Por María Fernanda Flores Álvarez
México
Hace algunos meses, una amiga dijo una frase que me quedó tatuada en el corazón: “Tenemos que apoyarnos entre mujeres, si no, todo está perdido para nosotras”. Y eso fue justamente lo que hizo, se solidarizó conmigo en un momento de dificultad. En uno de esos instantes que no se alcanza a ver luz al final del túnel, pero alguien llega de improvisto y te devuelve la esperanza en un mundo mejor. En un mundo lleno de mujeres que no se destrozan, sino que se comprometen las unas con las otras.
Al momento en que nacemos, ya tenemos una pesada carga social sobre cómo se supone que debemos ser. Vestidas completamente de color rosa, siempre peinadas, siempre calladas. Confinadas a jugar con muñecas o a mantenernos en un entrenamiento precoz de ese comportamiento de cómo ser “mujer”: aprender a sentarnos con las piernas cerradas, comer sin mostrar la comida, no decir malas palabras, no perder el glamour ante ninguna circunstancia. Son tantas y tantas las reglas que se nos olvida cada vez más pronto cómo es que se siente ser eso, una niña.
Y por si fuera poco, también desde que somos pequeñas se nos enseña a competir entre nosotras. Es una constante que desde nuestros primeros años, la comparación sea el común denominador de nuestro día a día. Un discurso constante de quién es la más bonita, la más güerita, la que más le gusta a los niños. Porque somos un objeto de deseo desde el momento en el que nacemos, somos cuerpos temblorosos por la inseguridad de no ser “suficiente”. Y así crecemos, mirando a nuestros lados buscando cómo eliminar a la “competencia” del camino.
Se nos imponen las expectativas de ser “mujercitas decentes”, de ser buenas madres, de no aparecer desarregladas en público, de no opinar lo que pensamos. Se espera que nosotras seamos calladas, sumisas, bien portadas, siempre dispuestas a responder un “sí, tú tienes razón”. Nuestras propias madres y abuelas se empeñan en arrancarnos la voluntad, tal como lo hicieron con ellas, incluso mucho antes de comprender que nos pertenecemos solo a nosotras mismas. Se nos enseña a pertenecerle a la sociedad, a ser un objeto público bajo constante escrutinio.
Esta realidad casi inimaginable forma parte de la vida de la gran mayoría de las mujeres. Ocupando un puesto de constante desplazo, desprecio y silencio. Condenadas a repetir el mismo círculo vicioso por infinitas generaciones. Criando generaciones de mujeres sin amor propio, sin voluntad, sin voz, sin derecho a disfrutar o decidir sobre sus propios cuerpos.
Propiciando la misma cadena desde nuestros primeros pasos, contándonos los mismos cuentos sobre ese amor ideal, perfecto y eterno que algún día encontraremos. Y así crecemos, en centímetros y en frustración, preguntándonos cuándo llegará el día que dejemos de ser seres incompletos. Años y años en la constante duda de si seremos lo suficientemente mujeres como para ser dignas de ser amadas, de ser al fin aquella abnegada esposa detrás de un gran hombre.
Porque es justamente ese amor el que se nos inculca, el amor desinteresado. El amor que no espera ni recibe nada a cambio. El amor esclavizante. El amor que va ahogando lentamente. El amor que todo lo puede. El amor que cambia a las personas más terribles. El amor que nos frustra profundamente porque no tenemos vida propia, pero sí tenemos muchas ilusiones imposibles.
Y por si fuera poco, ese amor hay que protegerlo, no vaya a llegar otra mujer que nos lo arrebate. Porque eso fue lo que se nos enseñó, que en el amor no hay rival más grande que otra mujer. Así que nos aislamos, intentando protegernos de aquellas “desalmadas” que intentarán robarnos la felicidad que tanto ansiamos. Cuando en realidad, al verdadero enemigo lo tenemos a un lado llamándolo “nuestro”.
Desprestigiamos a toda aquella que goza de ser libre y sin marido, llamándola “quedada”. Juzgamos a toda aquella que disfruta de su sexualidad abiertamente, llamándola “puta”. Minimizamos a toda aquella que levanta su voz ante el abuso, llamándola “provocadora”. Menospreciamos a toda aquella que no quiere ser madre, llamándola “egoísta”. Difamamos a toda aquella que ama a otra mujer, llamándola “pecadora”.
Las mismas mujeres pareciéramos desear acabar con las demás, o aunque sea con su “reputación”. No vaya a ser que sea más feliz con su “desviado” estilo de vida, porque eso no puede suceder. Porque ante la sociedad siempre debemos aparentar que todo en nuestras vidas es perfecto y de acuerdo al plan. Y en ese frenesí por aparentar, surgen las más profundas envidias por las que deberían ser nuestras cómplices y no nuestras competidoras. Y ese sentimiento humano tan profundamente egoísta nos arrastra a hacerle daño a quien deberíamos proteger.
