Por Nayajoda Ca*
Nací en una comunidad rural al norte de Nicaragua. Nací justo cuando un movimiento de mujeres y hombres jóvenes casi llegaba a la recta final de los enfrentamientos armados que mantuvieron ininterrumpidamente desde 1961 hasta 1979. El sueño era liberarse de la dictadura de más de 40 años de la familia Somoza.
Cuenta la historia que la inspiración más importante de este movimiento fue la lucha de aquellos obreros y campesinos que bajo el liderazgo de Sandino resistieron por siete años la intervención de Estados Unidos en Nicaragua, consiguiendo su retirada en 1933. Aunque se fueron oficialmente, dejaron instalada una fuerza militar, llamada Guardia Nacional, a cuya cabeza colocaron a Anastasio Somoza García, quien en 1934 asesinó a Sandino y mantuvo el control del país hasta 1979.
Con el triunfo de la revolución sandinista en 1979 parecía que por fin el país volvía a tener otra oportunidad, pero Estados Unidos no dejó pasar tanto tiempo. No habían pasado ni tres años, cuando otra vez estaban ahí apoyando a grupos que se oponían al proyecto revolucionario. Otra vez los enfrentamientos armados en 1981, una guerra que mató a miles y miles de nicaragüenses y que terminó en 1990 con unas elecciones donde el pueblo votó por una coalición que prometía poner fin a la guerra.
Aunque mi familia nunca se identificó como sandinista, fue inevitable sentirme parte de todo aquello que vivimos. Mientras los enfrentamientos se intensificaban, la escuela era el único lugar donde aprendía sobre el proyecto revolucionario, me lo creí. Tenía solamente 6 años, en 1983, cuando inicié mi primaria, pero aún recuerdo imágenes de mis libros, las historias de los héroes de la revolución -todos hombres-, recuerdo el himno de la revolución que repetíamos con una mano en el corazón, recuerdo los concursos de poemas que nos invitaban a escribir para la revolución, aún recuerdo un fragmento de uno de los poemas que aprendí.
Mientras transcurría esta historia conocida y admirada a nivel internacional, paralelamente ocurrían muchas otras cosas en mi vida, esas que aprendemos de forma distinta dependiendo de si naciste con pene o con vagina. Para cuando terminé la primaria tenía 11 años, un año antes que el Frente Sandinista perdiera las elecciones nacionales en 1990. Siento que ahí completé uno de los ciclos más importante de mi vida.
Para escribir sobre esa etapa quiero resaltar lo que para mí ha tenido un papel central en mi formación como mujer. Las imágenes o palabras que se me viene a la mente son espejos en los que nos obligan vernos cada día y donde se proyectan imágenes que nos sentimos obligadas a adoptar en nuestras formas de ser, pensar y actuar: hechizos que nos hacen ver que aquello es lo normal, que es mágico, divino; mandatos que aceptamos casi sin cuestionar, en realidad se nos dan de tal forma que ni siquiera nos da tiempo de pensarlo.
Todas esas imágenes y palabras parecen tener vida propia, aún cargo con muchas escenas dolorosas, palabras, normas que me siguen llevando una y otra vez a esos años de mi niñez y adolescencia. Aunque algunas veces he recurrido a terapias alternativas y he llorado mucho al contar ciertas partes de mi infancia, siento que no ha sido suficiente. Tengo la impresión que no me ha bastado con escucharme y que me escuchen, quiero ir a esos rincones donde se han guardado tantos pensamientos y sentimientos, que mis dedos lo escriban y que mis ojos lo lean todas las veces que sea necesario.
Me advierto a mí misma que no quiero hacerlo desde el pesar, desde la queja. Necesito seguir mezclando de manera reiterada las dosis de opresiones con las libertades de ser, pensar y sentir que nos da y aprendemos del feminismo. Me imagino que cada vez que repita esta mezcla, las dosis de opresiones se irán diluyendo y que sólo así podré seguirme reafirmando en la mujer que quiero ser y no la que esperan que sea.
A partir de aquí trataré de describir los tantos espejos, hechizos, mandatos recibidos durante mi niñez, de mi ser niña – adolescente – mujer, aunque en algunos momentos saltaré a otros años porque necesitaré hacer algunas relaciones. Mientras pensaba en la palabra espejo recordé esta anécdota, la dejo por acá y de manera muy breve. Recuerdo aún a mi profesora de primer grado, Lina, ella venía de Granada, una ciudad turística que queda al sur de Nicaragua. Cuando nos describía de dónde venía pensaba que se trataba de otro país, nunca había ido a la ciudad, nunca había visto la televisión. Un día ella llegó a mi comunidad y entró a mi casa, yo estaba sola, me pidió agua y me dijo que le prestara un espejo para verse la cara. Sentía mucha vergüenza decirle que en mi casa no teníamos espejos, pensé que no me lo creería, cuando se lo dije, ella insistió diciéndome que no importaba si era un espejo pequeño que sólo quería verse la cara y le repetí que no teníamos. Pues entonces, de esos espejos no teníamos en mi casa, pero sí de esos otros a los que me quiero referir en adelante.
