Por Menstruadora*
Al amanecer mi madre desayunaba café con azúcar. Mi padre a veces también, pero solía decirme que un buen café no lleva azúcar. Yo que crecí en una sociedad machista, atendía a esa edad, pienso que tenía menos de diez años, la lección de aquel padre amestizado de tercera generación, con licenciatura trunca que yo pensaba que por su blanqueamiento universitario y de izquierda, sabía más cosas que mi madre, quien también amestizada, pero de segunda generación, solo tenía la prepa terminada y sin certificado**. No lo pensaba así como ahora lo digo ni tampoco me dejaban tomar café, solo decía: «mi padre sí sabe, ella no».
Total que no tomo el café con azúcar. Es que el buen café no lleva azúcar. Luego dos veces, quizá tres, hace unos tres años, cuando salía con alguno que otro macho varón de izquierda, antes de elegir la lesbiandad, en la cafetería preguntaron cada quien por su parte, días por separado: «¿Tú le pones azúcar al café?» No, respondí sin mucha atención, mirando a la calle por la ventana y hojeando la carta, mientras ellos sonreían contándome (o más bien, avalándome) que «qué bueno», pues «un buen café no lleva azúcar». Es que no hay duda, mundo, el café no lleva azúcar.
Andando por diferentes lugares de México no he parado de notar que las señoras, así como mi madre o mi abuela, le ponen azúcar al café. Hoy compré un tamal aquí en la periferia de San Cristóbal de las Casas, más no en el centro europeizado, y pedí un café que ya venía endulzado desde la olla, seguramente con piloncillo que no con azúcar. Vamos, que no estoy hablando del café, esto no va sobre el café, o bueno sí, también, va sobre todos los gustos colonizados y patriarcales que aprendí y más bien acaté, al leer a mi padre como el macho y señor de la casa, el sabio, el culto. Mi padre es músico trovador. Irma Blanca Estela o también Estrella, es decir, mi madre que tiene muchos nombres, es economista, analista y estratega, en esta sociedad le llaman «ama de casa».
No era solo mi responsabilidad pensar esto en esa infancia, «tu papá sí sabe», había escuchado cada tanto, «que el señor diga», decían si algo teníamos que comprar, «¿no está el señor?», le preguntaban a mi madre en la puerta de la casa cuando no querían que ella decidiera o pensaban que ella no era digna de ninguna conversación. Ya ahora no me deslindo, asumo todo el patriarcado aprendido, asumo hoy con claridad que por años desprecié los haceres de mi madre, sus gustos, su forma de comer, de vestir, sus pensares, que por eso no importaba que ella tomara el café con azúcar, ella qué iba a saber de la vida, además ella no me aleccionaba como el varón padre sobre cómo debía tomar el café. Asumo mi misoginia con la que vivía sin mucho analizar. La asumo para transformarla, para eliminarla, para tratar de arrancármela.
Mi madre se veía a sí misma como la educación que había que superar, yo también la vi así, lo digo desde una crítica a la colonialidad suya de ella y mía, pero también desde un feminismo radical.
Digo lo de la colonialidad porque no hace mucho me cayó el veinte de las resistencias de las mujeres de mi pasado, un poco influida por el feminismo comunitario. Recordé que una vez en casa de mi abuela, una casa de dos cuartos con un patio de tierra enorme, vi a mis tías más jóvenes que apenas me llevaban unos años, caminar a la letrina con un pedazo de tela en las manos. Mi mamá luego me contó que usaban retazos de tela en lugar de toallas femeninas porque no tenían dinero y además, tampoco les gustaba. O sea, la pura resistencia anticapitalista dezkolonial (ahora escribo dezkolonial con z y k porque la otra tiene derechos que no corresponden, se rumora, a mi contexto amestizado-indigenadescendiente). «Pero nosotras no, Luisa, nosotras ya podemos comprar toallas», me dijo mi mamá en aquellos años que yo entendía sin entender que la menstruación también está mediada por la clase social y la aspiración moderna colonial, una aspiración en la que fui educada.
Y por otro lado, digo lo del feminismo radical, porque pienso en la liberación que implicaba que mi madre me dijera seguido en casa: «Luisa, tú no serás esposa de nadie», mientras ella barría harta, el piso de cemento de la casa o el de tierra, del jacal que teníamos como cocina, un jacal que ella construyó casi en su totalidad. «Anda, ve a hacer tu tarea y no estorbes», me corría a la mesa de la casa a acabar mis tareas en mis cuadernos. Para ella esa era la educación a superar, la que su entorno y su tiempo le había inculcado por los medios, instituciones, personas, costumbres: «Tu abuela me enseñó, igual a mis hermanas, a tus tías pues, desde escuincla a hacer de comer porque decía que si no qué marido nos iba a querer, pero a ti no te enseñaré eso, porque tú de grande harás lo que quieras cuando quieras, no cargarás con un machito mexicano». Y mi madre hablaba de su madre a su vez porque esa era la relación que ella tenía o tiene conmigo, sobra decir que esto no busca ser justificación al discurso misógino que culpa a las mujeres como base del machismo.