La promesa que se nos ha hecho es que al final, sobrevivir a esta incansable competencia nos daría como recompensa a nuestro tan soñado “príncipe azul”. Y vaya decepción que nos llevamos al descubrir que todo fue un engaño. Ese hombre con el que nos enredaron desde niñas es tan sólo un sueño, y muchas veces hizo más daño que otorgarnos alegría. Es un terrible amanecer, todo para averiguar que nuestras más grandes aliadas siempre estuvieron a nuestro lado y en vez de apoyarnos, nos destruíamos en cada oportunidad.
No es sencillo despertar de ese letargo y darnos cuenta que nosotras mismas somos repetidoras de la cultura machista. Pero es justo ese dolor, ese golpe bajo, el que nos abre los ojos y nos impulsa a cortar de tajo con esas redes invisibles que nos condenaron durante tantos años. Aprendemos a percibir todas esas mentiras, gritar que no estamos de acuerdo, actuar diferente a lo que se espera de una “mujercita decente”.
Aprendemos a volar, aprendemos a amarnos a nosotras mismas, aprendemos a ser solidarias con las mujeres que nos rodean. El verdadero amor es ese, el aceptarnos y amarnos a nosotras mismas y a nuestro cuerpo, sacar de nuestra cabeza todos los estándares que nos han sido impuestos. El verdadero amor es ese, el solidarizarnos con las demás mujeres sin juzgarlas, rompiendo con los juegos del machismo. Y sólo en ese momento, siendo mujeres completas, es que tendremos la capacidad de amar.
Conocernos a nosotras mismas es amarnos. Explorar nuestro cuerpo, conocerlo sin tapujos y sin sentir vergüenza, es amarnos. Darnos la oportunidad de sentir placer por nosotras mismas, haciéndonos el amor individualmente cada día, es amarnos. Porque nuestro cuerpo es un templo sagrado que debemos de apreciar, conocer, defender, amar. Amándonos a nosotras mismas aprendemos a amar mejor a los demás.
Y con amor no me refiero a encontrar a ese príncipe azul con el que nos encandilaron durante años, sino a otro ser humano que comparta nuestra perspectiva de vida, nuestros valores. Que nos acompañe a volar libremente, que no nos encadene a una jaula de sufrimiento. Después de todo, el amor nos hace mujeres libres y no nos vuelve esclavas de un verdugo al que constantemente justificamos.
Y ese acompañante llega siempre en los empaques menos convencionales, menos esperados. Muchas veces encontramos el amor, deseo y pasión fervientes en otra mujer. A veces entre nuestras mismas amistades. A veces en la forma de ese animalito que hemos cuidado durante años. Y son esos lazos insustituibles los que forman una familia: en todas sus formas, en toda su diversidad; todas las familias son igualmente importantes.
Aprender a amar es dejar de lado los juicios, estereotipos y expectativas; es abrazar a otro ser con el cuerpo, con el alma, con el corazón. Es ser dos personas que se acompañan en el camino, pero con dos vidas independientes y libertad de decidir por sí mismas. Ese amor, libre de ataduras, es el que debemos ofrecer a nuestra pareja, pero también a todos aquellos que tienen un lugar importante en nuestras vidas.
Las pequeñas muestras de amor pueden cambiar al mundo. Las mínimas muestras de amor enriquecen a todo aquel que las recibe. El amor que llevamos cada una no disminuye porque se lo otorguemos a alguien, sino que aumenta más y más.
Dejemos de lado esos cuentos que se han herido desde hace generaciones. No existe el príncipe azul, existe la posibilidad de elegir con quién compartir nuestra vida. No existen estándares para una mujer perfecta, cada una es perfecta a su manera con todas sus cualidades y defectos. No tenemos por qué cumplir con expectativas, sólo cada mujer sabe quién es y qué la hace feliz. No somos enemigas a muerte, somos compañeras y aliadas de vida.
Dejemos de limitarnos y empecemos a impulsarnos. Dejemos de criticarnos y empecemos a solidarizarnos. Dejemos de ocultar nuestros cuerpos y empecemos a portarlos orgullosas. Dejemos de buscar el amor romántico idealizado y empecemos a amarnos tal y como somos. Dejemos los límites sociales y empecemos a volar libres.
«Conocernos a nosotras mismas es amarnos»
Hace poco inicie un pequeño proyecto que se llama «Jingónikua» es palabra de la lengua p’urhépecha que significa «hermana, de mujer a mujer» a sido un parteaguas en mis relaciones con más mujeres de mi región, noe hemos podido acercar, escuchar, comprender y entender ❤️
Me encantó el artículo, lo comparto en su totalidad. A inicios del 2020 conforme un círculo literario de mujeres que ha ido evolucionando y ha adquirido vida propia, en las que destacan la sororidad, el reconocimiento y respeto, el agradecimiento y la comprensión entre mujeres. Un espacio donde se reconoce nuestra voz y damos voz a esas historias que han estado guardadas por años. Gracias nuevamente por el artículo, lo compartiré en el círculo. 🙏