Por Angélica Jocelyn Soto Espinosa
Viví los primeros 18 años de mi infancia y adolescencia en una casa grande. Tenía seis habitaciones y dos bodegas. La casa era de tres pisos, con patios, pasillos y balcones. Aunque la mayoría de los cuartos eran de trevejos, mi mamá, mi papá, mi hermano y yo no podíamos ocupar más que dos cuartos, sin puerta entre ellos. Compartí cama con mi hermano hasta los 16. En una sola habitación hicimos caber nuestros juguetes, nuestra ropa, nuestros útiles escolares y, metida con punta pie, nuestra libertad.
El resto de los cuartos no podían usarse porque el abuelo los quería libres por si un día uno de sus hijos hombres, todos con casas propias ubicadas a escasos metros, regresaba. Para salir de esos dos cuartos teníamos que pasar por el escritorio de mi abuelo, ubicado exactamente en el centro de la casa, en el desemboque de cada puerta, cada pasillo y cada rincón. No había forma de salir o entrar sin pasar por el escritorio, donde siempre estaba él. Ahí estudiaba la biblia, comía, recibía visitas y llamadas, y jugaba dominó. Ahí sigue hoy, sentado en su panóptico, pero ya no tiene a nadie a quien mirar. Ya todos se fueron.
El abuelo era el dueño de la casa, pero también se autonombró dueño de todas las personas que habitábamos ahí: mi abuela, mi mamá, mi papá, mi hermano y yo. No podía recibir llamadas telefónicas sin que él tomara la otra extensión del teléfono para escuchar mis conversaciones e insultarme. No podía invitar a nadie a mi casa sin que él los corriera a gritos.
Podíamos usar el resto de la casa, pero todo tenía un orden y un tiempo. Los hombres se sentaban primero. Las mujeres se sentaban a comer hasta que ellos estuvieran servidos. Él se sentaba en la cabecera de la mesa. El lado izquierdo era para mi abuela, desde ahí podía alcanzar todo y dárselo en la mano derecha. A su lado derecho se sentaba un hombre, el que siguiera en la jerarquía de mando: a veces era mi papá, a veces su hijo mayor cuando iba de visita, o a veces otros de sus yernos.
Durante la comida o la cena había que aguantarse sus historias, sus comentarios ofensivos y misóginos, sus órdenes o sus regaños. Bajo su criterio se decidían los temas a conversar y los que no. También había que aguantarse los gritos, las humillaciones y toda la violencia contra mi abuela. En esa mesa no se escuchó por años la voz de una niña.
El momento de huir
Una vez, cuando tenía seis o siete años, el abuelo y yo veíamos la televisión en la sala. Pasó en las noticias una nota sobre la primera mujer piloto en el mundo. Tenía mucho enojo en la cara cuando dijo: “No es cierto, las mujeres son unas brutas”. Le contesté con una voz miniatura: “No es cierto”. Me fui de la sala y nunca volvimos a ver la televisión juntos.
Recuerdo largas temporadas, años, en los que dejé de hablarle. Mi mamá nunca me obligó a hablar con él, si yo no quería. Luego, de manera circunstancial, volvíamos a saludarnos y hasta jugábamos damas chinas, pero la mayor parte del tiempo nuestra relación era distante, tensa y complicada. De muchas formas, me convertí en su mayor amenaza.
Durante muchos años el abuelo representó para mí un miedo constante. “Que él no se entere”, “Lo hacemos cuando él se vaya”, “Ahorita que él no esté”, me decían mi abuela y mi mamá. No recuerdo exactamente la época en la que empecé a desobedecerlo, primero a escondidas y luego ya como confrontación directa. Con el tiempo dejé de tenerle miedo. Nunca le serví de comer a mi hermano, me senté en su escritorio varias veces, y me paraba y sentaba en la mesa cuando yo quería.
Un día tomé un cuarto para mí sola. A los 14 me convertí en una “ocupa” en mi propia casa. Mi mamá y mi abuela me apoyaron. Elegí un cuarto que tuviera puerta con llave. Hice a un lado la ropa y cosas viejas que estaban ahí y me mudé. Fue una tarde que él no estuvo. Cuando llegó, yo ya estaba instalada. Sacarme significaba pelear… Recuerdo que me encerré días enteros en ese cuarto a estudiar para el examen de ingreso a la preparatoria. Lo pasé.
Estudié en el CCH más lejano, pero seguí cambiando las reglas en mi casa. Busqué otra habitación más grande. Tenía un ventanal con vista al árbol de limones de mi abuela. Saqué todos las cosas que no me pertenecían. Pinté las paredes. Pegué dibujos. Le puse mis fotos y construí un espacio en el que me sentía agusto para leer y estudiar. Estaba dispuesta a defender ese espacio con lo que fuera. Empecé a expresar mis propias ideas.
Al final de esa época, mi familia pasó por momentos complicados. La mirada de mi abuelo se hizo más pesada. Nos mudamos. Me aceptaron en la universidad.
Durante los primeros días de escuela, mi mamá decidió separarse de mi papá y yo me fui tras ella. Regresamos a la casa del abuelo.
Los primeros meses fue como empezar de nuevo o peor. Mi mamá y yo tuvimos que dormir en un cuarto y compartir una cama individual, mientras los otros cuartos estaban solos. No sé cuánto tiempo pasamos así hasta que decidimos, ambas, ocupar los espacios de esa casa.
Me hice de dos cuartos y un baño para mí sola. Un cuarto era para dormir y el otro era para hacer mi tarea. Tenía un sillón, una computadora y una mesa en el centro. También hice un librero con un exhibidor de botanas que me regalaron.
Mi hermano regresó meses después a vivir con nosotras. La relación entre nosotros se volvió violenta. Al mismo tiempo, las tías y tíos creyeron que, porque habitaba la casa del abuelo, tenían ellos autoridad sobre mí y me juzgaban por todo. Esos años entendí mejor las cosas: además de espacio, en el hogar debe habitar la libertad.
Hoy llevo 11 años viviendo fuera de esa casa. Desde entonces persigo el llamado que me llevó la primera vez a ocupar un cuarto para mí sola: habitar un espacio seguro en el que pueda crecer y desarrollar mi personalidad sin miedo a ser juzgada o callada.
Hace un año que vivo sola en un departamento rentado. Me costó muchos años de esfuerzo llegar hasta aquí. Me acompaña mi gatita y las cosas que he acumulado a lo largo de todo este tiempo.
Aquí no hay hombres. Aquí no hay hora de entrada ni de salida, Aquí nadie se esconde. Aquí nadie decide por las otras personas. Aquí huele a manzanas. Hay una pared morada y un cactus en la entrada. Aquí está lo que me gusta, lo que tengo y lo que soy. Aquí, durante las noches más frías, la voz de una niña canta: recuerda que no hay sueño más dulce que el de quien se acuesta sobre la cama de su libertad.
20/AJSE/
Llevo 15 años intentando salir y cada vez se ve más lejos mi puerta.
Que bonito suena tu espacio, cuando lo describes con la palabra libertad.
Abrazos.