Por Sofía Rojas Ruiz
Dudé mucho en escribir este texto. No sabía si contar mi historia era apropiado en un país donde diariamente mueren mujeres y niñas, donde desaparecen, donde son y somos violentadas de formas visibles e invisibles. No obstante, hoy, a mis 32 años, mientras me dirigía a desayunar con mis padres, un sujeto me abordó y me dijo: «Hola». Yo que tengo un trabajo en donde me relaciono con mucha gente, supuse que quizá lo conocía y por no ser grosera, respondí: «hola». De inmediato, el sujeto comenzó a seguirme. En ese momento me percaté DE QUE NO ERA UNA PERSONA QUE YO CONOCIERA. Hoy no tengo miedo, pensé, ya no tengo miedo. Entonces volteé, «deja de seguirme», le dije. Y seguí caminando, «Deja de seguirme», repetí. «¿Me das tu número de teléfono?», me preguntó. No tengo miedo, me repetí a mi misma. «¿Qué te sucede?», le contesté, «¿te gusta molestar a las mujeres?». Y entonces un montón de groserías salieron de mi boca. Terminé diciéndole: «si te vuelvo a ver por aquí te voy a partir tu madre». El tipo se fue y yo seguí caminando, más enojada que asustada. Y decidí contar mi historia de autodefensa. Mi vida de autodefensa. Ya no tengo miedo.
Me supe vulnerable por primera vez en tercero de secundaria, tendría unos trece años, cuando un maestro de la preparatoria en la que estudiaba mi hermana me vio un día que fui a visitarla. Me gustaba visitar a mi hermana porque me hacía sentir grande, entonces ese día entré a su clase de literatura. El maestro se llamaba Erick, no recuerdo sus apellidos. Yo, que siempre había sido gordita, pero que en ese momento estaba creciendo, ya tenía unos incipientes pechos, que hacía lo posible por esconder. El maestro me vio y me dijo: «te pareces mucho a tu hermana, sólo que más frondosa», estiró la mano y tocó uno de mis senos. Yo me quedé en shock, no sabía qué hacer, me sentí agredida, pero tenía miedo de decírselo a alguien porque sabía que todo el mundo amaba a ese maestro y que iba a parecer que yo estaba loca.
Entonces decidí bajar de peso, quería esconder mis pechos, no quería que nadie me volviera a mirar ni a tocar de la manera en la que lo hizo él. Así empecé una larga lucha en la que odiaba mi cuerpo y diariamente hacía lo posible por desaparecerlo. Comencé a hacer dietas y a vomitar diariamente, no quería ser delgada, simplemente no quería tener curvas. En ese momento también tomábamos clases de capoeira en un grupo de la Ciudad de México, y un compañero como de unos 40 años, que era cantante de ópera, se enamoró de mí. Al principio me pareció gracioso, pero después se volvió tan insistente que empecé a tenerle miedo, hablaba a casa muy tarde por las noches y me decía cosas soeces. Yo otra vez no quería incomodar a nadie, entonces opté por negarme y por ignorarle cuando le veía. Su afición por mi se calmó por un tiempo, pero después continuó. No quería decirle a mis papás, pues temía que mi mamá fuera a armar un lío y nos sacara de esa actividad que tanto nos gustaba, porque eso sí, mis papás siempre nos protegieron con uñas y dientes. Mi mamá siempre nos habló derecho sobre esas cosas y nos dio toda la confianza para que si en algún momento necesitábamos ayuda, se la pidiéramos, sólo que cuando eres joven, particularmente en la adolescencia, pesa más el qué dirán que la justicia y la sociedad nos ha hecho creer que somos nosotras las culpables de esos actos de infamia.
