Por Loba Franca
Cuando el tiempo, el espacio y los cuerpos de todo lo existente habían sido secuestrados por un sistema que se suponía invisible e invencible, encumbrando el tiempo, el espacio y el conocimiento en el cuerpo masculino; las mujeres todas vivían un malestar; algunas lo percibían claramente, su cuerpo les recordaba los tiempos en que eran parte de la vida digna con las plantas, con los otros animales, con la vida toda; otras percibían el malestar muy quedito e intentaban imitar a los hombres para salvar sus vidas de la aniquilación simbólica y material a que eran sometidas; otras más interpretaban el malestar como una incompletud y les creían a los hombres cuando les decía que los necesitaban en sus vidas, mandándoles que hacer, que decir, que sentir, que pensar, que amar para “apagar”-curar el malestar.
Todas ellas luchaban para resolver el malestar, luchaban de distintas formas aunque siempre, su objetivo era sobrevivir: ya construyendo comunidades exclusivas de mujeres, ya convirtiéndose en las esclavas favoritas de los hombres, ya imitándoles.
Era la edad de mayor dominación que habían existido en la tierra hasta entonces.
Cada mujer, en un cierto momento del día, a veces de segundos, a veces de manera continúa en el caso de las mujeres que construían su vida entre ellas, recordaban la necesidad de salirse del sistema misógino y feminicida que las construía como pecado, como tentación, como servidoras y musas de los hombres, como sus esclavas. Y ese recuerdo tenía efectos diversos: Para las mujeres separatistas, era el incentivo a seguir construyendo la vida digna en comunidad; para las que buscaban ser las esclavas favoritas era un recuerdo doloroso que intentaban acallar maquillándose mejor, planeando maneras de ser más serviciales, pensando maneras de estar más atentas a las rivalidades con otras esclavas por la competencia continúa y también ante el miedo del castigo si se oponían al mandato obligatorio de servicio y cuidado permanente en favor de los hombres. Ante el mismo recuerdo, las que optaban por imitar a los hombres, movían vigorosamente la cabeza mientras dibujaban un gesto de desprecio en su rostro, pensando que el sistema también podía ser un buen lugar para ellas, sólo era cosa de “cambiarlo” lo suficiente. Pero ese pensamiento de “salirse del sistema” iba ganando lugar en cada vez más cabezas de mujeres, en cada vez más lugares del planeta; incluso las esclavas, incluso las imitadoras lo pensaban cada vez más; sobre todo cuando recordaban el horror de la violencia feminicida.
Y cada vez que una mujer que construía su vida entre, para y desde las mujeres escribía un poema, un cuento, una historia, cada vez que daba un taller, que se encontraba con otras mujeres en el mercado, en la tienda, en la chamba, en la escuela; las otras mujeres sentían como se iba abriendo camino en su mente, en su cuerpo, la idea de que era urgente y necesario salirse de este sistema misógino que no les reconocía su dignidad de personas, un sistema que despreciaba la vida que no estuviera materializada en cuerpo de hombre y mejor si blanco y mejor si europeo y mejor si rico.
De a poquito, las comunidades de mujeres, fuera del sistema y dentro de la vida, se iban multiplicando y por supuesto se mantenían en comunicación, se compartían sus construcciones teóricas y de análisis porque había todo que hacer, otros modos de conocimientos, desde otras lógicas y desde sus estéticas como mujeres que eran; y se compartían sus miradas sobre los nuevos peligros que permanentemente las acechaban, pues compartían la tierra con ese sistema patriarcal misógino. Se compartían además la alegría de la vida digna, la rebeldía para seguir liberando sus vidas, sus cuerpos, sus tiempos y sus territorios de las programaciones patriarcales; evitaban el síndrome del vigía, compartiendo sus historias de lucha y de construcción de este mundo sin odio a las mujeres y recordaban a las mujeres que dieron sus vidas para que las nuestras fueran posibles; convivían con la vida y la muerte nutricias, cíclicas y dignas. Por supuesto que había mujeres que se resistían a hacer conciencia de su malestar, había mujeres que incluso culpaban a otras mujeres de ese malestar por su desobediencia, y otras mujeres, cómplices de los hombres y creyentes del sistema, infiltraban las comunidades y queriendo romper el tejido de vida; otras mujeres, queriendo su lugar en el patriarcado misógino, encabezaban campañas permanentes para confundir a las mujeres y hacerles creer que su malestar era enfermedad, que tenían que tomar medicamentos o terapias o tener sexo heterosexual para “aliviar” ese malestar; o que tenían que operarse o someterse a dietas, tenían que triunfar, claro, con las reglas patriarcales. Por supuesto estas campañas eran acompañadas por las instituciones patriarcales que seguían manteniendo, perpetuando al sistema en tanto tal.
Las mujeres que construían la red de comunidades vitales, no confiaban en esas campañas, ni se desanimaban ante esas compañas, ellas seguían creando la vida, acuerpando a otras mujeres de todas las edades que reconocían su malestar y luchaban no para disminuirlo, no para “embellecerlo”, no para “resignificarlo”, sino para construir otro mundo donde no fuera posible ese malestar de riesgo de vida por ser mujeres, resultado de la misoginía fundante del sistema. Y así con trabajo pequeñito por invisible, pequeñito por clandestino, peligroso porque estaba poniendo en peligro el poder del sistema, con trabajo cotidiano, creativo y tierno, las mujeres reivindicaban, construían su dignidad pero no como parte del sistema, sino como parte de la vida viva.