La hegemonía es una categoría fundamental en la obra de Gramsci, que apunta a mostrar “un fenómeno complejo, caracterizado centralmente por la capacidad de un grupo social para articularse, desde una posición de supremacía, con otros grupos sociales, y orientar la «visión del mundo» de un conjunto social mucho más amplio…”. (Campione, 2005: 14). Partiendo de esta noción, es posible reconocer que, en cuanto a la medicina y los temas que atañen a la salud, también hay una “visión del mundo” establecida por los más poderosos, de acuerdo a sus intereses. En el caso que aquí nos ocupa, hay intereses que construyen una hegemonía en el mundo occidentalizado que dicta qué es normal para una humana o humano, qué es anormal, qué es una enfermedad y cómo debe ser atendida esta última.
Para abordar este fenómeno social, es posible recurrir al ya clásico modelo médico hegemónico, desarrollado por Menéndez (1988) que muestra cómo con el advenimiento del Estado moderno se consolida una medicina cuya mirada central está en el biologisismo, la utilidad pragmática, la ahistoricidad y el servicio a los intereses del mercado farmacéutico, entre otras características. Cobijado bajo el ideario positivista y los intereses del Estado al servicio del capital, el modelo de la medicina hegemónica deja por fuera a los saberes ancestrales de los pueblos originarios, a las medicinas no occidentalizadas, a las llamadas “alternativas” y a aquellas que no se desarrollen bajo la estricta tutela de las instituciones hegemónicas.
La legitimación de un único modelo médico responde a las necesidades político-económicas del capitalismo, en donde es necesario un sistema especializado en atender y evitar aquellos padecimientos que impidan la explotación del individuo en el sistema de producción. Por ejemplo, aquellos que atrofian su motricidad, que impiden el cumplimiento de sus labores en centros de trabajo o que retrasan su eficiencia. Un individuo que produce, es un individuo útil al sistema. Un individuo con padecimientos incapacitantes, es un gasto en infraestructura, servicios y atenciones y no reditúa a un sistema que requiere de los sujetos como engranajes, de carne y de sangre, pero, al final, engranajes, en funcionamiento adecuado para la producción.
En donde la medicina hegemónica no desarrolla investigación suficiente, ni atención y, mucho menos prevención, es en los cuidados a la salud psíquica de los sujetos. En México, sólo el 2% del presupuesto federal destinado a salud se emplea para la atención a pacientes con trastornos mentales (UAM, 2018)
Cabe señalar aquí que la mayor parte de esa inversión en salud mental se hace para la psiquiatría cuya función biologisista, justamente, es el mantenimiento funcional de las personas en los espacios productivos y reproductivos. Por ejemplo, el 80 % del presupuesto en salud mental se va en mantener hospitales psiquiátricos en México (UAM, 2018).
Mientras, la mayoría de los ejercicios que derivan de las distintas corrientes que se ocupan del acompañamiento a los malestares psíquicos son tratadas como no urgentes, en tanto no salvan el cuerpo del sujeto; como poco científicas, en tanto críticas o no exclusivamente sujetas al positivismo; como eternamente postergables, en tanto los sujetos “pueden” seguir viviendo y produciendo aun padeciendo diversos trastornos, por lo que sus atenciones no parecieran indispensables.
Desde este punto, planteo, por principio, la intencionalidad política-económica de la desatención al bienestar psíquico, no sólo porque éste no es indispensable para continuar con la explotación laboral neoliberal de los sujetos, sino porque la perpetuación de trastornos psíquicos en las personas dificulta tanto el cuestionamiento como la organización política crítica y la resistencia al sistema mismo de explotación patriarcal-capitalista.