Terminé la secundaria y entré a la misma prepa que mi hermana, ahí tuve a mi primer novio formal. Se llamaba Kurt y desafortunadamente ahora trabaja con jóvenes, él me odiaba de la misma manera en que se odiaba a sí mismo . Yo tenía catorce años y él tenía 19. Se la pasaba diciéndome cosas ofensivas, que si yo estaba muy gorda, que si tenía nariz de dinosaurio, que era una putita. Cada que peleábamos y que yo decidía terminarlo, me llevaba serenata y me convencía de volver con él. Yo siempre volvía pensando que quizá esta vez sí cambiaría, pero el ciclo se repetía interminablemente. Un día me llevó a su casa, me dijo que sus papás no estaban, que sólo estaba un amigo de Alemania, pero que él no iba a decir nada. Yo tenía miedo, no estaba preparada para tener sexo, pero tampoco quería decirle que no y que se enojara conmigo como lo había hecho tantas veces. Llegamos a su casa, me ofreció un café y comenzó a besarme. Yo le dije que se detuviera, que no estaba preparada, él entró en cólera, aventó el café y me dijo: «¿Entonces para qué veniste, putita?». Y continuó besándome. «En serio no quiero hacer esto», le dije, pero él ya me había sujetado muy fuerte de las manos. Deja de llorar, me dijo. Todo va a estar bien. «Si no haces lo que te digo te puedes olvidar de mí, pero también de ti», me dijo. Mi papá tiene una pistola allá arriba, dijo señalando una gaveta. Miré el odio en sus ojos, sabía que hablaba en serio. Así que pensé: «¿qué puede ser peor?». Además, es mi novio, no me va a lastimar, me dije a mi misma para calmarme. Así que tuvimos sexo. Esa fue mi primera vez. Yo me sentía muy sucia, no me quería ni ver al espejo, él estaba muy contento y de camino de regreso a la escuela, venía dándome las gracias, yo lo odiaba y me odiaba. Así estuvimos un par de meses más, hasta que le dio otro ataque de celos, entonces lo terminé y esta vez fue definitivo. Afortunadamente se atravesó la huelga del ’99 y yo me involucré en el movimiento, como miles de estudiantes más. Así que me sentía protegida, ya no estaba sola.
El tipo me buscó los primeros meses, se emborrachaba y hablaba a mi casa y si contestaba yo me decía «zorra» y me colgaba. Si contestaban mis papás, simplemente colgaba. Terminando la huelga del ’99, volvió a inscribirse a la prepa. Un día me jaló hacia un salón y me dijo: quiero volver contigo. Yo le respondí: YA NO. Habían pasado 9 meses de huelga en los que aprendí muchísimo, crecí, hice grandes amigos y compañeros, no necesitaba a un tipo así en mi vida. «NO», le dije segura, me tomó de la cintura y me comenzó a manosear, lo empujé y en un ataque de ira me golpeó la cara, pero esta vez, yo respondí y le golpeé de vuelta, me jaló el cabello, se acercó y me escupió en la cara y me dijo «pinche puta», mientras yo salía corriendo del salón, ahora sí estaba dispuesta a pedir ayuda. Así que encontré a un amigo y me desmayé, no supe más, me llevaron a la enfermería cargando en medio de una crisis nerviosa. Yo, Sofía, había respondido al primer golpe, me sentía orgullosa de mí, pero me desmayé, fue demasiado. Cuando reaccioné ya estaba mi mamá ahí, mi amigo Mike le había llamado, y entre Ruben y Nasser habían detenido al mi ex en la puerta y le habían puesto una golpiza. Cuentan que él suplicaba que por favor lo dejaran, que yo estaba loca y que él no había hecho nada. Siempre les estaré agradecida, con esos muchachos que dieron la cara por mí.
Fue ese el día en que aprendí a no callarme, si yo le hubiera dicho a mi mamá antes, nada de esto hubiera pasado, pensaba. Así que en ese momento empecé a contarle todo lo que los hombres me molestaban de regreso a casa, cuando volvía sola, pues los días que andaba con mi hermana y nuestros amigos, eso no sucedía. A veces se paraban tipos afuera de la prepa y nos enseñaban sus genitales. Un día uno quiso subir a una compañera, salimos a buscarlo en cuanto ella nos dijo y lo encontramos y apedreamos su coche. Otro día, ya cerca de la casa, un tipo me jaló hacia su auto, tenía los pantalones abajo, me eché a correr lo más rápido que pude, pero me di cuenta que era muy lenta. El tipo me alcanzó en el coche, yo seguí corriendo y me metí a una tienda, lloraba, me prestaron el teléfono y le hablé a mis papás, fueron los dos por mí.