Por la importancia que ha tenido en mi vida, quiero empezar por narrar muy brevemente la historia de mi madre, necesito aclarar que solamente cuando empecé a involucrarme en el feminismo tomé consciencia de lo importante que ha sido mi mamá en mi vida, indiscutiblemente uno de los espejos más significativos. Ella creció en una familia muy grande, 9 hermanos y 4 hermanas, ella es la número 10 y antes de ella está otra de sus 4 hermanas. Su madre, una mujer muy callada, siempre amable y nunca hace un reproche, muy católica y ayuda a los demás todo cuanto puede.
Cuenta mi madre que en su familia vivían en una situación de mucha pobreza material, que había periodos peores que otros. Ella vivió casi la última mitad de la dictadura somocista. Mi mamá y su hermana mayor, desde muy pequeñas tuvieron que asumir una gran cantidad de trabajo junto a su madre. Se levantaban cada día alrededor de las 2 AM, de lo contrario el día no les ajustaba. Tenían que hacer el desayuno y la comida de las 10 AM para todos sus hermanos y su papá que iban a trabajar la tierra. No contaban con ningún medio que les hiciera menos pesada la jornada. Cuando los hombres salían de la casa, entonces ellas iban a traer el agua a un pozo que quedaba lejos, luego se iban al río a lavar la ropa de toda la familia. Dice mi mamá que les era tan complicado lavar las toallas de pedazos de tela que usaban durante la menstruación, les daba mucha vergüenza que las demás personas se enteraran cuando andaban en su periodo.
Cuando sus hermanos sacaban la cosecha, de la cual se quedaban con una parte para el consumo propio y vendían otra, nunca pensaron que sin ellas no hubiese sido posible sacar la jornada en el campo, sus trabajos no contaban, así que nunca les tocó ni un poco del dinero que lograban sacar cada año. Además, por esos tiempos murió la esposa de uno de sus hermanos mayores, dejando 7 niñas y niños que tuvieron que criar como su fueran sus hijos. Para ese tiempo mi mamá tenía 15 años.
Por aquellos años se acostumbraba que si a un hombre le gustaba una muchacha, éste tenía que pedir permiso al papá y sólo con el visto bueno del papá, las visitas podían seguir. Mi abuelo era extremadamente celoso, así que las conversaciones del novio eran con él. Mi papá dice que estaba muy enamorado de mi mamá y llegó el día que tenían que casarse. A uno de los hermanos de mi mamá se le ocurrió la idea de proponer a mi papá que se casaran el mismo día y así se hizo. Hasta aquí mi mamá solamente cuenta para llevar adelante los proyectos de otros.
Finalmente mi mamá se casó. A los diez meses estaba naciendo su primer hija (yo). Mi papá salía a trabajar y regresaba los fines de semana. En ese tiempo aún vivíamos con la familia de mi papá. Algunas veces escuché decir a mi mamá lo triste que se sentía en esa casa. Imagino con mucha frecuencia esta fase de la vida de mi mamá y siento mucho enojo, a veces lloro, no es justo.
No es fácil escribir esto porque reconozco muchas cosas en mi papá. Ha sido distinto a toda su familia, él es el mayor y con mi abuelo paterno alcohólico, tuvo que asumir el rol y mantener a su mamá, hermanos y hermanos, al menos garantizar la alimentación. Junto a mi mamá prometieron que sus hijas e hijos iríamos a la universidad, él siempre tuvo una relación especial conmigo. Sin embargo, el lugar en el que me pongo es en el de mi mamá.
Muy seguidamente y con la información que he guardado desde mi infancia, reproduzco mis propias escenas y la miro ahí y me hago tantas preguntas: ¿qué sentiste al irte con alguien que casi no conocías?, ¿cómo viviste tu primera relación sexual?, ¿fueron diferentes las que vinieron después?, ¿qué te significó salir embarazada?, ¿querías salir huyendo?, ¿alguna vez deseaste que nada de esto te estuviera pasando?, ¿y cuándo nací, qué sentiste?
