Literatura

La plagiadora doliente

Por Menstruadora

Mucho se ha hablado de superar la competencia entre mujeres en todos los rubros: inteligencia, belleza, reconocimiento, pero para mí, superar la competencia entre mujeres también significa aprender a ser «alumnas», entrecomillo «alumnas» porque no es la palabra exacta que describe lo que pienso.

 

Desde los viejos esquemas patriarcales, «alumna» es aquella que requiere ser tutelada en tanto es «incapaz», evidentemente no me refiero a eso, no creo que ninguna de nosotras sea incapaz como condición de ningún tipo, yo hablo del don de reconocer en la otra a una maestra y reconocerse a sí misma como una también.

 

No saben la tranquilidad que vino a mi vida cuando por fin pude entender que no tenía que demostrar ser «más inteligente» o «más revolucionaria» que ninguna de las que me abrieron camino, al contrario, al reconocerlas podía descansar en su gran árbola de saberes y cobijarme como niña.

 

Allá donde crecí, las señoras salían a regalar pambazos blancos cada posada navideña, de los que van rellenos de frijoles y nada más, los hacen en Puebla y creo que también en Veracruz. Daban una vuelta por la calle, atiborrada de gente, ofreciendo a la chamaquiza pambazos de su canasta y una extendía su manita para ver si podía conseguir uno de esos panes sabrosos que te llenaban la boca de harina. Luego, según sobraran, volvían a dar una vuelta y pescabas otro pambazo si tenías un poco de suerte, cuando eso sucedía, una agradecía estar viva, agradecía el alimento y rezaba por esas mujeres dadivosas, diosas en la tierra. Así me siento cuando reconozco a mis ancestras, agradecida de que me alimenten, suertuda porque logré atrapar un pambazo más en la segunda vuelta, cuando debía despreciarlas según los hombres.

 

Así, con el tiempo, dejé de creer que tenía que aportar «más» o «distinto», fuera lo que eso significara, y ya no tuve escozor en reconocerlas, en citarlas, en entrevistarlas, en seguirlas escuchando, en seguir aprendiendo. No me apetece negarlas, no me apetece un escalón imaginario, no me acongojan los éxitos ajenos. En este andar, mi proceso me hace reconocer el de otras, me entusiasma conocer a otras mujeres que como yo hemos aprendido a formarnos en la fila de los pambazos y hemos tenido que aprender a dar comida también, ya aprendimos a hacer nuestras canastas y compartir lo que sabemos, no siempre fue planeado, cuando tienes algo hermoso qué compartir, tienes que pasar el legado como quien juega a la papa caliente.

 

También he aprendido a identificar el proceso de competencia de muchas mujeres, quienes se niegan a reconocer a la otra, se envuelven en palabras para no decirlo, plagian trabajos, temarios, propuestas, mienten en el camino y se autonombran las autoras de procesos que ellas no crearon, sin embargo, se vuelve fácil, con un poco de experiencia, identificar a la plagiadora doliente.

 

La plagiadora doliente es una mujer que aprendió un proceso, un temario, un cuestionamiento, una receta, un consejo, un procedimiento, etcétera, de otra mujer, pero careció de herramientas para no subirse en la competencia, entonces empezó a sentir envidia cuando supo que no podía «superar a su maestra», como el patriarcado le había prometido, por eso, mintió con saña y dijo que su maestra le había robado todo.

 

Es una plagiadora doliente porque aunque algunas caen y le creen, la plagiadora doliente, por más que intenta, no puede demostrar ser la fuente de lo que robó, no hay agua en su lugar, no brotan manantiales, no es cierto que podía entender de dónde venía el agua y mucho menos traerla entre sus pies. La plagiadora doliente sufre pidiendo a otras que no vayan a la fuente original y las entretiene contándole sus penas, tratando de llenar con sus lágrimas un poquito de lo que ella dice alguna vez fue una fuente, pero sus penas van subiendo cuando las otras mujeres que en inicio le habían creído, descubren que ahí no hubo agua y nunca la hubo.

 

No es que la plagiadora doliente no tenga remedio o que esté condenada a permanecer ahí. Tiene un gran camino apenas por iniciar, recién tendrá que comenzar a agradecer a las mujeres que entregan pambazos en la feria anual del pueblo, quiero decir, a sus propias ancestras, a su propia madre, a sus propias hermanas, amigas, compañeras, a quienes han sido sus maestras en general. Apenas tendrá que reconocerlas, saberse cobijar en sus enaguas, para un día, si es que su misoginia baja, también pueda repartir pambazos a las niñas que entusiasmadas piden un poquito más.

 

Lo que alguna vez podrá descubrir aquella que por fin se baja de la competencia, es que nunca dejamos de ser esas niñas con otras mujeres, y no tendría por qué avergonzarnos seguirlo siendo, al contrario, es una virtud. Al mismo tiempo, cuando nos sabemos como esas niñas, nos convertimos en las señoras mágicas de los canastos de comida que otras esperan. Pero no somos una cosa y otra no, somos la misma, la niña y la señora de la canasta.

 

A eso me refiero cuando digo que hay que aprender a ser «alumnas», hay que ser niñas y señoras de la canasta de los pambazos, todo a la vez, sintiendo todo lo contrario a vergüenza, ¿orgullo, entonces?, sí, sería orgullo.

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La Crítica