Me sentía tan frágil y tan débil, yo, que siempre había sido gordita, estaba creciendo y, de pronto, mi cuerpo se estaba transformando en algo delgado y hermoso, producto de los vómitos y las restricciones, pero al parecer, eso en vez de alejar a los hombres, los atraía. Me molestaban en todos lados, en el camino a casa, paseando a mi perrita, en el camión, rumbo al mercado, me molestaban tanto que contaba las veces en el día que algún hombre me molestaba. Ese día de la tienda, caminando hacia la casa les dije a mis papás: «quiero ir al box, quiero aprender a defenderme».
Así empezó mi vida de autodefensa. Cuando llegué al box tenía 16 años, era la única mujer en el grupo, las clases eran de 7 a 10 de la noche y mis papás me recogían todos los días, porque a esa hora ya no había transporte, mi hermana iba a veces y se sentaba a ver la clase. Me enganché con el box, iba tres veces por semana y mientras más avanzaba, más ganas de aprender tenía y más segura me sentía.
Al año de estar en el box, empecé a tomar clases de kick boxing en otro gimnasio cerca de la casa, así que empecé a combinar esas dos actividades, y era curioso, porque aunque yo ya me sabía fuerte, me seguía viendo delgada y débil, entonces me seguían molestando en la calle. Aún tenía miedo, pero sabía que, si era necesario, podría defenderme. Un día un tipo en el camión se sentó junto a mí y me empezó a tocar la pierna, yo respondí de inmediato con un derechazo directo a su mandíbula, el tipo sangró por la boca y por la nariz y se bajó del camión insultándome. Otro día un tipo me dio una nalgada tan fuerte que me dejó su mano marcada, yo respondí de la misma manera y mi golpe lo tumbó al suelo, estaba tan harta de que eso me sucediera que lo pateé, hasta que logró incorporarse y echó a correr, yo lo perseguí, lo alcancé y continué golpeándolo. Una señora me gritó que lo dejara en paz, que yo estaba loca, el tipo me agredió, le dije, ella me respondió: tú tienes la culpa.
En esa época decidí que si quería que dejaran de molestarme, no sólo tenía que ser fuerte, sino que debía verme fuerte. Me inscribí a un gimnasio y empecé a hacer pesas. Entré a la universidad, pero lo que realmente me gustaba era el deporte. Entrenaba cerca de 6 horas diarias y me saltaba mis clases con tal de no perderme mis entrenamientos de pesas. Dejé de ir al box y busqué otra escuela de kick boxing donde pudiera aprender más, entrenaba lo mejor que podía y hacía mis exámenes con mucha dedicación, así que llegué a cinta negra. Por ese tiempo me inscribí también a clases de karate, corría cerca de 10 kilómetros diarios, me alimentaba bien, dejé de vomitar y empecé a ver resultados. Cada día mi cuerpo era más fuerte, cada día era más ágil y cada día tenía menos miedo. Mis días se dividían entre el gimnasio, el karate y el kick boxing, esas actividades eran mi vida entera.
Después de un par de años en el kararte, siendo ya cinta verde, el clima de la clase comenzó a cambiar, dos compañeros adultos, que me habían tomado confianza comenzaron a hacerme comentarios desagradables, yo paraba sus comentarios, a veces de manera grosera, otra veces firmemente, otras veces de forma sarcástica y le expuse esa situación a mi sensei. No obstante, él no hizo nada, por el contrario, se reía de sus chistes y los alentaba. No me voy a ir, me dije, voy a llegar a cinta negra, no voy a abandonar este camino, seguiré practicando. Busqué otras escuelas de karate por la zona y no encontré ninguna que me acomodara, así que me quedé ahí y, no se por qué, pero decidí nuevamente guardar silencio. Es extraño cómo la vida nos va llevando a guardar silencio, no queremos ser vistas como conflictivas, no queremos desagradar, no queremos no encajar y, aunque sepamos que hay cosas que están mal, guardamos silencio, porque deseamos conservar nuestras relaciones, porque no queremos pelear con los amigos, porque no queremos perder a ese novio, a esa pareja que nos acompaña.
