Por Montserrat Pérez
A las mujeres también se nos enseñó cómo mirar a otras mujeres. No desde la sexualización para el uso propio, sino desde otra mirada: la del juicio, la comparación, la burla. Hace ya un tiempo lo pensaba. Incluso, como mujer gorda que estudió en una escuela de niñas hasta la secundaria, sé que esa mirada me acompañó por muchos años. Aún más, se volvió parte de mi cotidianidad y sé perfectamente que la he replicado, porque sí, a veces me atrapo a mí misma teniendo pensamientos que acompañan esa mirada.
Llevo días pensando en esto, ¿saben? El fin de semana pasado estuve en un evento lleno de mujeres, específicamente mujeres jóvenes, adolescentes, niñas, pero también mujeres adultas y las observé. Nos observé. Y, sin importar que todas estuviésemos en ese lugar para bailar y divertirnos, cantar, etcétera, en los pasillos, de la nada, una que otra soltaba ESA mirada.
¿Cómo nos enseñaron a mirarnos?
Es una mirada de lado, casi siempre. Si es de frente, usualmente inicia en los pies y termina en el rostro. Viene acompañada de una mueca, a veces de burla, a veces de asco, a veces de algo que no se sabe qué es, pero molesta, duele. No sé en qué momento la aprendí, ni en qué momento la aprendieron mis compañeras de la primaria, pero lo introyectamos y lo repetimos por años y años.
La respuesta a esa mirada es pensar: «¿qué me ve?» y responder con otra mirada, agresiva, o con una agresión directa. Es una danza de miradas en las que no nos encontramos nunca, que no permite que nos acerquemos ni que generemos lazos de convivencia sanos. Marcamos una especie de «superioridad» con esta mirada, ¿en qué sentido? Pues depende, pero en general se refieren a cosas como el color de piel, la ropa que usamos y nuestra cuerpa. O sea, racismo, clasismo, capacitismo y gordafobia.
Es una competencia absurda, que, en realidad, se basa en qué tan atractivas somos para los varones, porque, de otra manera, ¿por qué lo haríamos? ¿Qué más nos da si una se pone un escote o si otra se pinta el cabello de amarillo o si otra es talla 22? ¿En qué nos reditúa? En nada, pero igual funciona para marcar diferencias, para decir: «yo no soy como ella».
Sacarse los cristales de los ojos
¿Conocen este cuento de La Reina de las Nieves? Bueno, se merece también todo un análisis sobre patriarcado, pero no ahora. El punto es que en la historia, un trozo pequeñísimo de vidrio entra en el ojo de un niño y él queda bajo una especie de hechizo. Sólo es cuando lo expulsa que regresa a ser lo que realmente era y tiene la posibilidad de volver a casa.
Bueno, pues me gusta esa metáfora para este tema. En los feminismos, cuando analizamos lo que sucede a nuestro alrededor, nos dicen y a veces decimos que se trata de ponernos las gafas violeta. Sin embargo, me parece que se queda corto. Creo que va más allá de ponerse algo sobre los ojos. Es, como en el cuento, quitarse los cristalitos de prejuicios y violencias interiorizadas, llorarlos, expulsarlos poco a poco.
Y es que mientras más avanzo en este camino, más me doy cuenta de todo el daño que nos hace esta separación entre nosotras y lo malévolo que es. Porque tenernos separadas implica que no podemos confiar en otra mujer, que nunca le vamos a dar prioridad a una mujer sobre un varón, que no vamos a generar solidaridad, sino todo lo contrario. En este sistema, una amiga, una amante, una compañera, una aliada política puede significar la diferencia entre la vida y la muerte, significa tener a alguien a quien mandarle un mensaje diciéndole que llegamos bien a casa, un abrazo sin intenciones ocultas, una charla sanadora.
Yo he sentido como esos cristales han ido saliendo de mis ojos y veo el cambio significativo en mi vida, en mis relaciones, en mi forma de disfrutar el mundo. Antes le temía terriblemente a que otras mujeres me juzgaran, lo cual me ponía a la defensiva, no confiaba realmente, le daba más atención a los hombres, pensaba que eran «más sinceros». Ahora me doy cuenta de que no, más bien es que era un mandato, algo que acaté sin darle mucho pensamiento, porque sí, hubo muchas mujeres que me agredieron en la vida por cómo me veo y por lo que soy.
Sin embargo, cuando lo analizo, me doy cuenta de que ellas también estaban socializadas para ser así, que lo aprendieron de todo lo que las rodeaba y eso me ha permitido sanar y entender contextos. También este análisis me ha permitido entender que no puedo perdonar TODAS esa violencias que viví y que, no, no tengo por qué generar alianzas con TODAS las mujeres con las que me topo.
Es decir, esta idea de la sororidad ciega, también es peligrosa, nos hace sentir que tenemos que permitir todo en pos de esas relaciones con otras mujeres y que todas hay que meternos en el mismo saco, sin ver justamente, que algunas seguirán replicando violencias u ocupando espacios que no les corresponden. Además de que ve las críticas a situaciones sistémicas como algo negativo. Y, no, no se trata de eso.
Amar a otras, amarme a mí
Verme al espejo es un ejercicio diario. Lo hago de manera consciente y con un objetivo: verme yo, con mis ojos nuevos, ya sin esos cristales de violencias (o con menos, tal vez). Es un trabajo que llevo haciendo desde hace algunos años, pero ahora con más intención. ¿Qué veo cuando me veo? A veces veo eso que me dijeron toda la vida y que a veces se aparece en la mirada de juicio de alguien por ahí, especialmente sale a flote toda mi gordafobia.
Sin embargo, a veces me veo yo y veo una mujer que ha superado violencias sexuales, físicas, emocionales. Veo unas piernas que han caminado cientos de kilómetros, fuertes, con cicatrices de esos caminos andados. Veo mis estrías como tatuajes naturales que me recuerdan cómo crecí, cómo mi cuerpa se ha ido acomodando poco a poco. Veo mi rostro como es, con sus nuevas arrugas y ojeras. Me veo toda, todita y sonrío.
Cuando salgo a la calle, ya no voy mirando a otras mujeres, no así, pues. Claro que las noto. Ah, esa chica está muy pegada al borde de la banqueta, oh, a ella la está mirando ese tipo, creo que le diré, pero ya no es como antes. No voy buscando «defectos», ni comparando a nadie con nadie, de hecho me parece que no hay valor más fascista que el de la «belleza» patriarcal capitalista. Porque ninguna será jamás esa mujer perfecta, es solamente un objetivo inalcanzable que nos mantiene cansadas, tristes, enfermas y aisladas.
Esto implica que ahora mis relaciones con otras mujeres son diferentes. Me asombran todas las cosas que hacen mis amigas, mis primas, mis hermanas, mis sobrinas, mis maestras. Veo ahora sus historias como testimonios de resistencia, me alegro de sus victorias, sonrío cuando las veo felices, pero también me duelen más sus dolores, me encolerizan más las violencias que viven.
No soporto ver cuando algo las lastima y me aterroriza pensar en todos los peligros del mundo patriarcal. Sin embargo, he convertido estos miedos en acciones. Creo que todas las mujeres en mi vida saben que estoy para ellas, que no importa la hora ni el día ni nada, voy a estar, a veces más, a veces menos, pero al menos podrán saber que las amo y que pueden contar conmigo. Al menos eso espero. Porque estos ojos con los que las veo ahora, brillan cuando pienso en lo maravillosas que son.