Quisiera que me respondiera honestamente, pero no lo hará, me ama profundamente y no quiere que piense que el embarazo y mi nacimiento no necesariamente tuvo que ser bonito. Le he demostrado que estoy de su lado, que la comprendo totalmente y que ha sido fundamental en mi vida, nunca la vi renunciar, a quedarse en el mismo sitio, expresar que no podía hacer algo porque era mujer, nunca se quedó callada frente a mi papá, nunca le demostró miedo a que se fuera de casa y nunca dejó de protestar cada vez que en la mañana tenía que poner sobre la cama toda la ropa que mi papá tenía que vestir.
Cuando mi papá muy borracho, porque también con los años se hizo alcohólico y vivimos así por mucho tiempo, me decía “tu mamá no me quiere, nunca me quiso”. Y al presenciar las peleas, en las que mi mamá no se callaba y le decía que si algún día intentaba golpearla se arrepentiría toda su vida. Justo ahí aprendía que la vida de las mujeres era muy triste, que no quería seguir creciendo porque me tocaría vivir lo mismo. En aquel tiempo era muy pequeña, me costaba mucho asimilar tanta información. Me sentía responsable porque no le pasara nada a mi mamá, sentía que tenía que cuidarla de mi papá y a la vez me aterraba la idea que mi papá algún día se tuviera que ir de casa.
Es así que el espejo MUJER – MADRE me hizo sentir miedo haber nacido con vagina, ese miedo me llevó a estar en alerta permanente frente a los hombres, me hizo prometerme muy en el fondo que aquello vivido por mi madre no se repetiría en mí. En todo caso, si no encontraba al hombre “adecuado”, siempre estaba la opción de dedicar mi vida por entera a dios, al menos ahí transitaría caminos diferentes a los de mi mamá. En ese tiempo eran las opciones que claramente miraba para mí.
Además, durante mi infancia solía escuchar con frecuencia que los tíos de mi papá repetían “lástima que te nació niña”, “si fuese un niño ahí anduviera con vos”. Parecía que la vida de mi papá era más interesante, era el que salía de casa cada semana y regresaba los fines de semana. Mientras nos quedábamos en casa con mi mamá cuidando los animales (vacas, gallinas, cerdos) y garantizando todos los trabajos de cuidados. No recuerdo quién contaba una historia en la que decían que si una persona orinaba justo donde nacía un arco iris se convertía en varón, cuando miraba uno pensaba en esa posibilidad, pero siempre se miraban muy lejanos. Efectivamente pensé muchas veces que lo mejor hubiese sido nacer varón.
Ser la mayor significaba asumir muchas responsabilidades, todas las que mi mamá me asignara, pero también me daba algunos privilegios, sabía que tenía cierto poder delegado y lo ejercía sobre mis hermanas y hermanos, era yo quien distribuía roles para cumplir las tareas correspondientes. Entre más crecíamos mi papá más repetía que yo tenía que ser el ejemplo, cada vez se hizo más fuerte la presión de que todo lo tenía hacer muy bien y no defraudarles. No soy consciente cómo pasó, pero sucede que llegó un momento en el que ya no solamente mi papá y mi mamá me encargaron ser la referencia, sino que también era muy común escuchar que algunas de mis tías y tíos les decían a sus hijos e hijas, “mira, aprende a ella”, “no te da vergüenza que es más pequeña que vos y sale mejor en clases”.
Pues tengo aquí un mandato. LA MEDIDA CORRECTA. He dejado juntos aquellos pensamientos sobre la posibilidad de ser varón y lo que me significó ser la mayor de mi familia. Creo que ambas situaciones me hacían sentir presionada por ser algo que no sabía cómo hacer, sentía que me quitaban libertad, maduré muy pronto. Fui la niña que asumió que si no cuidaba a su mamá, podía pasarle algo malo, mientras seguía amando a su papá y, a la vez, la que sentía que no podía fallar porque si lo hacía, entonces sus hermanas y hermanos también lo harían. Fui testiga de cuántas dificultades pasamos para que pudiésemos estudiar y tomar un camino bastante diferente al que siguieron casi todos mis primos y primas, así que sentía que tenía que hacerlo lo mejor posible, me sentía muy responsable.
A lo que me voy a referir en los siguientes párrafos también son mandatos. En mis primeros años de vida nunca pasó por mi mente que existiera algo más allá de la heterosexualidad, aunque por supuesto este término lo ignoraba en absoluto. En esos años, la homosexualidad sería señalada como anormal en mi familia, aunque esto no ha cambiado en la actualidad, al menos hay primos gais declarados y unas primas lesbianas, que parece que sólo ellas no se enteran que lo son.