Así, callada, llegué a cinta negra en el karate. Ya siendo cinta negra, la situación comenzó a volverse insostenible, los compañeros hacían comentarios sexuales sobre las compañeras. Ellos, unos cuarentones, hacían comentarios libidinosos acerca de las chavitas de 13 o 14 años que asistían a clase, que si ya les estaban saliendo (los pechos), que si tenían el culo duro, entre otras cosas. Eso me pareció completa y absolutamente despreciable y recordé a aquel maestro de literatura que me había iniciado en la sensación de ser vulnerable y en el miedo. Así que decidí actuar. Renuncié a mi escuela de karate y hablé con el director general, le escribí una carta, justo el día que íbamos a recibir nuestra ratificación como cintas negras:
Master Antonio Márquez
OKINAWA KARATE DO
PRESENTE
El día de hoy, muchos reciben sus diplomas de ratificación como Cintas Negras, en Okinawa Karate Do, debería ser algo especial para mí también, pues soy cinta negra y pasé muchos años de mi vida con ustedes, nunca falté a clases y participé en todos los torneos en los que pude participar, si bien estoy al tanto de mis carencias como atleta (llevo más de quince años haciendo diferentes deportes) siempre me he caracterizado por ser constante y leal, pero todo tiene un límite. Así que hoy, no recibiré mi anhelado diploma.
Dejé de asistir a mis clases impartidas por el Sensei Luis Miguel Hernández de la Rosa porque tuve un conflicto de valores. Y decidí, apegarme a los valores que tengo, aunque eso significara no regresar a entrenar.
(Lamento el lenguaje que contiene esta carta, aclaro que NO son mis palabras y NUNCA hablo de esa manera)
Luis Miguel Hernández no actúa como debería de actuar cualquier persona justa y digna, ya sea con el grado que ostenta o sin él.
Se burla de sus estudiantes y habla mal de ellos a sus espaldas, (ya sea por su físico, su condición socioeconómica e incluso alguna discapacidad, poniendo apodos, calificándolos de “pendejos”, “es muy fea pero se arregla bien”- refiriéndose a una compañera, entre otras cosas) actitud que dista mucho de ser digna de un Sensei.
Pero si eso suena grave, lo peor o más triste es que durante sus clases, se propiciaba una serie de “bromas” de alto contenido sexual, entre los hombres y hacia las mujeres, así como comentarios acerca de las niñas que se encontraban en clase (“ya viste, a Brenda ya le están saliendo, se va a poner sabrosa” “ a Michelle también ya le salieron” –dice uno de los adultos de nombre Juan Manuel Pozos, quien por cierto tiene también una hija adolescente, a Juan Manuel Rivas refiriéndose a los pechos de las jovencitas que tomaban la clase).
Lo cual me parece de suma gravedad pues ¿qué confianza pueden tener los padres al dejar a sus hijas ahí si los posibles agresores se encuentran dentro de su propio salón de clases? Los ejemplos que puse, son lo menos que decían, pues cada clase hacían comentarios de la misma naturaleza.
Lo anterior aunado a actitudes francamente retrógradas como detener la clase para asomarse a ver a una mujer que pasaba (impulsadas por los dos adultos que había en su clase, Juan Manuel Rivas y Juan Manuel Pozos y festejadas por Luis Miguel Hernández, quien también se asomaba y calificaba a las mujeres que pasaban). Si bien esa actitud es terrible en cualquier lado, no estábamos en un bar, estábamos en clase de karate y lo más grave es que siempre había niños presentes.
Yo me quejé varias veces, tanto en público como en privado, pidiendo al profesor que pusiera un alto a la situación; mi inconformidad obviamente desató el enojo de los dos compañeros mencionados, quienes me retiraron la palabra (situación que en realidad no me importó).
