La situación económico-política en la que vive el mundo occidentalizado contemporáneo, esa forma de vida que llamamos capitalismo, se sostiene en la explotación de los recursos naturales para un modo de producción que genera riqueza apropiándose de la fuerza de trabajo de las personas. Entonces, podemos delinear simbólicamente a dos sujetos, a la vez producidos y actores del sistema: Aquél que explota, el que se ha apropiado de los medios de producción y aquél que es explotado, el que tiene para vender únicamente su fuerza de trabajo.
Para que el[1] que vende su fuerza de trabajo pudiera llegar al lugar en donde ocurre la producción (y los sitios de distribución, publicidad y otras actividades que permiten e incentivan la realización de lo producido), hubo un trabajo que posibilitó un lugar en donde durmió la noche previa con comodidades mínimas que permitieran el sueño, había vegetales, legumbres, carnes u otros alimentos cuya transformación ocurrió necesariamente para que fueran comestibles, hubo hasta ropa dispuesta. Es decir, una persona creó las condiciones necesarias que permitieron que asistiera al lugar de producción. A esa persona se le asignó un trabajo que no se ubica en los espacios de producción y que sin embargo es indispensable para esa producción. Dicha persona muy probablemente era una mujer, pues en el capitalismo se asigna la responsabilidad del trabajo del hogar en forma distinta, según los cuerpos sexuados.
Los cuerpos con capacidad paridora, los que se presuponen tienen, podrían tener o tuvieron, capacidad de engendrar y/o parir –esposa, madre, abuela, hermana, compañera-[2], son relacionados con el trabajo de la crianza y, como si fuera consecuencia lógica, son los encargados del cuidado y del espacio doméstico. Para que el sujeto del capitalismo pueda emplear su fuerza en la producción, ocurre previamente el llamado trabajo reproductivo[3], aquel sin el cual no sería posible la producción ni la reproducción.
Feministas materialistas[4] a partir de la década de los setentas mostraban cómo esas tareas obedecían a una división sexual del trabajo. Concepto que hoy es preciso matizar, pues en esos años pretendía explicar que mientras a las personas cuyos cuerpos eran sexuados como masculinos se les asignaban generalmente las labores productivas, a los cuerpos sexuados como femeninos, se les asignaba el trabajo reproductivo. Sin embargo, conforme se ha vuelto más sofisticada la explotación capitalista, se ha construido sobre los cuerpos con presunta capacidad paridora la exigencia del cumplimiento de más jornadas en el ámbito productivo, sin que ello de ninguna manera hubiese significado una disminución en la carga de las jornadas asignadas en el trabajo reproductivo[5].
Ante este fenómeno, desde distintas posturas feministas se ha propuesto un reparto más equitativo de las tareas domésticas. Sin embargo, en muchas culturas las mujeres encuentran serias dificultades en hacer cumplir un reparto más igualitario de ese trabajo. Incluso cuando hay hombres dispuestos a encargarse de tareas del hogar, socialmente se valora distinto al trabajo realizado por un hombre que es tan sensible o tan amable que lleva a cabo una tarea “extra”, en tanto las labores realizadas por las mujeres son invisibilizadas, porque es lo que se espera de ellas, se naturalizan. Siendo todavía una constante que lleven la mayor carga simbólica y material del trabajo reproductivo.[6]
Cuando, en la unidad familiar, se intenta trocar el trabajo o distribuir de otra manera las obligaciones, proponiendo, por ejemplo, que sea la mujer la que realice el trabajo productivo, o ambos miembros lo hagan, la desigualdad salarial entre hombres y mujeres[7], el techo de cristal[8] y las opciones laborales asignadas a las mujeres dificultan estas formas distintas de organizarse. En palabras de Federeci: “Los intentos de las mujeres de redistribuir las tareas domésticas se verán frustrados dados los bajos salarios que reciben en el mercado laboral por los arraigados prejuicios masculinos acerca de su trabajo”. (Federici, 2013, p.83).
En el siglo XXI, en distintas regiones de Latinoamérica y del mundo aún opera el modelo esposo/proveedor-mujer/cuidadora; pero, también, en otras formas de organizarse, particularmente en espacios urbanizados, el trabajo se divide según el cuerpo sexuado, no obstante, esa división no está diferenciada únicamente según el ámbito de la producción/ reproducción y mucho menos es equitativa, o distribuida a partes iguales, si no que se asigna un valor distinto a las tareas encomendadas a hombres o a mujeres.
Mismo trabajo productivo: diferente salario y diferentes oportunidades laborales. Mismo trabajo reproductivo: diferente carga según el cuerpo sexuado y diferente valoración social.
