre y decidieron esperarme de regreso, escondidos en un tramo del camino a mi casa, que tenía un pequeño puente, alejado de la misma cancha y de las casas de los vecinos cercanos.
Yo estaba por alcanzar el puente, cuando les vi. Intentaban esconderse tras unos matorrales. Frené en saco, y agradezco tanto el haberlos divisado antes, pues no quiero imaginar los posibles momentos, y desde la distancia enarbolé mi cortapluma y la sacudí en el aire, estuve de pie, inmóvil al menos unos 10 minutos esperando movimiento, ellos no salieron de su escondite. Como era una pequeña fierecilla, pero no poco inteligente, me devolví por otro camino para llegar a casa. Ellos eran más y mayores que yo, no iba a arriesgarme.
De ahí en adelante mi estrategia cambió, ahora cada vez que pasaba por la cancha, me bajaba de la bicicleta, desconectaba mis audífonos y miraba lo más amenazadoramente que pudiera, esperando el mínimo gesto o palabra que pudieran decirme, para atacar, para gritar y defenderme a vista pública. Ahora que me imponía comenzaron a tenerme respeto, les disputaba el espacio, armada siempre. Y seguí pedaleando, alerta en los trayectos, pendiente de si alguien me seguía o esperaba en los senderos, creando tretas cuando detectaba peligro o imponiendo una actitud de fiera, con temor a veces, pero no postergándome a mí misma. Hoy tengo 27 años y soy feminista.
Lo más bello de esta historia, ocurrió con los años: Llega mi madre un día después de una visita a la posta rural del sector, y me cuenta muy contenta que estuvo conversando en aquel lugar con un grupo de señoras, mujeres adultas que comenzaban un programa de ejercicios que la localidad implementaba para mujeres de campo, donde les facilitaban máquinas de ejercicios y a veces un instructor para su salud y recreación. Éstas, un poco avergonzadas de principio, comenzaron a acercarse (luego caminar kilómetros en algunos casos para llegar a este espacio). Ellas le dijeron a mi madre que siempre me veían pasar en bicicleta, y que mis ganas de hacer deporte les había motivado a reunirse en la sede.
Ellas tenían vergüenza de que las vieran en máquinas de ejercicios, vergüenza de exponer su cuerpo a la comunidad, de mirarse unas con otras. Pero dijeron, según mi madre: “Si a su hija no le daba vergüenza salir por ahí pedaleando, y más encima a veces cantando, y sola, menos nosotras tendremos vergüenza, que nos hace bien este ejercicio”.
Luego de mucho tiempo pude sentir que exponerme así, en un ambiente tan machista había valido la pena. Al poco tiempo mi madre comenzó a regalarme implementos deportivos para la bicicleta, y al pasar los años, “El Salto”, éste sector rural que me cobijó de niña, comenzó a ser más transitado por niñas y adolescentes, ya sea en bicicleta o disputando el espacio en la cancha de futbol, antes gobernada por machos.
De ninguna forma me atribuyo estas transformaciones, pero si guardo la satisfacción secreta, de saber que al menos para un par de mujeres, el ver a una niña siendo feliz en lo inapropiado, significó valor para ellas. La autodefensa no siempre es enfrentar con navaja al violento, si no abrir caminos posibles para otras. Una mujer no debe vivir con miedo a ser violada. Esta vida no puede ni debe ser nuestra jaula.