Esa actitud se prolongó durante varios años, y yo traté de ignorarla, los compañeros volvieron a hablarme y empezaron a molestarme a mí con comentarios sobre un niño que “se había enamorado de mi” (“seguro se la jala contigo en las noches, debe tener su sábana muy tiesa”, “lo pones cachondo” entre otras cosas) yo me reía a media risa (para no entrar en conflicto) y debido a mi molestia se lo expuse al profesor Luis Miguel abiertamente, para que pusiera fin a la situación, a lo que la primera respuesta que recibí fue: “los niños aprenden cosas peores en la escuela”.
Y en efecto, aprenden cosas peores en la escuela. Y como le dije al profesor en esa ocasión, no me asusta el sexo, soy una mujer adulta y estoy consciente de que eso pueden aprenderlo en cualquier lado pero ¿no somos nosotros los adultos, karatecas, quienes debemos guiar a nuestros niños para que sean gente de bien? ¿Qué hay de su integridad como ser humano? ¿No debemos educar con el ejemplo?
Un Sensei, debe ser quien te guíe en el camino, del karate y de la vida. Debe dar el ejemplo y promover los valores básicos del karate, que son los mismos valores básicos de cualquier ser humano: honestidad, respeto, lealtad, gratitud, rectitud, cortesía, sinceridad, honor, humildad, perseverancia, entre otros.
Luis Miguel Hernández no promueve dichos valores, ni en su clase, ni en su vida cotidiana.
Me despido con mucha tristeza, aprendí mucho, sobre todo de lo que no se debe hacer en la vida. Yo hablo de frente y esto que lee aquí se lo expresé directamente al mencionado profesor tanto en público, como en privado, sin obtener un cambio en su actitud, por lo que me despido, esperando el encuentre los valores perdidos dentro de su corazón.
YO SOY KARATECA Y MI LEALTAD ESTÁ CON MIS VALORES.
Sofía Rojas Ruiz
Mi carta pareció incomodarle un poco al presidente de la organización de karate. No obstante, no hizo nada, ni le llamó la atención ni lo suspendió, no hizo absolutamente nada, lo cual me demuestra, una vez más, cuán solas estamos las mujeres, cómo denunciar algo es como hablarle a la pared. El profesor sigue dando clase y nunca nadie lo sancionará por su conducta. Yo, por mi parte, me he dedicado al fisicoculturismo y comencé a organizar, junto con una escuela de krav maga, cursos de defensa personal para mujeres y niñas. Quería ser fuerte, pero también quería verme fuerte. Ahora, después de 16 años de entrenar ininterrumpidamente, me veo fuerte, es raro que me molesten por verme débil, pero ahora me molestan por verme fuerte. A veces oigo comentarios, dicen que los músculos en las mujeres son horribles, dicen que parezco hombre, las mujeres dicen que no quieren verse como yo. Yo ya no me siento mal, soy fuerte, me veo fuerte y no volveré a permitir que nadie pase sobre mi dignidad, aunque me vaya la vida en ello.
¡Me encantó tu historia y tu texto!
Saludos Sofi impresionante tu historia y sí lamentablemente estamos en un mundo donde a la mujer se le culpa como la provocadora, la mala del cuento. Por eso es mejor ser la hija respondona que la obediente, porque a la obediente se le induce a callar y por ende el resultado es lamentable, niñas abusadas sexualmente, porque se les inculcó a callar, a no pelear, yo también fui la obediente en mi familia muchos años, pero afortunadamente cuando entre a la Universidad todo cambio y me ayudo mucho la terapia psicológica, ahora soy la rebelde de la familia, jajaja la enojona que no se calla y eso por otro lado me ayudo a quitarme muchas cargas que traía conmigo, lo cual influyo de gran ayuda la terapia psicológica, saludos Sofy, tal vez mi nombre te suene familiar Yadira Mireya Rojas Aranda
Tienes una historia de dignidad bien hermosa 🙂 sigue adelante
Ame el relato, no solo me identifiquem tu historia me hac epensar en la importancia de la constancia y de no callarse, ojala pudiera tener más información sobre los eventos de defensa personal <3