Lo que estoy diciendo es que nuestros padecimientos psíquicos no son un accidente, mucho menos algo fuera de lo funcional al sistema. De ahí, la necesidad de politizar al sujeto de atención de las distintas escuelas que se ocupan de la psique en su concepción más clásica (como individuo o como parte de un grupo social determinado) para pasar a concebirlo inserto y significante dialécticamente en respecto a su lugar de clase/raza-etnia/sexo/disidenciasexual pues reflexionar críticamente los padecimientos psíquicos como producto del entramado político-económico es una pista importante en cuanto a cómo abordarlos fuera de lógicas individualizantes para pasar a concebir a los sujetos/sujetas como insertas en un lugar de imbricación de opresiones de dimensiones estructurales.
Esto es necesario, sobre todo desde donde y quienes nos estamos pensando propuestas psicoterapéuticas desobedientes de la hegemonía médica, porque urge dar la vuelta a las nociones de salud y a las de enfermedad y señalar el contenido político de los diagnósticos, hoy legitimados por cierta noción de ciencia que se presume neutral y apolítica, pero, que como he señalado, responde a intereses concretos.
Lo que escribo en este artículo se inserta, sobre todo, en un contexto en donde, desde la medicina al servicio de la hegemonía, encuentro una constante en un entorno del movimiento amplio de mujeres en donde activistas, luchadoras sociales, periodistas, abogadas, psicólogas, acompañantes, aborteras, y otras mujeres que estamos pensándonos y ensayando la otra munda, una más justa y escrita desde las mujeres, estamos siendo sistemática y constantemente diagnosticadas, en el mejor de los casos, señaladas –en otros casos-, de padecer depresión, ansiedad, poco control de la ira, adicciones y trastornos varios más.
Sin embargo, me atrevo a lanzar, desde la sospecha feminista, la duda sobre qué tanto es que, tal vez, ese amplio abanico de diagnósticos, no está alcanzando a poder nombrar lo que ocurre con las mujeres de las generaciones que conviven y se desenvuelven en la actualidad.
No tenemos modo, en pleno siglo XXI, de asignar una categoría que defina lo que nos sucede, ha regresado el discurso despectivo que nos acusa de “histeria”, padecemos aún “el malestar que no tiene nombre” como en 1964, Betty Friedan en Estados Unidos llamó a esa sensación que pareciera inasible, pero que se relaciona estrechamente con que en la actualidad las mujeres seamos las consumidoras del 80% de ansiolíticos en el mundo. Malestar que sólo se deposita en aquellas que nacieron con una vulva y que ocupan el lugar y las tareas de servicio y cuidado asignadas a las mujeres en las sociedades contemporáneas.
Entonces, se crea un abanico de hipótesis posibles sobre qué sucede con la mujer que padece. Hipótesis que van intentando asignar la etiqueta de estos padecimientos como si fueran sucesos individuales, pero que, casualmente, suceden a tantas al mismo tiempo. Estas hipótesis se prueban en forma de diagnóstico desde una mirada a través de los lentes de la hegemonía en salud que ubican este malestar como una patología con una subsecuente medicalización[1].
Sin embargo, qué ocurriría si intentamos lanzar otras hipótesis que recorran los bordes, que se despeñen, que escapen que estos diagnósticos frecuentes desde la hegemonía médica sobre aquellas que ocupamos un lugar específico en el entramado de la participación social, aquellas que somos actoras políticas. Si nos proponemos hacer un análisis profundo sobre cómo nuestros padecimientos se relacionan con los costos para las colectividades organizadas en este país que señalan la misoginia cotidianamente, del tener constantemente presente el número, los nombres, los rostros de nuestras muertas y de la impunidad de los asesinos, de las desaparecidas, de las agredidas…mirar el tamaño de los monstruos y que, ante ello, nuestros cuerpos se cansan y nuestras emociones se desbordan y estamos crónicamente tristes y estamos crónicamente enojadas, nos “quemamos”, diría Burnout y, muy frecuentemente, vamos cargando la sensación de impotencia. Sin embargo, lo que los numerosos diagnósticos no alcanzan a nombrar es que –aún con todas sus intensidades y sus largas duraciones- nuestras tristezas, nuestros enojos, nuestros cansancios, nuestras angustias, ansiedades y nuestros duelos son justos y, por lo tanto, son sanos.