Este proceso contemporáneo de adecuación a las necesidades actuales del capitalismo, perpetúa la idea de la necesidad de una familia nuclear y termina asignando en tareas productivas y reproductivas una sobrecarga física, material y emblemática sobre los cuerpos con presunta[9] capacidad paridora.
Al respecto, Federeci expone que las formas en las que se deposita el trabajo sobre los cuerpos de las mujeres son distintas en cada país, sobre los dictados hacia el ejercicio de la maternidad dice: “En algunos países se nos fuerza a la producción intensiva de hijos, en otros se nos conmina a no reproducirnos…Pero en todas partes nuestro trabajo es no remunerado y la función que llevamos a cabo para el capital es la misma”. (Federeci, 2013, p.56).
Con base en lo anterior, me pregunto: ¿qué ha mantenido durante su proceso histórico al trabajo reproductivo asignado mayormente a las mujeres?, ¿qué sostiene la actual división sexual del trabajo? Es decir, ¿qué compele en las sociedades a dos personas no consanguíneas y de sexos distintos para que vivan juntas y una se ocupe del trabajo productivo y otra tenga que participar directamente en la producción y además le sea asignado el mayor peso del trabajo reproductivo?
¿Qué impulsa a las mujeres para que, además de cumplir largas horas en jornadas laborales asalariadas, se ocupen de lavar cientos de calzoncillos que nos son suyos durante toda su vida; hacer trabajo reproductivo para sí misma, para el “sujeto productivo”[10], para sus hijos e hijas y, en ocasiones, hasta para generaciones subsecuentes; qué le impone el mantener el orden de las cosas; limpiar mocos de niñas, niños y pasar noches en vela a su lado cuando enferman; entre muchos otros quehaceres sin remuneración económica, sirviendo así con sus trabajos-cuerpo al sostenimiento del sistema mundo económico?, ¿podría ser así si no se construyera en las mujeres la convicción de que sólo es posible-deseable la vida viviéndola en relación con un hombre y al trabajo asignado en esta relación -ese trabajo que pocos consideran trabajo-[11] ?
Este es un punto medular: el supuesto de que la mayoría de las mujeres (y hombres) son heterosexuales por naturaleza es un muro teórico y político, afirma Rich, (1996, p.35).
Si partiéramos desde una mirada biologisista[12], en donde la naturaleza humana, supuestamente, estaría “determinada por nuestros genes” y sería inmodificable debido, justamente, a la herencia genética; no habría más posibilidades de relación entre hombres y mujeres que aquella que comprende las funciones reproductivas y una idealizada crianza en pareja de las hijas e hijos durante sus años más vulnerables. Esa visión, es en verdad un muro teórico (y social) en donde las personas no tenemos otra posibilidad de relacionarnos y vivir más allá que la dictada por los mandatos “naturales”.
Sin embargo, es posible un análisis político más profundo. Wittig recuerda cómo en las últimas décadas se ha develado el carácter cultural de las concepciones de lo que, sin cuestionarlo, se había considerado como proveniente de la naturaleza. Sin embargo, señala que hay un núcleo que todavía resiste a ser cuestionado, esa relación obligatoria entre el «hombre» y la «mujer». Pareciera que ese núcleo es anterior a todo pensar científico, como si fuera una esencia natural, Wittig insiste, como si fueran: “leyes generales que valen para todas las sociedades, todas las épocas, todos los individuos”. (Wittig, 2006, p.52).
¿Es realmente la relación de vida erótico y/o afectiva entre hombre-mujer una predisposición natural? ¿Qué significados sociales se asignan a los procesos fisiológicos como el reproducirse, parir y la necesidad humana de varios años de crianza para poder sobrevivir?, ¿dichos procesos no son posibles si no ocurre una vida cotidiana construida con base en relaciones de hombres y mujeres no consanguíneos en mutua dependencia?, ¿Son viables sociedades en donde las relaciones dependientes material y físicamente entre hombres y mujeres no consanguíneos no sean obligatorias?, ¿a quién y para qué sirve la construcción social de la heterosexualidad?
En las sociedades capitalistas contemporáneas se concibe como destino la vida heterosexual de las personas. El sentido de la vida, con mayor o menor carga de romanticismo, según la cultura de la que se trate, es vivirla en pareja. Pareja de cuerpos sexuados distintos, preferentemente[13]. Más allá de la construcción mediática de eso que occidentalmente se llama “amor” como realización personal, es pertinente observar cómo la pareja heterosexual resulta tan funcional pues el destino de pareja será producir y reproducir. He ahí la familia construida por el mundo del capital.