Estrella resulta una revolución en su historia, sube y baja, construye, agarraba el pico y la pala, al salirse de su casa corrió a cortarse la trenza que mi abuela nunca le permitió quitarse, se viste como quiere, sabe arreglarlo todo sin ayuda de ningún hombre.
Fui mimada hasta el cansancio por mi madre y hasta los 17 porque fue a esa edad cuando me fui de casa para siempre, hace diez años que me fui de allá a vivir a otra ciudad, primero con roomies pero sola siempre, en realidad. Allá en casa, antes de irme, nadie me obligó a lavar mi ropa por esa razón política que mi padre no comprendía. «Pon a Luisa a hacer de comer», «que lave su ropa, al menos», le decía a mi madre, aunque él no lavara sus calzones. Yo sabía que no estaba bien que mi madre lavara mi ropa, pero ensimismada en mis aspiraciones, no cooperé y cuando lo intenté, mi madre volvía a insistir: «¿Qué no tienes cosas qué leer? En lugar de estar aquí, vete a estudiar para el examen que no vas a pasar, anda, que no quiero chillidos después». Así que mi madre me alcahueteó mis deberes valiéndose de su propia opresión, una opresión que prefería vivir enteramente, desde el sacrificio aprendido en la sociedad patriarcal, un sacrificio que me beneficiaba en tanto hija y tirana. Es decir, prefería eso a compartir conmigo la enseñanza de los deberes domésticos en tiempo y forma, como marca la norma de mujer a mujer.
Cuando murió Amelia, mi abuela, la madre de mi madre, se me movió el piso y se me estrujó el pecho. Desde meses antes se había enfermado y yo no quería verla enferma, así que no me despedí y solo me tocó ir al panteón. Mi abuela parió doce hijas e hijos. Vio morir a varios tantos. Fui su primera nieta y me consintió los primeros dos años, me compraba trastes miniatura de barro del mercado cuando iba con ella. Ya después, las veces que me acuerdo de ella es lavándole la ropa a sus hijos varones, en el lavadero eterno. También la recuerdo en la cocina. Y también peinándome con sus dedos y yo enojada porque me dejaba muchos chipotes en la cabeza. Cuando murió no podía dejar de pensar que había muerto por razones de género, por ser mujer. Yo no era tan feminista como ahora, pero acababa de abortar y la vida se me estaba volviendo un nudo de reflexiones. Una vida sepultada para el marido infiel y violento, para les hijes, para todo mundo, entre el lavadero y la cocina. No obstante, Amelia, la abuela, también resistió al sistema al divorciarse, al separarse del machito abuelo y después al enamorarse de alguien más, sin embargo, aún me falta trabajar su recuerdo desde la resistencia, no solo desde la opresión patriarcal, por eso la pienso y la pienso bien seguido, en cada paso feminista que doy, un paso que no me lleva a un lugar fijo, sino que es un devenir, es un pisar en el espacio, sin suelo, sin rumbo, sin descanso. Un devenir que me hace aborrecerme por hablar en ellas en términos de madre y abuela, porque no son en razón mía, son Amelia y Estrella, mujeres diferentes, que resistieron en sus contextos.
Pienso en ellas y concluyo que no es casual mi devenir lesbofeminista, que parte de un análisis histórico de las opresiones de las mujeres de mi comunidad, mi comunidad son ellas. Pienso que el lesbofeminismo es el resultado de la lucha de las mujeres de mi contexto, de mi historia, en mis pies, en mi tiempo. Que soy resultado histórico, que asumo la responsabilidad de no repetir las violencias que ellas vivieron. Que no es casual que esté convencida de que mi estrategia es sin ellos, que no quiero vivir la heterosexualidad como régimen político, que me intento fugar a diario, que qué coraje, ya fueron muchas mujeres caídas, que después de tanto y tanto, sería una torpeza, falta de análisis, de amor, de crítica, volver a repetir el esquema de familia sustento heteropatriarcal, sería una tontería querer ser mujercita y esposa, madre y amiga, sería una necedad creer en que hay una esencia de hombres y mujeres, creer en la convivencia sin feminismo radical.
