Por Marialaura Zárate Ortega
Ella no sabía el valor y el poder de su ser, “porque no se lo habían enseñado” (hasta donde recordaba). Cada mañana ese era el primer pensamiento que tenía. Sin embargo, nunca reparaba en ello, hasta aquella noche lluviosa de verano en donde la lluvia apenas justificaba los sollozos que le venían del alma, sola, entrampada en pensamientos absurdos sobre la vida, sobre sí misma, juicios morales aprendidos que más que “morales” les tendríamos que llamar inmorales por el dolor que causan. Miraba por la ventana mientras sostenía un cigarro a punto de quemarle los dedos, y es que aquella noche de hastío no importaba nada, ni los logros, ni el cuerpo y mucho menos la vida.
Artemisa se llamaba aquella chica melancólica, que asomaba todas las noches a la ventana dispuesta a observar el mundo, o a sentirse observada por él. Su nombre de guerrera, más que un modo de llamarla, parecía una cruz porque siempre había tenido que luchar para rescatarse a sí misma, y según su mente le jugaba: “Jamás había logrado nada para ser feliz”. Y, a veces, cuando la depresión más profunda y desoladora se posicionaba en su ser y en su mente, cual Pepe Grillo pensaba: “¡Nunca lo voy a lograr, es inútil, no vale la pena!”
Pero aquella noche era distinta, se había dispuesto a despedirse de la vida, había decidido dejar de luchar más con sus juicios morales y sus etiquetas personales, estaba realmente agotada de la lucha interna y el malestar físico que le generaba haber estado siempre en pie de guerra, siempre sosteniéndose a sí misma sin poder avanzar firmemente como lo esperaba, le hacía tanta falta una compañera, le faltaba alguien para compartir los logros, alguien para aprender a amar o para entregarse y descansar. Miró hacia su casa y reparó en que todo estaba dispuesto para sobrevivir, pero nada tenía que ver con habitarse a sí misma, no sabía cómo, realmente le había hecho falta poder tener una mirada que le reflejara su ser mujer. Pero era inútil, su madre no estaba, y entonces amargamente lloró, sin saber exactamente por qué, después de todo la herida había cerrado hace años.
Entonces fue cuando comenzó todo. Después de sus trágicos pensamientos y el dolor físico, cayó en un profundo sueño mientras la lluvia inundaba la ciudad y rítmicamente le velaba el sueño. Mientras se encontraba tumbada en la cama de la austera habitación sintió la cálida caricia de una mano tibia que le rozaba el pelo en repetidas ocasiones, era una sensación desconocida y tan agradable que no se atrevió a cuestionar o mover un músculo siquiera, pero poco a poco fue recobrando la conciencia. Esa mano parecía tan segura, tan acogedora, amorosa como… ¿cómo podía ser? “Estoy sola” -se dijo para sus adentros- “no tiene sentido esto”. Y al cabo de uno segundos escuchó la voz: “Nunca has estado sola, yo siempre estoy a tu lado” -dijo la mujer con voz firme, pero cálida, segura, pero amorosa, una voz que inspiraba confianza. Así fue como Artemisa decidió colocarse de frente al lugar de donde provenían la voz y las caricias, y se encontró con lo inesperado: frente a ella, en la penumbra húmeda de la habitación, se encontraba una mujer madura.
Aquella mujer vestida con una túnica roja, de edad madura, con expresión de tranquilidad y amor, era impresionantemente parecida a Artemisa, las facciones, la voz, la mirada amorosa, la calidez de sus manos para dar… No tuvo ni que preguntar para darse cuenta de quién era, entonces se refugió en sus ojos y esta vez no hubo necesidad de hablar, solo las miradas y el tacto dijeron todo lo que habían de decir, un abrazo de encuentro, los sollozos de “te extraño”, las caricias de “te acompaño siempre”, y finalmente la palabra sanadora de la Madre:
– Yo siempre he estado aquí, unida a ti, por el Hilo Rojo que une a las mujeres, a las madres con las hijas, a la primera mujer con la última, siempre transmitiendo la sabiduría de lo femenino y el poder de nuestro sexo. Siempre te acompaño, en cada decisión que tomas, en cada momento que vives, en la dificultad y en tus momentos de gloria, comparto tus decisiones sabias, comparto tus caminos, comparto tu amor y por supuesto que comparto tu tristeza. Siempre estoy a tu lado, donde me necesitas, yo te acuno y te protejo, así como te di mi belleza, te doy el valor de las mujeres y la palabra de nosotras para ser siempre felices y auténticas, porque tú eres mi Hija querida y nuestro amor va a trascender tiempos, espacios y dimensiones. Siempre estoy dentro de ti.
Artemisa recibió la investidura de Mujer que le entregaba su Madre, quien se acercó a ella y le colocó una túnica roja larga, ceñida en la cintura por un cinturón dorado bordado, símbolo de la conexión que ellas y todas las mujeres del mundo tenemos y que nos hacen hermanas, madres, hijas y sobre todo mujeres sabias.
El sueño se tornó profundo y Artemisa se desvaneció sobre la cama mientras su Madre la arropaba y le acariciaba el pelo observando cómo la niña que dejó en este plano se había transformado en una mujer digna de su nombre “Artemisa” y cómo la semilla del amor y de las Mujeres continúa a través de ella uniendo una generación con la siguiente.
Madre más allá de la vida por el hilo rojo que las une para la eternidad.