No estoy sugiriendo que necesariamente se abandonen tratamientos psiquiátricos o terapias de escuelas de psicología más ortodoxas, pero sí que recordemos que la patologización tiene intenciones políticas y que obedece al sistema patriarcal y que, ante ello, es necesaria una mirada crítica al origen, diagnóstico y formas de abordar nuestros padecimientos, que los podamos politizar.
Murueta, un psicólogo mexicano, hace un cuestionamiento interesante a la definición de “salud mental” propuesta por la Organización Mundial de Salud, que dice que es: “Un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”. (Organización Mundial de la Salud, 2013).
Ante esta definición, Murueta (2014: 187) lanza un planteamiento:
“¿Son “tensiones normales de la vida” la violencia social, la falta de seguridad pública, la concentración de la riqueza y la extensión de la pobreza, el burocratismo y la corrupción de los gobiernos; el abandono emocional o el abuso de unos hacia otros?”
Respecto a todas esas circunstancias, “tampoco basta con “trabajar de forma productiva y fructífera”, explica.
Así mismo, Murueta hace un señalamiento crítico sobre la noción de salud que implica toda una línea de análisis posibles:
Es frecuente que se considere como enfermedad lo que en realidad es una reacción sana y que se considere sano lo que va en contra de la armonía orgánica-emocional. Por ejemplo, de manera general se considera enfermedad a la elevación de la temperatura corporal, cuando, en algunas ocasiones, constituye una compensación sana para combatir infecciones (De Luca, Espinosa y Sánchez Azuara, 2012). En contrapartida, puede considerarse como “sano” el consumo de algunos productos comestibles industrializados que en realidad pueden estar causando daño a la relativa armonía orgánica, a la sustentabilidad de la vida. Algo similar ocurre en lo que llaman “salud mental”: la protesta puede ser un símbolo de salud y el conformismo un símbolo enfermizo, mientras que las definiciones de la OMS los consideran al revés.
Traigo a estas páginas los cuestionamientos de Murueta porque me parecen una importante pista reflexiva sobre los gestos de la salud psíquica ante los fenómenos que enfrentan las comunidades contemporáneas.
En particular, respecto a las expresiones de organizaciones feministas nacientes y existentes en un país y en un contexto como el mexicano en donde el 33% de los hogares son sostenidos económicamente por las mujeres en pobreza; en donde el trabajo del hogar recae en manos de mujeres con un promedio de casi 30 horas más por semana respecto al realizado por los hombres, y en donde las que están en situación de pobreza extrema son mujeres (Rubio, 2019), en donde hay más de 9000 desaparecidas y los feminicidios han aumentado un 104% (ONU, 2019)
Ante estos fenómenos, las mujeres, como colectividad, han salido a señalar que el acoso escolar, laboral y callejero, así como la violencia en pareja, la violencia social y la falta de respuesta estatal no son “tensiones normales de la vida”, que son efectos intolerables de la forma en cómo está organizado el mundo.
Que la feminización de la pobreza, es abandono e injusticia.
Que el trabajo del hogar sin reconocimiento ni salario, que las dobles y triples jornadas laborales que se asientan sobre los cuerpos de las mujeres y que durante siglos han sido una “forma de trabajo productiva y fructífera” como escribe la OMS, no han producido para ellas ni han dado frutos y es trabajo en tanto que es explotación; pero que, sobre todas las cosas, es enajenación y que vuelve ajenas a las mujeres de sí mismas.