El mandato ideológico de pareja implica, también, la crianza de futuras generaciones de trabajadoras y trabajadores. Una construcción significativa útil para sostener los cimientos de la macroestructura. Federeci señala: “la familia, tal y como la conocemos en «Occidente», es una creación del capital para el capital, una institución organizada para garantizar la cantidad y calidad de la fuerza de trabajo y el control de la misma”. (Federeci, 2013, p.58)
Donde hay individuos destinados al trabajo productivo, a otras se les asigna la sobre carga del trabajo reproductivo y, al mismo tiempo, los hijos e hijas reciben una pedagogía inmediata de la naturalidad en esta organización. Esta es, pues, la familia –primera forma de propiedad–, que de acuerdo con Engels y Marx. Contiene en su forma inicial a la mujer y a los hijos como esclavos del marido: “el derecho a disponer de la fuerza de trabajo de otros…División del trabajo y propiedad privada son términos idénticos: Uno de ellos dice, referido a la esclavitud, lo mismo que el otro, referido al producto de ésta” (Engels y Marx, 1982, p.32).
De esta forma, el sistema de producción determina modos de vida, la vida en familia que a su vez es el lugar del trabajo reproductivo. Así, resulta acertada la convención social de que la familia es el núcleo de la sociedad (y del sistema económico y político) y, en este punto, es posible observar cómo la heterosexualidad es el núcleo de la familia.
Entonces, si la heterosexualidad es una estructura que ordena en clases a la sociedad entera, por lo tanto es una estructura política, y por ende, podemos concebir la existencia de un régimen heterosexual[14], un régimen político indispensable para la división sexual del trabajo y para la asignación del invisible trabajo reproductivo.
Amplios sectores de la población no pueden admitir la vida fuera del régimen heterosexual. Está encarnado en los cuerpos y en el hacer cotidianos. La consecuencia de esta marca que pareciera indeleble es que la “mente heterosexual”, de acuerdo con Wittig, (2006) no puede concebir una cultura, una sociedad donde la heterosexualidad no ordene no sólo todas las relaciones humanas si no también la misma producción de conceptos e inclusive los procesos que escapan a la conciencia. Está impregnada en la psique y en la piel de la población. La heterosexualidad construye cuerpos, deseos, talantes, valores, modos de andar por la vida. Una vida cotidiana heterosexual.
En este punto es preciso señalar que esta introyección de la heterosexualidad es una forma concreta de opresión. Concuerdo con Wittig, quien plantea que “los discursos de la heterosexualidad nos oprimen en el sentido en que nos impiden hablar, a menos que hablemos en sus términos (desde una concepción heterosexual de la realidad) …Su acción más feroz es la tiranía inflexible que ejercen sobre nuestro ser mental y físico” (Wittig, 2006, p.49).
Así, si bien la heterosexualidad y los mandatos de feminidad o masculinidad actuales son una construcción que obedece a un proceso histórico, su acción opresiva concreta contemporánea responde hoy a las necesidades del capitalismo, lo posibilitan y lo perpetúan, podemos aquí proponernos un juego dialéctico: si reconocemos que “lo que los individuos son depende, por lo tanto, de las condiciones materiales de producción” (Engels y Marx, 1982, p.19), podemos también reconocer que las condiciones de producción dependen de las condiciones materiales posibilitadas por la propia heterosexualidad.
El capital se apropia del cuerpo en la vida cotidiana y reproductiva del trabajador, de las trabajadoras, por medio de la heterosexualidad.
En este punto, me interesa mostrar cómo el régimen heterosexual actúa sobre todos y todas, en conjunto e individualmente, sosteniendo el modo de vida capitalista, así como ha sostenido otros modos de producción dados en el sistema mundo patriarcal, pero, además, sobre la vida de las mujeres se inscribe además en forma obligatoria.
Comienzo por señalar el que aquellos cuyo aspecto genital implicó que sus cuerpos fueran sexuados como masculinos están socialmente obligados a demostrar su masculinidad, en el sentido de su capacidad inseminadora, proveedora y su desempeño en la producción. Cualquier actitud o desvío respecto a la masculinidad y heterosexualidad impuestas es socialmente sancionado y descalificado.
No obstante lo anterior, la heterosexualidad como obligación actúa de manera particular sobre las mujeres construyéndolas como clase sexual, cuyo trabajo es explotado por otra clase. Para explicar esta propuesta es necesario observar cómo, sin que se contradigan los mandatos del régimen heterosexual en cuanto a la organización de la vida social, el sistema capitalista construye una clase privilegiada cuyos fundamentos son de homosexualidad concretamente masculina, es decir, de amor-deseo-erotismo-afinidad entre aquellos quienes poseen un cuerpo sexuado masculino –en grados diversos de esa afinidad según su elección de género–, pues las relaciones de poder masculinas implican un cierto grado de fraternidad, complicidad, solidaridad-amor entre ellos, eufemísticamente “hermandades masculinas”–en la política, en el entramado social, en los convenios económicos, en las creaciones culturales; aun cuando, ciertamente , esas relaciones están atravesadas por la clase económica y los intereses de la misma–. Esto significa que el patriarcado capitalista es homosexual, en el sentido de la “identificación”[15] entre lo que es reconocido como masculino.