Hasta mis 11 años, asumí firmemente que somos hombres o mujeres heterosexuales, nadie fuera de este orden. Observaba que los hombres se hacían novios de las mujeres, luego se casaban, tenían hijos, la mujer les cuidaba, limpiaban la casa, atendía a su compañero cuando llegaba del trabajo, etc. Así fui asumiéndome como una mujer que cada vez se tendría que parecer más a su mamá, a las abuelas y tías. Eran las únicas imágenes de mujer que tenía, era la imagen que se reafirmaba cada día desde la práctica y los discursos.
Tanto nos ordena la vida la heterosexualidad normativa que recuerdo que junto a mis primas y amigas ya hablábamos de los niños que nos gustaban, ya pensábamos cómo llamar su atención en la escuela, mientras para ellos su preocupación central era jugar con la pelota. Desde mis 11 años hasta los 16 el camino de reafirmación de la heterosexualidad siguió su curso. El que mis amigas mujeres siempre me parecieron de total confianza, que con ellas me sintiera tan segura, que me encantara que tocaran mi cabello, acostarme en sus piernas mientras hablábamos, tomarnos de la mano por las calles, que disfrutaba bailar con ellas, todo esto nunca puso en duda que teníamos la misión de encontrar un novio.
Recuerdo que un vecino nos decía a una amiga y a mí que parecíamos “cochonas”, nosotras lo tomábamos como una ofensa. Igual nos decía mi primer novio cuando me pedía hacer algo y no accedía, o bien cuando le decía que si no iba mi amiga tampoco iría yo. La realidad es que siempre me he sentido más cercana a las mujeres, siempre con ellas me sentí más segura y siempre han sido parte de mi círculo de más confianza.
LA HETEROSEXUALIDAD OBLIGATORIA, mandato y espejo a la vez que se impone como un hechizo, es uno de los más pesados. Me ha fijado tantas ideas, tantas prácticas, unas las sigo haciendo otras las he ido transgrediendo poco a poco. Estoy clara que la heterosexualidad obligatoria es absolutamente conveniente al capital, al patriarcado y por supuesto a los hombres. Es fundamental que se siga sosteniendo para que las mujeres les sigamos sirviendo y a la vez reforzando este sistema opresor y explotador de nuestras vidas. Reconozco, aunque no me resigno, que aún me quedan varias batallas que liberar.
Todo lo que he comentado hasta aquí se complementó perfectamente con las creencias religiosas. Desde muy pequeña me enseñaron todo lo que manda el catolicismo. Aunque durante mi infancia se instalaron las bases, no fue hasta la adolescencia cuando una gran parte de mi tiempo lo dedicaba a la iglesia. Era el lugar al que tenía permiso de visitar siempre que quisiera. No fue difícil entender que el estar en ese sitio hacía que mi familia, pero en general las personas que estaban a mi alrededor, confiaran mucho más en mí.
La iglesia tenía un enorme poder sobre mí. En cuanto empecé a tomar conciencia de los abusos sexuales de los sacerdotes, el abuso de poder del vaticano, la cacería de brujas, el daño enorme que nos han hecho a las mujeres, empezó en mí una contradicción horrible. Me negaba a seguir perteneciendo a aquella institución, pero a la vez me llenaba de culpas, de dudas, era como si en mí había alguien que quería marcharse y otra que me pedía quedarme donde estaba. Finalmente me marché, corté con todo lazo que tenía con la iglesia, dejé de sentirme pecadora por ser lo que soy, así que al menos el mandato de la OBEDIENCIA lo he podido transgredir y enfocarme en seguir transitando las libertades que nos enseña el feminismo.
No he podido escribir todo, he seleccionado solamente las partes que me han salido con mayor facilidad, pero cuánto me alegra que haya podido hacerlo. Cuánto me alegra poder cuestionar-me tantas cosas, sentir la posibilidad de transgredir, sentir que quiero más, que puedo tirar a la basura tantas prácticas y pensamientos, que no quiero ningún espejo, que nadie más me diga qué hacer con mi vida y cómo hacerlo. Esas son las posibilidades que me ha dado el feminismo y esas son las fuerzas que me sigue dando para parecerme más a la que quiero ser, porque mentiría si dijera que nada queda de la herencia del machismo y el patriarcado en mi vida. Queda mucho por contar, aún tengo muchas deudas conmigo misma, pero también son muchas las energías feministas que corren por mi cuerpa.
Muchas gracias, Ímpetu Centro de Estudios. Muchas gracias por cada pregunta que me hizo seguir esta escritura.