Que transformar las relaciones de poder hacia organizaciones sociales más justas, está implicando descalificaciones de esas luchas que van de insultos desde la ignorancia como “feminazis”, “hembristas”,” histéricas”, “enfermas” a acosos y amenazas de violación y de muerte. Entonces, se vuelve necesario poder leer que el descredito y la violencia dan cuenta de signos y síntomas de la batalla que se da dentro del cuerpo social, son los posicionamientos políticos reaccionarios ante cuestionamientos que, desde luego, tocan privilegios que permanecían intocados y, por ello, incomodan.
Sólo un ojo clínico experimentado y consciente descubre que el problema no son las formas de protesta, sino el estupor y la actitud reaccionaria ante los reacomodos a los que dan lugar la protesta y la irreverencia. De forma similar a lo que sucede en las dinámicas familiares cuando la adolescente, que siempre fue silenciosa, decide romper el silencio sobre el tío pedófilo y parece desacomodar la armonía familiar y, sólo después, se comprende que quién ha roto esa armonía ha sido el agresor y no la que rompe el silencio o, bien, cuando una mujer decide no ser más la cuidadora de todo y de todos y se le acusa de negligente o de egoísta , en realidad comienza un periodo de salud para ella y de autoresponsabilizarse para quienes la rodean.
Lo que apunto es que, como se puede inferir del análisis de Murueta, estas protestas y sus múltiples y plásticas formas, pueden leerse como un símbolo de salud, de salud de quien pretende mantener la vida, la vida individual y colectiva.
Igualmente, hay luchas concretas que están buscando cómo librarse de las distintas opresiones que nos atraviesan en este momento. Por ejemplo, en un país tan racista como México, apenas comienzan a visibilizarse las implicaciones de portar un rostro que denota la herencia de los pueblos originarios, o afros; Las desafiantes a la heterosexualidad obligatoria están proponiendo disputar los cuerpos de las mujeres a la obligación de amor y cuidados de las mujeres hacia los hombres; recientemente comienzan a cuestionarse temas como el especismo y el adultocentrismo y, ante la sola mención de estas resistencias, saltan en respuesta, igualmente, actitudes racistas, clasistas, lesbofóbicas, antropocéntricas y niñafóbicas desde un posicionamiento reaccionario. Sin embargo, hay una buena noticia: si la protesta, la resistencia y la desobediencia son síntomas de salud, es probable que los anticuerpos que el tejido psicosocial necesita, ya se estén desarrollando.
Mucho de lo que nos parece insano como el tener mucha rabia, estar muy enojadas, tener miedo permanentemente, estar ansiosas, agotadas, sentir con intensidad, no son más que manifestaciones de la fiebre necesaria, incómoda, pero indispensable, para el cuerpo colectivo.
Como escribió alguna vez Eduardo Galeano: “En Argentina, las locas de la Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria”.
Así, también, las mujeres, negras, indias, lesbianas, las animalistas, las niñas, que hoy son visceralmente despreciadas y llamadas “exageradas”, “resentidas” o consideradas prescindibles, un día serán ejemplos de salud psíquica porque padecieron la enfermedad de buscar la justicia que se les debía desde hacía 5000 años de patriarcado, para ellas y para las generaciones venideras.
Referencias bibliográficas
Murueta, Marco (2014). “Salud psicológica y sociedad contemporánea en la Teoría de la Praxis”. Teoría de la Praxis. Tomo I Conceptos básicos. AMAPSI. México. Págs. 185–212.
Campione, D. (2005) “Hegemonía y contrahegemonía en la América Latina de hoy. Apuntes hacia una nueva época”. Cuadernos del CISH, (17-18).
Menéndez, Eduardo L. (1988) “Modelo médico hegemónico y atención primaria”.
Disponible en:
http://hvn21.netfirms.com/indice/sevicios/biblio/Salud%20Publica/Salud%20Publica.htm (Consultado el 3 de julio de 2019)
[1] Entiendo el medicalizar como mostrar procesos de la vida o reacciones ante sucesos concretos como si fueran problemas de salud cuando no lo son necesariamente.