Por ello, un pene introducido en el ano de un cuerpo de otro portador de pene no destruye nada del sistema, ni «dinamita» a la heterosexualidad como a algunos discursos posmodernos les gusta idear, ni le mueve ni una piedrecilla al sistema, porque sólo explicita de forma física un vínculo que ya se da de por sí en la fraternidad de la clase de aquellos cuyos cuerpos son privilegiados por el heteropatriarcado capitalista.
En tanto, las mujeres son socialmente atomizadas y construidas en la competencia entre ellas. Lo cual no es accidental, como lo explica Rich. Se les enseña a identificarse con lo masculino, en tanto que la masculinidad representa el poder en nuestras sociedades: “La identificación con lo masculino significa la interiorización de los valores del colonizador y la participación activa en la ejecución de la colonización de una misma y de su sexo…sitúan a los hombres por encima de las mujeres, ellas mismas incluidas, en credibilidad, estatus e importancia, en la mayoría de las situaciones” Siendo el corolario, la negación de la importancia de las relaciones con otras: “La interacción con mujeres se ve como una forma menor de relación a todos los niveles” (Rich,1996, p. 34)
Así, la imposibilidad de relacionarse-aliarse con otras mujeres, la asignación histórica simbólica del ser para el otro, sumado todo ello a la constante vigilancia social que amenaza contantemente con la violencia exacerbada actual a las mujeres, al parecer por el hecho de ser mujeres[16], hacen de la heterosexualidad obligatoria[17] no un tema de sexualidad, de prácticas sexuales o de relaciones afectivas, sino una marca política impuesta concretamente a las mujeres en donde, por medio de mecanismos de disciplinamiento y control, naturaliza la heterosexualidad como «deseo» para asegurar la “lealtad y sumisión emocional y erótica y el servilismo de las mujeres respecto a los varones” (Rich, 1996, p.24) y agrego: con el fin de dar continuidad a los sistemas económicos y políticos que en esta lealtad y servicio se sostienen. La heterosexualidad construida como la única posibilidad para el deseo, la vida y los cuerpos de las mujeres.
Esto es: ya que las formas en que se concibe la realidad son manifestaciones de relaciones sociales, la imposición sobre las mujeres de la heterosexualidad como única realidad posible es sobre la relación cuerpo-trabajo, y para mantener esa relación es necesario sean constantemente disciplinadas a esta sujeción.
Es decir, el supuesto-imposición-naturalización de que el afecto y el deseo de las mujeres está en relación a un varón, no es inocente, tiene un propósito: con sustento en ese afecto y/o deseo cunde la consigna de que la vida de las mujeres se realiza, es plena, respecto a la vivencia compartida con un hombre, a la sexualidad compartida con un hombre, a la posibilidad de parir, a la crianza de hijas e hijos e, incluso, tras la ausencia o muerte de ese hombre objeto de afecto y deseo, al servicio y cuidado que se da a toda la red de relaciones correspondientes, como hijos y familiares, que ha creado esta vinculación. Por ejemplo, La viuda haciéndose cargo emocional, afectiva, económicamente o con trabajos de cuidado de la suegra, cuñados, y otros. Esto significa que el trabajo de las mujeres pertenece a ese hombre (y al clan de ese hombre) al cual fue socialmente asignada.
Es importante señalar que esta asignación ocurre desde generaciones anteriores al nacimiento y se interioriza desde la infancia, aun cuando dicho hombre todavía no exista como una presencia física en su vida, sí existe como una cimentada construcción simbólica. Es decir, desde muy pequeña a la niña se le hace saber que espera la llegada del “príncipe azul”, está predispuesta a su espera y es socializada en el trabajo que de ella se exige para cuando el hombre al cual su trabajo será asignado –podría escribir con el que “elija”[18] hacer pareja-, aparezca físicamente.
Históricamente, hay quienes rompen de un modo u otro con ese disciplinamiento. Mujeres que no cumplen con el mandato del sistema mundo de asumir el trabajo reproductivo como destino. Mujeres que han desafiado los mandatos de género. Utilizan pantalones, asisten a las universidades, se niegan a la maternidad… Desafíos que obedecen a su contexto y momento histórico y en muchas ocasiones son sancionadas socialmente por ello, verbal, económica o físicamente.
