Me suelo recordar a mí misma como una niña-adolescente-mujer silente. Con el paso de los años me he encontrado con 2 tipos de silencios: el opresor y el sanador. Hoy quiero hablar un poco del primero.
El silencio opresor tiene muchas caras y se crea en la civilización masculina para que lograr mantenernos calladas, dolientes, lejanas. Enfermas.
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Tienes 6 años, estás desarrollando rápidamente la capacidad de comprender el lenguaje de los adultos, quieres participar en esas pláticas tan acaloradas sobre política, o las novelas, o los chistes, o las próximas fiestas, la escuela, sobre aquello que parece tan importante y de lo que todo mundo en tu familia habla. Te decides y emites algunas palabras… La gente se ríe, dice “qué tierna” y sigue su conversación sin darte cabida.
Tienes 8 años, resolviste dejar de hablar y empezaste a cantar, cantas y cantas por las calles, caminas con tu padre y cantas, preguntas sobre la vida y cantas, conoces palabras y cantas. Tu padre te dice que ya te calles un poco, que desesperas, que te va a comprar un cubre-bocas. Tú estás herida, pero cantas. “¡Me van a comprar un cubre-bocas!”.
Tienes 10 años, ahí vas nuevamente, quieres hablar, ¿para qué te enseñaron a hablar si no te iban a permitir hacerlo entonces? Te aventuras e intervienes en esa charla apenas encuentras un momento en el que las demás personas callan y dan tiempo para respiro, y hablas. “Calladita te ves más bonita hija”, dice alguno de tus tíos, todos ríen, tú intentas reír quedito, disimulando el flechazo de dolor que te atraviesa.
Imagen: Ana Godis
Tienes 13 años, estás conociendo el sistema secundario, ahora mismo hay un ejercicio de debate sobre un tema que ya no recuerdas, pero sabes que es importante, todo mundo está acalorado, das tu punto de vista y la voz de un niño te pasa por encima: “¡Ay! Cállate, tú no sabes nada, mejor ni digas”, todos ríen, incluso el maestro suelta una sonrisa que parece que intenta esconder, sólo parece, porque se asegura de que lo mires. El mensaje es entregado. Tus ojos se ponen acuosos, pero no les permites el gusto de verte llorar, intentas dar un revés con otra frase, pero casi que sólo escuchas el latido de tu corazón queriendo salir corriendo a otro planeta.
Tienes 15 años, te quejas de las políticas de la secundaria, no entiendes todavía cómo es obligatorio llevar uniforme y menos ¡falda! Te parece cosa de la milicia, “nos quieren homologar, nos quieren desdibujar, quieren que seamos la misma cosa obediente”. Estás harta y dejas de usar falda, es otra forma de hablar. Te llaman a orientación, te sancionan, amenazan con echarte de la escuela. Tú que siempre has sido tan buena hija, tan ordenada y callada, tú que no das molestias en casa… Otra vez te rebasan
Tienes 18 años. Ante la presión, sales con un hombre, no puedes concebir cómo sus ojos miran, cómo alguien que literalmente quiere devorarte, terminar contigo. Quieres hablar de cómo te sientes, de qué piensas de los temas que aprendes en la Universidad, de política, a estas alturas ya tu cuerpa sabe que debes moderarte, hablar pensando primero siempre en el otro, morderte la lengua para no caer mal. Dices lo justo, sonríes, no quieres enojarlo. De todas formas se ofende, te dice que cómo es posible que ni siquiera sepas hablar, defender una idea o citar autores. Quieres desaparecer.
Imagen: Ana Godis
Tienes 23 años, estás realmente harta de intentar hablar, ya has aprendido com-ple-ta-men-te que nadie quiere escucharte. Ya tu cuerpa te habla de taquicardias, sudor de manos, pensamientos irrefrenables, hipótesis de cómo te van a callar esta vez; quizá una mirada de fuego, una frase tajante, unas risas despolitizantes, a ver qué.
Tus palabras se volvieron lágrimas hacia adentro, porque ni eso, ni llorar está bien. Hazlo sola, en un rincón de tu cuarto cuando no molestes a nadie.
Tu garganta se ha convertido en este cementerio de palabras, tu cuerpa en el mausoleo hecho silencio. Y es esta acumulación la que potencia el cáncer, sí, es un silencio cancerígeno.
Entonces pasas mucho tiempo pensando cómo hablar, cuál es la forma correcta, cómo defender tus ideas, cómo ordenar argumentos legítimos, te desgastas, te debilitas, lees a todos los autores de los que hablan en clase, los compañeros, los maestros, piensas muchas cosas, te preguntas tanto. Aprendes a jugar su juego, con sus reglas, en su cancha, pero sigues sintiéndote llena de miedo.