Ya he vivido con un macho progre, mi padre, ya he entendido que aunque él sea amoroso cuentacuentos, que aunque yo aún valore las veces que me habló de la palabra feminismo y de Simone de Beauvoir, nomás esto no es con él. Valoro su intención de hacer lo posible, al igual que Estrella, o más bien menos, de que no fuera yo esa mujer que todos los medios y la sociedad pedían, lo valoro, pero a pesar de eso, él seguía siendo y sigue siendo un macho progre, un macho progre que aún espera a que mi madre le lave la ropa y que espera la comida servida cada tarde, por muy trovador pensador sensible. Agradezco haberlo conocido desde nacer y hasta ahora, para no hacer ninguna apuesta política en las otras masculinidades, que si bien no era como mi abuelo golpeador, sino el padre amoroso trovador, no me alcanza su hacer, ya sé que vive las opresiones en tanto racializado, amestizado, pero no me alcanza la venda de los ojos para seguir pensando en la lucha conjunta. Agradezco conocerle para no soportar más a ningún macho progre, me gusta ser resultado de la educación con uno y convencerme bien segura, que es sin ellos, mi lucha es sin ellos. Esto no es personal, no hay duda, quiero a mi padre y hermano y vaya que les quiero, pero sus haceres me son insuficientes, no sirven, nomás consolidan el pinche sistema, vengo respondiendo a la historia de las mujeres, no de ellos, porque no hay lucha que valga al seguir encarnando la categoría hombre, al seguir encarnando una de tantas categorías opresoras.
Ahora recupero la historia de las resistencias de las mujeres que me antecedieron, y también reconozco el patriarcado que ya me formó en cada poro de este cuerpo sexuado de mujer, me reviso los gustos que no me he analizado y me detengo a observarme en mis limitaciones, es que por más y todo, la verdad es que no me gusta el café con azúcar, ¿saben?, es que el patriarcado corre por mis venas a pesar de todo.
Mi hermana la de en medio se está alesbianando. Y la más pequeña ya es lesbiana, preocupada por jugar y leer mientras sus compañeras de clase pelean por el novio, en sexto de primaria. Estrella no lo dice, pero creo que no podía esperar menos. Incluso ahora ella, mi madre, se ha alesbianado. La miro segura, aún anclada a muchos mandatos como yo, como tú, pero sin duda sabiendo que su felicidad depende de ella y no de ningún hombre, una lesbiana total, con el cabello corto y esas playeras de orgullo lésbico que son de orgullo porque son de cuello circular y se marcan las lonjas del cuerpo, no porque lleven ninguna bandera capitalista arcoiris, son de orgullo porque son playeras que se portan como gritando: «mira, patriarcado, en tu cara, esta soy yo y mira cómo lo gozo».
Siento, no sé mañana, no sé lo que elijamos después, que en este momento de nuestras vidas, así como lo veo, estamos respondiendo directamente a nuestra historia, que aunque mi café no lleve azúcar, hay tres lesbianas en casa, cuatro conmigo, aunque esa casa no sea física, sino la casa simbólica de asumirnos comunidad.
Las amo, tipas.
O las noamo, porque vamos libres.
Ey, ¡Menstruadora! Tu texto me ha dado uno de esos abrazos que dejan respirar.
Gracias, infinitas, por compartir.
¡Que sigas en pie de lucha!
Precioso, desde la frontera norte me espejeo. n.n
Hermana, relatarnos las historias, mirarnos las biografías.
Valoro un montón tu compartirnos, movernos las ideas.
Gracias.
Noamor por montones para ti!
Después de leerte lo único que se me antoja es beberme un café contigo.
Que gustazo me ha dado leerte, excelente texto.
¡A tu salud, un cáfe! jeje.
Saludos desde este lugar llamado Nuevo León.
Encantada de leer tú artículo! Mientras lo leia repasaba mil historias de mi vida y de la resistencia feminista de mis antepasadas, que sin darse cuenta apesar de la heteronormatividad en la que fueron criadas ejercieron un feminismo sin saberlo , criada sin embargo en un hogar patriarcal, con una madre parecida a la tuya, que me crío para que pensara diferente, pero que ahora cuando me vio siendo libre quiere que me acople al sistema, negando mi feminismo, mi lesbianismo, mi lucha contra el sistema! Soy nueva leyendote y me gustaría saber más de tú historia, me inspira a continuar ejerciendo fuerza feminista! Saludos y un fuerte abrazo desde El Salvador!
Gracias por esta opinión, menstruadora.
Ame la redaccion de tu articulo!, fue un excelente placer el leerlo.
Pero aun no entiendo la aficion del feminismo por «cambiar la manera de pensar de TODAS las mujeres del mundo» para que cambien su sexualidad.
Excelente escrito, una historia que muchas compartimos contigo, café sin azúcar.