Sin embargo, estas rebeldes que no logran romper con el mandato de heterosexualidad no rompen el vínculo de ser mujer para el cuidado respecto a un hombre, a “el hombre”, aun cuando ese otro no exista físicamente, o existan muchos o algunos ocasionalmente, su existencia simbólica es constante: “algún día se casará”, “algún día aparecerá el que la dome, el que la con-venza”. El desafío de aquél que alcance a la mujer inaccesible es una constante en los imaginarios colectivos. Libros y películas se han ocupado de narrar incansablemente cómo mujeres de carácter indomable, se someten o son sometidas cuando aparece el “verdadero amor”; de aquellas que siendo maduras sienten la nostalgia de aquello nuca obtenido y encuentran un compañero de su edad o aquellas como “Penélope” que envejece esperándolo a “él”. Un “él” que aun cuando sea un supuesto, es su destino irrenunciable.
Una mujer soltera es socialmente un mensaje de eterna espera, lo mejor que se le puede desear es “pronto aparecerá”. La sanción social y el murmullo a la que “se quedó soltera”, esa ridiculización-lástima-vacío, la tristeza real o imaginaria de la “solterona” no rompen la regla, si no que la reafirman. Más allá de negarse a hacer lo dictaminado socialmente, se trata de rebeldías individuales: “la soltera”, “la insurrecta”, “la indomable”, la “sola”. Un peso social pedagógico para quienes desobedecen o intenten desobedecer. En cuanto a la apropiación individual de su trabajo, en lo inmediato, las rebeldes pueden escapar, pero aún quedan hermanos, hijos, sobrinos, padres, abuelos, enfermos y enfermas del entorno que requieren sus cariños y cuidados. El trabajo reproductivo es difícilmente renunciable.
Para las que no desobedecieron, su trabajo pertenece al hombre asignado, también en el periodo de trabajo efectivo durante la relación, –trabajo del hogar, cuidados, afectos. Pertenece a él, incluso, cuando el sujeto ha muerto o ha desaparecido del entorno físico inmediato por divorcio o abandono, pues permanece la pertenencia de manera metafísica en los lazos subsecuentes emocionales y material en el cuidado a hijos o familiares.
Es por todo lo anterior que este sistema mundo ha sido llamado “patriarcado”, porque el resultado del trabajo de las mujeres no las beneficia a ellas directamente, sino que sigue perteneciendo, como en las tribus nómadas, al “padre-varón”, al que duerme a su lado y al patriarca dueño de todo lo material e inmaterial producido por quien está bajo su “manto”, el manto del capital. Así mismo, desde el lesbofeminismo[19] usamos la denominación “Heteropatriarcado” para señalar el carácter fundante de la heterosexualidad obligatoria como lazo que mantiene a las mujeres atadas a esa relación de explotación del cuerpo-trabajo.
Para el funcionamiento de este sistema heteropatriarcal, se crea una matriz, un molde al cuál en décadas recientes las feministas han llamado “de género”, es decir un orden social que impone papeles y mandatos a hombres y mujeres a partir de haber nacido con tales o cuales genitales que, a su vez, asignan un lugar determinado en el trabajo reproductivo y un lugar determinado en el trabajo productivo. Como asenté líneas arriba, no sólo se trata de la división sexual del trabajo, sino que los trabajos asignados tienen valoraciones sociales distintas, siendo el reproductivo el de menor valoración. Se jerarquiza también el trabajo respecto al cuerpo sexuado de quien lo realiza.
Esta doble jerarquización de los trabajos, contribuye a crear una ideología en donde prima la infravaloración de lo “femenino”, de los trabajos intelectuales, productivos y reproductivos de las mujeres, cuya “realización”, entonces tendría que estar en otro lugar. Siguiendo esa idea, ese otro lugar del reconocimiento social en el capitalismo para las mujeres está condicionado, en una generalización, a la obtención de un vínculo afectivo con un hombre para realizar el trabajo reproductivo que se le asigna y a la crianza de futuros trabajadores con toda la trama de producción-consumo-reproducción que se teje alrededor y que, curiosamente, sustenta el engranaje capitalista y neoliberal.
Más sencillamente: se convence a las mujeres de que además de ser eficientes en la producción y obtener lugares más o menos privilegiados en ella y de prepararse académicamente –si les es posible– para sobresalir, precisan para tener una vida “realizada” o “completa” de una relación de pareja (con un hombre privilegiadamente) y de la maternidad. Este convencimiento es útil al sistema de producción capitalista en varias dimensiones:
1.- La fuerza de trabajo de las mujeres directamente explotada en la producción.
En donde, además, la venta de la fuerza de trabajo femenina es más barata que la masculina por lo que el capitalismo obtiene ganancias en el trabajo femenino en casa y en la línea de producción. Un ejemplo de ello, es lo que ocurre en las maquiladoras instaladas en la región de Abya Yala, en donde el trabajo es feminizado y la trama capitalista se teje de tal manera que una sola persona encarna el trabajo reproductivo en lo doméstico, crianza de futuros y futuras trabajadoras y, al mismo tiempo, el trabajo productivo siendo una mano de obra de muy bajos salarios y con nulas prestaciones.
