Por Celia Guerrero

Es muy temprano para hacer una videollamada y está desvelada. Durmió dos o tres horas, no está segura en qué momento logró por fin conciliar el sueño, pero lo que sí sabe es que necesita dormir más y no puede, debe hacer esta llamada. Entra a su correo, da click en el link que le han enviado y en la pantalla aparece la ventana en negro, pasan unos segundos y la imagen ahora es su rostro que mira a la cámara y comienza a distorsionarse.

La señal de internet está baja, piensa. Su cara se pixelea. Se distrae unos segundos porque está tratando de preparar un café en lo que logra sostener la conexión, cuando de repente vuelve a mirar la pantalla y del otro lado se mira a ella misma con el cabello totalmente blanco y un semblante que demuestra cansancio, sí, pero más sabiduría. Se parece a su madre, pero su madre no vivió lo suficiente para verse tan vieja. Es ella misma, lo sabe. Se queda perpleja. Tal vez no es ella, insiste en negarse, sino una interlocutora cualquiera, alguien al otro lado de la llamada que solo asemeja ser ella en anciana, piensa. Todo esto sucede en segundos. Se le viene a la mente: es una broma… Mierda, no es broma. No quiere decir la primera palabra.

—Eres yo, ¿verdad?— digo, y en seguida me arrepiento porque suena estúpido. Ella no contesta.

—Eres yo y no puedo explicarte lo que está pasando… No digas nada aún, déjame… No puedo explicarte por qué, pero puedo contarte lo que va a suceder. Lo que va a suceder es que no me vas a creer ahora, pero te vas a creer después. No importa.

Al fondo de la imagen alcanzaba a distinguir el escenario de la misteriosa interlocutora. Le sorprendió que sobre la mesa de noche tuviera los mismos tres objetos que hace más de 50 años le eran indispensables: el gotero de pingüica, el retrato de Ramona y un bálsamo para los labios. Hace apenas unas noches, antes de dormir, dijo, había mirado lo que disponía sobre su mesa a un lado de la cama y ahí estaban esos tres objetos. Pero ella estaba por cumplir los 30 años y ahora se veía de más de 80. Y lo increíble, añadió, no era eso, sino que mantuvo esos hábitos a través de tantos años.

—Por eso se llaman hábitos— le respondí.

Si no conociera lo suficiente sus manías —y pudiera apostar porque las conservaría a pesar del paso de los años— no me creería (ni se creería) que esa que tenía en frente era ella misma de vieja. Pero se conoce y se sabe con precisión: delicada de las vías urinarias desde sus veintes, enamorada de la figura materna que significa en su vida la abuela e incapaz de vivir sin un producto hidratante para los labios, que siempre se chupó hasta sangrarse.

—No hagas preguntas estúpidas, tenemos solo 3 minutos y sé que necesitas un poco de guía, así que hazlo. Vamos, pregunta ya.

Después de mencionar lo de los 3 minutos, la miré menos incrédula de lo que al principio parecía y me dio gracia. Qué poca fe en lo improbable tenía entonces, lo había olvidado. Supongo que fue hace tiempo que algo me devolvió la capacidad de maravillarme de lo increíble y tan solo darlo por hecho, seguir con la corriente cuando sucede algo inesperado porque siempre es mejor así. Pero, a su edad —¿debería decir, a mi edad?— aún no llegaba a ese punto de mi vida.

¿Qué debía hacer para encontrarse o es que nunca lo haría? ¿Cómo era posible que hubiera vivido tanto? Si siempre estaba enferma y desde que era joven pensó que moriría pronto, igual que mamá ¿Cómo superamos (por primera vez habló en plural) la muerte de la abuela? ¿En dónde vivía ahora, con quién, o acaso vivía sola?

—No voy a alcanzar a contestarte— la paré en seco— Nos quedan sólo unos segundos. Sólo… mira, deja de ser tan incrédula. Toma todas las oportunidades que tengas, hasta el día en que te ofrezcan conectarte con tu yo de hace 50 años, y hazlo. Y confía en lo improbable, aprende a confiar más. Aprovecha el tiempo y…

No pude decirle más, la pantalla se fue a negros, dejó de verme y escucharme. Pensó en lo desvelada que estaba, definitivamente necesitaba dormir un poco más.

 

*Nota: Este texto es un de los ejercicios realizados en el curso «Una novela y cuatro historias cortas» círculo de lectura y escritura online impartido por Montserrat Pérez Campos en Ímpetu Centro de Estudios A.C.

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La Crítica