Por Lau Corazón
No era tarde cuando salí de casa, iba rabiando como se había hecho costumbre. Amaba a papá, pero no podía dejar de verlo con un lente de mayor graduación, que me hacía escarbar en sus acciones, repensar lo que creía; lo que siempre creí. Seguía siendo mi deportista favorito, pero ya no concebía los días futboleros sin pensar que cada fin de semana participé de su mano fuerte contra mamá.
Estoy en la parada y el camión se aproxima, debo tomarlo o no llegaré a tiempo. No tengo ganas, ni intención de hacerlo. Parece que mi cerebro ha dejado de oxigenar. Tomo un respiro y lo decido, caminaré. A pie, me toma una hora para llegar a la facultad, pero pienso que lo que menos deseo en este momento es llegar a esa clase, no encuentro importantes las teorías del aprendizaje. Si tan solo hubiera un instructivo para entenderlas.
Mientras camino pienso que es extraño que ahora, cada vez más, las cosas parecen no tener sentido. De pequeña aprendí a seguir instrucciones, todo era fácil; cuidar de mis hermanas, limpiar la casa, hacer de comer, no abrir la puerta a personas extrañas. Las tareas escolares eran pan comido, solo debía seguir instrucciones: responde el siguiente cuestionario, marca con azul los adjetivos, desglosa los números a continuación. Incluso, actividades –según mis tías- no propias para una niña, podía realizarlas con solo seguir las instrucciones: armar y desarmar mi bicicleta (que verdaderamente adoraba), conectar el DVD a la televisión, instalar una persiana. Todo tenía sentido, lo tuvo en mi niñez.
Absorta en mis pensamientos, sin perder el ritmo al compás de la nada, sigo recorriendo las calles. El camino se acorta, estoy por llegar a la escuela. Aún no siento en mi cuerpo un motivo, no pienso una razón, no veo respuestas. Según mis cálculos en relación a la posición del sol, (una rara enseñanza del campo que no sé cómo aprendí) aún debe faltar para que la clase de la que rehúyo, termine. Tomo asiento en una baranda, o banqueta, tal vez era una banca, ya no lo recuerdo.
El bullicio en mi pequeña ciudad, cada vez es más fuerte. Los carros por la avenida, el ir y venir de las personas, un lejano pero reconocible sonido que me hace identificar el minisúper de un costado. El olor del aceite requemado de alguna lonchería cercana, me hace volcar mis recuerdos en los domingos que después de misa, comíamos con mamá un sope típico de Tecomán, con café.
Con un sentir y sabor agridulce, me doy cuenta cuán distante estoy de esa niña, de esos días, de esa vida. Justo a mis 20 años, todo parecía caerse, la mayor parte de lo que creía ahora me parecía a veces absurdo, a veces injusto. Incluso, esas tardes calurosas de catecismo en las que pasé toda una infancia, ahora carecían de significado. Aprendí bien las instrucciones, no las cuestioné. Persignarse, hincarse, no jurar y no robar, fueron las instrucciones sencillas. Desde que lancé al aire un porqué, la facilidad se fue borrando.
No encontraba respuestas, tampoco compañía para buscarlas. De repente peleaba con papá, luego con mamá. En mis clases reconocía la desigualdad con mis compañeros (aunque eran los menos en Pedagogía), me indignaba la amabilidad –para mí- sórdida, de mis amigos. En un mundo donde mi mamá cumplió con enseñarme a seguir las instrucciones, pero también me dio una oculta libertad para saber cuáles quería seguir, me sentía sola y desubicada.
El continuo sonido del minisúper, me regresa al suelo que piso. Me doy cuenta que sigo aquí, con todo y cuestionamientos. Viro mi cara a la derecha y veo alejarse al profesor de teorías. Un mediano suspiro, me hace tomar la calma. Me levanto, ya no sé estoy erguida por pena, por dolor o por convicción. Me dirijo a la clase de la Mtra. Aimé. En los últimos días, sus amenas clases-charlas-debates-, han sido como un deslumbrante halo solar, que me dirige a un camino bifurcado: seguir a lo desconocido o regresar sobre las andanzas ya vividas.
Paso la puerta principal, subo las escaleras, paso el grupo de cuarto A, cuarto B, llegué al C. Sonrío irónicamente, me doy cuenta que camino como siguiendo instrucciones: entra…sube… En mi mente, la palabra instrucciones revolotea como abejas en panal. Zumba. Tomo el asiento de todos los días y enfoco mi mirada en la pantalla, la diapositiva al frente anuncia el tema de hoy: Ecofeminismo para otro mundo posible.
Escucho placida, cual melodía clásica, las palabras de la profesora. Lanza preguntas, pero no sé si responder. El halo seduce mi camino con una claridad cada vez más cercana. Ahora estoy dentro. Sin aparente conciencia, escribo en mi cuaderno:
Instrucciones: Reconstruir en verde y violeta.
La vida la comparto con todas las mujeres que pensamos en un mundo más justo e igualitario. Trabajamos para ello. La vida es ese camino que recorremos todos los días, con sinsabores, alegrías y descontentos. El verde y violeta, es ese mismo cristal que me obliga a repensar mis acciones, mis creencias. Pero también, brinda posibilidades sobre el cómo hacer para cambiarlo.