Aún más, Mackinnon en décadas anteriores, según análisis de Rich, documentaba ya el hecho de que las mujeres no sólo se ocupan en alto número de trabajos de servicios y/o de atención al “otro” (como secretarias, trabajadoras del hogar, enfermeras, capturistas, telefonistas, niñeras, camareras), sino que, además: «la sexualización de la mujer» es parte del trabajo. Es esencial e intrínseca a la realidad económica de las vidas de las mujeres la exigencia de que las mujeres «venderán atractivo sexual a los hombres, que tienden a detentar el poder económico y la posición para imponer sus preferencias… el control viril de la sexualidad de las mujeres y el control del capital sobre la vida laboral de la fuerza de trabajo.» (Rich, 1996, p.28). Es decir, son trabajadoras y se espera cumplan su función de trabajadoras, pero son también mujeres y se exige de ellas que se comporten como mujeres, en el sentido de que busquen agradar, cuidar y complacer, incluso en el terreno de lo laboral. Ejemplo de ello es que en México es frecuente encontrar en los anuncios de empleo para mujeres como requisito: “Qué tenga excelente presentación”, es decir, que su aspecto agrade al empleador.
2.-Realizarán la mayor carga del trabajo reproductivo sirviendo así a la producción no sólo de manera directa, sino de manera indirecta posibilitando que la pareja, hijas, hijos y otras a su cuidado puedan vender su fuerza de trabajo.
“Se requieren al menos veinte años de socialización y entrenamiento día a día, dirigido por una madre no remunerada, preparar a una mujer para este rol y convencerla de que tener hijos y marido es lo mejor que puede esperar de la vida”. Explica, Federeci (2013, p.37), pero me interesa señalar que esos “20 años” no son únicamente de preparación, también es ya explotación del trabajo reproductivo de las mujeres, del trabajo infantil llevado a cabo por las niñas. El trabajo reproductivo comienza cuando a la niña apenas comienza a caminar: se le asignan cargas de ese trabajo, regañándola cuando no se mantiene agradable a la vista del otro y felicitándola por mantener bien peinada a la muñeca, se le asigna ir a hacer las compras básicas, dejar brillantes los vasos o poner la mesa adecuadamente, hacer las tortillas más redondas, lavar bien los pañuelos o saber cocinar desde platos sencillos hasta más sofisticados mientras crece. Es decir, desde sus primeros años las niñas ya están produciendo para el sistema que las explota.
En edad adulta las mujeres cumplen dobles y triples jornadas de trabajo y cuando son mayores siguen teniendo trabajo reproductivo en el cuidado de siguientes generaciones. Un trabajo no remunerado, sin vacaciones y que además no es finito, pues ni siquiera a las ancianas se les permite “retirarse” como ocurre en los trabajos asalariados. La abuela cuidará a los nietos y bisnietos, preparará desayunos, irá a pagar cuentas, hará mandados, tejerá servilletas, cuidará enfermos, regará las plantas, barrerá la entrada de la vivienda, lo que le sea posible… Trabajo no reconocido, en lo absoluto prestigiado, pero indispensable en la división sexual del trabajo. Hasta que las fuerzas de vida le permitan seguirá laborando.
3.- Las mujeres coadyuvan a la preparación de nuevas generaciones que servirán a los trabajos productivos y reproductivos mediante la enseñanza de habilidades y competencias para esas funciones y la difusión de la ideología que permite la continuidad del sistema económico y de la división sexual del trabajo a partir de la heterosexualidad. “Sueño con verte vestida de novia y rumbo al altar”, enuncian, como si fuera un buen deseo, las madres, las tías, las abuelas a las niñas.
4.- La heterosexualidad obligatoria, entonces, sostiene la división sexual del trabajo y, en forma concomitante, la creación de los espacios físicos de lo privado y de lo público, pues el trabajo reproductivo generalmente se lleva a cabo en espacios geográfica y materialmente determinados. No es el ámbito de la tribuna pública, ni es el lugar de la producción. El ámbito de lo privado requiere de un espacio físico particular: Puede ser un cuarto, una choza de madera, una mansión. Lo que ahí ocurre, la transformación de productos en alimentos, la crianza, el cuidado de objetos y personas y la preparación hacia la producción implican consumo, modo de consumo determinado por el modo de producción. Una serpiente devorándose a sí misma.
De este modo, es posible atisbar la utilidad política y económica de construir en las mujeres la heterosexualidad, que a su vez permite el trabajo reproductivo por medio de la división sexual del trabajo como elemento indispensable para la continuidad del sistema de producción capitalista.
