Por Patricia Karina Vergara Sánchez
En 2019 recordé cómo pasó que de niña, a los 4 y 6 años, de forma violenta me hicieron saber que la heterosexualidad es obligatoria y entonces pregunté en mi muro si otras mujeres recordaban cuándo y cómo les hicieron saber que no “podían” o “deberían” atraerles otras niñas u otras mujeres. Respondieron unas cuarenta que contaron cómo desde los tres años vivieron escenas que les decían que, para ser amadas, aceptadas, incluidas o no castigadas, deberían amar a hombres a toda costa y cómo se obligaron a hacerlo. Un mes después fui a SLP y en una conversatoria pregunté lo mismo y se repitieron las numerosas narraciones. Al paso del tiempo he recolectado otras decenas de historias, algunas de verdadero terror, incluyendo violaciones “correctivas”. Todas las mujeres, de una forma u otra, hemos recibido lecciones de cómo amar, privilegiar, servir, cuidar, entregar nuestra sexualidad, enternecernos y ser leales a ellos. Igualmente, de cómo mantener la distancia y la competencia entre nosotras.
Es que la heterosexualidad es un régimen político muy poderoso, que fiscaliza todos nuestros gestos, afectos y emociones para no permitir que huyamos, para que creamos que no se puede, para mantenernos sosteniendo al mundo tal cual está.
Algunas lesbianas lograron desde casi bebas sacudirse de esa niebla mental que implica el creer que obligatoriamente debían sentirse sexualmente atraídas por hombres –tal vez no la tuvieron nunca-, fueron muy rebeldes y sabias o tuvieron un contexto en donde pudieron lograrlo. Son tremendas, valientas y maravillosas.
Otras estuvimos más tiempo atrapadas. Nos quedamos sirviéndoles a ellos. Aun cuando no les amaramos; aun cuando nuestro tiempo, dinero y trabajo entregados no volverán nunca; aún hasta sentir repugnancia o nauseas que parecían no venir de ningún lado. Tratábamos de convencernos de que estaba bien –para que no se nos muriera el alma-, de que era lo que verdaderamente queríamos y nos enojábamos cuando alguien nos cuestionaba. Es que nos daba miedo reconocer que estábamos atrapadas, que lo que llamábamos amor era servidumbre y lo que creíamos que era placer se convertía en violación. Aceptar mirar sin la venda en los ojos resultaba desgarrador.
Por ello, escapar de la heterosexualidad es muy difícil. Requiere interlocutoras o referentas que nos hagan saber que es posible; requiere de procesos personales en donde la ansiedad puede ser desgastante o puede obligarnos a ser autodestructivas para no sentirla, requiere lograr crear las condiciones materiales para irse y, muchas veces, pasar carencias que nos persiguen el resto de la vida, requiere enfrentar el miedo fundado de dejar de ser amadas por nuestras madres y otras personas importantes para nosotras, el miedo a defraudarlas, a ser desterradas también.
Luego, cuando una ha logrado despojarse de las ataduras, viene el enfrentarse a los miedos que se convierten en realidad: familias que no comprenden, luchar por custodias de hijos e hijas, examantes, novios o maridos dolidos que, desde el orgullo de macho herido tratan de castigar, violentan, hieren. Recordemos que dos de los lesbocidios recientes –conocidos- fueron cometidos por esos hombres rechazados. Padres, maestros, hermanos, vecinos deseosos de castigar y que castigan de muchas formas.
Además, tratar de aprender y de crear códigos de nuevas maneras de relacionarse que antes no existían para nosotras y pasar años tratando de aprender cómo amarnos entre nosotras sin repetir la pesadilla de la idea que nos han inculcado de cómo es una pareja, que implica renuncia y sacrificio.
Soltar las certezas aprendidas, reconstruirse toda. Es desafiante. No sé si quién no lo ha vivido lo alcanza siquiera a imaginar.
Vale cada pena y cada alegría, por su puesto. Por respirar sin amarras, por nuestras amoras, por que las que vengan tengan un poco más despejado el camino, pero es complejo lograr soltar las cadenas con las que nos ataron para ir a encontrarnos con otras, para ser libres, para volver a nosotras mismas.
Es por todo lo anterior que es una revictimización el acusar de “falsa lesbiana” a cualquier mujer que ha dado estas batallas para salir de la trampa heterosexual.
Literalmente tuvimos que correr por nuestra vida y la de nuestras crías y, cuando lo hemos logrado, vienen algunos personajes desde la misoginia a decir que haber escapado no es suficiente, que no somos auténticas.
El implícito mensaje malvado es que debimos quedarnos a seguir siendo violadas, a cumplir con el coito obligatorio, a seguir permitiendo la explotación de nuestros cuerpos-trabajo, a ofrendarles nuestras crías, a vivir tantas violencias. Para ser auténticas se nos exige haber salido de ahí antes, cuando –aún sintiéndolo- ni imaginábamos que fuera posible.
Es revictimización y es crueldad.
No soy extranjera del amor entre mujeres, al contrario, he vuelto a la casa mía, la casa de donde nunca debí ser arrancada.
No pude escapar antes. A los cuatro años de edad no supe la respuesta para mi maestra lesboodiante, no voy a disculparme por ello. No soy falsa lesbiana, desde hace 23 años soy sobreviviente al secuestro de la heterosexualidad.
Y, sí, deseo que otras puedan escapar y que vengan a este otro universo posible y que sean recibidas y abrazadas con alegría, en lugar de querer esta tierra fértil sólo para mí, en una lógica absurda de “privatización” de la lesbiandad.
No soy falsa lesbiana, soy prófuga de un régimen político opresor. Volví hacia la tierra de nosotras y soy digna en ello.
Increíble texto, últimamente andan señalando deliberadamente a muchas de ser falsas lesbianas, incluso algunas llegando a abandonar el lesbofeminismo y dejándose consumir por las narrativas del gbt+ y sin verlo de una forma violenta se van encima de las que aún siguen siendo víctimas de la heterosexualidad y han intentado salir de ella sin éxito.