Imagen: Sarah Gonzales
Resuelves hablar con amigas, te da miedo también porque con ellas has experimentado la vuelta al silencio, quizá de manera PARTICULARMENTE dolorosa. Recuerdas todas las veces en las que les contabas algo, así tuvieras 12 o 20 años, algo que era importante para ti, y tratabas de buscar su mirada, elegir las palabras precisas para captar su atención, conocer el lenguaje de sus cuerpas para saber si había empatía o malestar, en fin, ponías de tu parte para esto, abanderada siempre en la certeza de que tú hacías una escucha consciente y plena cuando ellas pasaban dos horas hablando de lo idiotas que eran sus novios, de lo pesada que estaba la violencia de su padre en casa, de la película que miraron la noche anterior o de baile y maquillaje, cosas que a ti te daban igual en sí mismas, pero como ellas decidían hablarte de esto, escuchabas, preguntabas con curiosidad, las mirabas a los ojos, dejabas el teléfono a un lado, te entregabas al vínculo. Recuerdas todas estas veces en que intentaste hablar y recibiste indiferencia, interrupciones abruptas, nada. Esas pequeñas traiciones.
Tienes en la memoria de tu cuerpa cuando tú quisiste hablar de cómo van las cosas con tu familia, de tus parejas, de tus proyectos, de poesía, de los anhelos y las preguntas de la vida… y la otra sólo se limitó a decir “Mmm, sí, está cabrón”, o mientras contabas tus experiencias, ella se distraía en cualquier parte; mirando en otra dirección, saludando a un amigo, viendo su muro en FB, o cuando notabas la urgencia que tenían por contestarte y te brillaban los ojos, porque pensabas que por fin alguien se interesaba en ti, pero ella sólo interrumpe para comenzar su frase con un: “sí, a mí me pasó que…”, y el tema vuelve a ella, tú te pierdes en este mar de indiferencias. Y callas. Vuelves al silencio opresor, ensordecedor. Tienes 10 minutos para irte y llegar al transporte, si no, puede dejarte y será 1 hora más de camino, pero ella sigue hablando, no das lugar a la interrupción, no quieres lastimarla, aguardas a que termine, a que se sienta mejor, a que las palabras no la ahoguen como quizá te ahogan a ti, pasan 30 minutos. Has perdido el transporte. No sabes qué ha pasado, pero te sientes derrotada.
Imagen: Sarah Gonzales
Hablas con J, tu amiga de estos años. Nunca has construido amistad por fuera de la institución académica, toda tu vida ha sido en la escuela, te entristece porque sabes que tus relaciones se limitan a los años que dura el curso. Aun así, J está ahí, buscas ese asidero, ella también lo busca, se encuentran. Vienen los temas cotidianos; escuela, trabajos, relaciones, familia, sueños, proyectos. Las dos están aprendiendo a hablar, las dos están aprendiendo a escuchar, las dos están creando un nuevo lenguaje amoroso. Sobre todo, sientes que las dos están dispuestas y te alegras infinitamente.
Te sientes asombrada, te das cuenta de la rapidez con la que hablas, tus palabras te atropellan, te entrenaron para hablar de esta forma, corriendo, porque alguien sí o sí iba detrás tuyo. Aquí notas que ella no te interrumpe, que ella te mira a los ojos, que ella asiente, está atenta, notas que tu respiración al hablar empieza a cambiar, tomas pausas que ella entiende, sabe cuáles son pausas momentáneas en lo que sigues articulando palabras, sabe cuáles son pausas para escucharla. Ella también se sorprende, lo notas en su mirada, piensa que vas a callarla, a ignorarla o a juzgarla, no haces nada de esto. Tú estás escuchando con toda tu cuerpa mientras ella habla. Sí vas pensando en qué cosas podrías contestar, pero no te encapsulas en tus propias historias sin dar cabida a las de ella, enriquecen los relatos con las experiencias de ambas, sin dejar de tener presentes sus historias, sus sentires, sus anhelos. Se ríen, lloran, se quedan hasta la madrugada haciendo críticas al sistema educativo, hablando de las relaciones, de lo misterioso que resulta pensar en que estamos suspendidas en el Universo. Hablan y escuchan hasta quedar dormidas, tú en la litera de arriba, ella en la de abajo… y aun cuando sus ojos no se abren, pero ya regresaron de la tierra onírica, lo primero que hacen es hablar y escucharse.
Imagen: Meg
Ella te dice que ha soñado con un león que la persigue y la quiere devorar, piensan juntas qué podría significar, luego tú le cuentas que te mecías en la luna, “era una sensación muy poderosa, me sentía acompañada, contenida y amada” …
Tu nota ha desmoronado mi corazón
Mi gran defecto no saber oir.
Lloro.
Mi posibilidad, elegir aprender a hacerlo.
Gracias
Me has transportado a toda mi vivencia de búsqueda de escucha, de conexión emocional, a veces me pasa que me digo a mi misma porque yo puedo escuchar y conectar con otras, pero cuando yo necesito que me escuchen se me hace difícil encontrar a alguíen, pero siempre está esa amiga talvez de lejos, por las redes, gracias por compartir.
¡Qué magnífico texto! Creo que a quien describes somos muchas. Me movió muchas cosas, gracias por escribir.
Me voló la cabeza. Lloro, me identifico, Que ganas de ser escuchada y que ganas de escuchar.
Amo cada una de tus palabras las abrazo y las siento 💗