Por ello, bastante propaganda realiza el sistema sobre la naturalización de la heterosexualidad, la maternidad y de lo que es “femenino”. Las materialistas francesas en los setentas hablaban de la clase social mujer cuyo trabajo es explotado por la clase social hombre en primera instancia y por el capitalismo en una instancia más general. Escribe, Federeci: “El género no debería ser considerado una realidad puramente cultural sino que debería ser tratado como una especificación de las relaciones de clase”. (Federeci, 2010, p.27).
La otra parte de la sujeción de los cuerpos y vidas de las mujeres, la realiza la invención del amor romántico, aquél que Rich llama: “La ideología del idilio heterosexual” -de acuerdo a la traducción en la revista “Nosotras” de 1985- y “La ideología del amor romántico heterosexual” -de acuerdo a la traducción de Duoda de 1996-, es aquella “proyectada hacia la joven a través de los cuentos infantiles, la televisión, las películas, la propaganda, las canciones populares, el fasto de las bodas” y la monogamia[20]. Una mujer para un hombre, para toda la vida… Idea tan romántica, tan deseada, tan hegemónica y tan útil para mantener la fórmula de propiedad y la división sexual del trabajo.
Así, la heterosexualidad obligatoria es para las mujeres la fórmula de una clase hecha cuerpo, encarnación de una clase sexual-social.
Entonces, comprendiendo a la heterosexualidad como régimen político que sustenta al heteropatriarcado capitalista cuando posibilita las condiciones materiales para la producción a partir de la apropiación del trabajo reproductivo y, así mismo, el carácter de la heterosexualidad obligatoria como dispositivo político sin el cual no sería posible la división sexual del trabajo; es preciso desde el hacer de las disciplinas sociales, económicas, feministas, políticas, de salud, así como desde los movimientos sociales, comenzar a concebir la crítica a la heterosexualidad no como un ejercicio de “inclusión a la diversidad sexual”[21], como se viene discursando desde un ejercicio liberal de lo políticamente correcto, si no reconocer que una crítica radical a la heterosexualidad es imprescindible hacia la construcción de alternativas distintas a la del capitalismo que devora vidas, cuerpos, trabajo, relaciones personales y los recursos naturales del planeta.
Mientras se siga concibiendo que el lavado de los platos o la vida erótica afectiva sean asuntos que corresponden a una persona, a una pareja o a la intimidad de lo que ocurre dentro de un hogar y se siga invisibilizando su dimensión política y sus implicaciones estructurales, será difícil desmontar la reproducción capitalista. Una tarea revolucionaria pues, es desheterosexualizar nuestras concepciones de realidad y del sentido de la vida.
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[1] En imaginarios colectivos, el que vende su fuerza de trabajo es un varón obrero/trabajador, pero en la práctica también se trata de mujeres obreras/trabajadoras. Por ejemplo, para 2009 había ya 100 millones de mujeres latinoamericanas, el 53 por ciento de la población activa femenina, que trabajaban fuera del hogar y percibían una remuneración (Organización Internacional del Trabajo (OIT) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 2009)
[2] En Latinoamérica, aún en los casos de quien puede permitirse el lujo de ayuda pagada en el trabajo reproductivo, éste se deposita en manos y cuerpos de mujeres. Se designa –en ocasiones con tonos despectivos-: “la chacha, la sirvienta, la mucama, la doméstica” no existen y resultan risibles socialmente si se enuncia: “el chacho, el sirviento, el mucamo, el doméstico”.
[3] Trabajo reproductivo: concepto desarrollado por feministas cercanas al materialismo histórico que exploran la forma en que el trabajo de las mujeres es apropiado de forma colectiva, pero también individual. Este trabajo es indispensable para la reproducción social y se refiere a toda aquella labor que permite la reproducción humana, como las actividades del cuidado, la higiene, preparación de alimentos y tareas domésticas que es generalmente realizado por mujeres en diversos lugares del mundo, poco reconocido socialmente y que sin embargo resulta indispensable para la vida cotidiana y para la producción y consumo. En palabras de Federeci: “La cadena de montaje empieza en la cocina, en el lavabo, en nuestros cuerpos”. (Entrevista para La Hiedra, en 2012)
[4] Como Colette Guillaumin, Paola Tabet y Nicole Claude Mathieu
[5] Aproximadamente desde los sesentas y setentas a la fecha, cuando las necesidades del sistema de producción lo indican, algunos asignados con el sexo masculino toman algunas tareas relacionadas con el cuidado o lo doméstico. Sin embargo, ello no ha redituado en una transformación en la distribución general del trabajo reproductivo. Más aún, es un elemento de negociaciones de poder dentro de la pareja: «El hombre que espera – y sutilmente exige – consideraciones especiales por encargase de sus hijos e hijas, por ir al supermercado, por hacer aseo doméstico, por atender el placer de su pareja, en breve, el que supone que está haciéndole un favor al mundo por aparentemente romper con la división sexual del trabajo. Sutil, una violencia sutil porque performando los roles de género tradicionales, oculta el mecanismo de opresión.» (Fernández, 2014, p.41)
[6] Al respecto, Rich hace 20 años, escribió: “Que un gran número de hombres se ocuparan a gran escala de la atención a la infancia sin que cambiaran radicalmente las cotas de poder masculino en una sociedad que se reconoce en lo masculino.”. (Rich, 1996, p.24)
[7] El 54 por ciento de las mujeres latinoamericanas que trabajan de forma remunerada carecen de contrato y el sueldo que reciben representa el 70 por ciento del que obtienen los hombres (Organización Internacional del Trabajo (OIT) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), 2009)
[8] Concepto creado por los estudios de género que alude a la dificultad para alcanzar altos puestos en los espacios de producción en donde las empresas no dan a las mujeres responsabilidades mayores con el pretexto de ser más emocionales, o de tienen hijos y anteponen la familia o el matrimonio o el hogar al trabajo. Al mismo tiempo, que las mujeres viven con culpa porque sienten que descuidan áreas que al hombre no le significan problemas como; si sus hijos se sienten abandonados y no hace la tarea con ellos, aunque tenga quien le resuelva el asunto (niñera, cocinera…) tienen la carga de no contribuir a la estabilidad emocional de los hijos, o descuidar a la pareja, preocupaciones que no se repiten en los hombres que participan en la producción. (Arzate, 2009)
[9] Se presume la capacidad paridora por presentar una vulva como característica física visible, pero podría no ser fértil, no tener útero o aún no estar en edad de reproducirse, pero se lee en ese cuerpo esa capacidad como si fuese un destino.
[10] Aquel socialmente reconocido como el que produce material o intelectualmente por un salario remunerado.
[11] Al respecto, Federeci escribe: “El capital tenía que convencernos de que es natural, inevitable e incluso una actividad que te hace sentir plena, para así hacernos aceptar el trabajar sin obtener un salario. A su vez, la condición no remunerada del trabajo doméstico ha sido el arma más poderosa en el fortalecimiento de la extendida asunción de que el trabajo doméstico no es un trabajo, anticipándose al negarle este carácter a que las mujeres se rebelen contra él”.(Federeci, 2013, p.37)
[12] Así llaman Lewontin, Rose y Kamin al determinismo biológico (2013)
[13] Si se trata de parejas del mismo sexo, la solución liberal actual a un cuestionamiento implícito de la heterosexualidad, es reconocer su existencia mientras se cumplan los mandatos de la construcción social de una familia, es decir, mientras a partir de esa pareja se cumplan labores socialmente asignadas útiles a la producción y reproducción.
[14] Concepto acuñado por Monique Wittig en donde muestra que existe una estructura de la cual devienen una serie de instituciones procedimientos y valores que sustentan el poder de la heterosexualidad normando y controlando las sociedades contemporáneas, por lo tanto, su poder es político. (Wittig, 2006)
[15] Utilizo el término “identificación” como una alusión a la “ginoidentificación”, aporte de Charlotte Bunch, una de las pioneras de la política feminista lesbiana, quien propuso que las lesbianas, las mujeres identificadas con otras mujeres, se comprometieran políticamente con las mujeres como alternativa a las opresivas relaciones masculinas/femeninas (Bunch, 1975), pues, en el caso de los asignados socialmente como hombres, esta “identificación” política no es sólo una propuesta, sino que ocurre de facto en la cotidianidad patriarcal.
[16] Distintas formas de lesbofobia, Invisibilidad, violencias económicas, físicas, psicológicas e incluso feminicidios
[17] Concepto propuesto por Adriane Rich que explica cómo la heterosexualidad es impuesta a las mujeres como única posibilidad de existencia a fin de construir las relaciones sociales de dependencia con los hombres (Rich, 1996)
[18] En tanto se puede elegir algo que ha sido socialmente asignado.
[19] El lesbofeminismo: Es una propuesta teórica y postura política construida desde lesbianas feministas del Abya Yala que señala la heterosexualidad como un régimen político y actúan con estrategias separatistas ante ello.
[20] Considerando que ni el amor romántico ni la monogamia se vivencian con iguales criterios, ni consecuencias en la vida inmediata por hombres y mujeres.
[21] Que finalmente es cómo se fagocita un cuestionamiento político de dimensiones estructurales, convirtiéndolo en lucha por derechos civiles, matrimonios y derecho a tener una hipoteca conjunta, construidos como “necesidad” de poblaciones urbanas de clase media.
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