“El feminismo busca la igualdad”, “Gracias al feminismo ahora tenemos el estatus de ciudadanas y podemos votar”, “El feminismo es la búsqueda de derechos humanos iguales para las mujeres»… Siento que he escuchado estas frases muchas veces, las he visto posteadas en Internet, las he visto estampadas en camisetas y repetidas como mantras. Siento que esta repetición hasta el cansancio no es casual y, después de este camino que inicié hace poco, me pregunto qué tan funcional al estado de cosas es la repetición de este tipo de frases.
Lo que establecen afirmaciones como esas es que el objetivo del feminismo (EL feminismo, además, osea que cualquier lucha que problematice un poco lo que hay detrás de conceptos como derechos, igualdad o ciudadanía quizás se aleje de este feminismo dominante que propagandean hasta el cansancio los medios de comunicación y hasta las multinacionales) no es otra cosa que la lucha porque nos incluyan a las mujeres en un orden social desigual y racista que nosotras no nos inventamos.
La perversidad de la agenda política detrás de la repetición de este tipo de frases en sus medios de comunicación y sus propagandas luce más clara si atendemos al llamado que hace Carol Pateman a cuestionar el telón de la parte de atrás de este escenario que es la ciudadanía, y al que los filósofos (europeos, hombres) llamaron el contrato social.
Lo que hay detrás de este contrato social (tan importante para sus instituciones, sus Estados-nacionales, sus constituciones, sus leyes y sus decretos) es un contrato sexual implícito, nunca dicho y nunca nombrado (la fortaleza de este contrato está precisamente en el silencio que reposa sobre él) que nos excluye sistemáticamente a las mujeres, y no sólo nos excluye, sino que nos asigna el lugar de objeto a ser apropiado. Quizás esta es la razón por la cual ha tenido tantas y tantas limitaciones el intento sin cansancio de que nos incluyan en sus agendas, en sus cartas nacionales, en sus leyes, decretos, tratados…
Quizás esta es la razón por la que, a pesar de que ahora existen cientos de tratados nacionales e internacionales que reconocen los derechos de las mujeres, todos los días se inventan nuevos métodos para apropiarse de nuestros cuerpos y de nuestros trabajos (y además de que se los inventan, buscan legalizarlos e incluso nos convencen de que, de alguna manera misteriosa, nos hacen mujeres más autónomas y más empoderadas): la pornografía, el “modelaje web-cam” (un híbrido entre pornografía y prostitución a distancia), el alquiler de vientres, los matrimonios forzados y un largo etcétera.
Entonces a mí me da por pensar que, ya que vivimos en el mundo al revés y hay muchas evidencias que lo prueban (como que las intervenciones militares se llaman ayudas humanitarias o que la explotación de recursos se llama conservación ambiental), lo que los medios de comunicación y las multinacionales difunden y explotan como EL feminismo, es justamente lo que el feminismo no es.
Menos mal las cosas se han dado de tal manera que me he dado cuenta que no estamos solas, y que hay miles de mujeres en el mundo que, desde lo que el feminismo sí es (una apuesta emancipatoria radical), han mostrado el vínculo que existe entre este contrato sexual implícito al que los hombres le pusieron el nombre de ciudadanía y que orgullosamente consagraron en sus instituciones nacionales, el capitalismo como sistema depredador de vidas y el colonialismo como manifestación de la apropiación de las otras.
Develar este vínculo, creo, pasa por entender la dimensión política que se oculta detrás de lo que jamás, en sus facultades y en sus decretos, ellos han considerado como político. Quizás la manifestación más evidente de la perversa agenda política oculta detrás de lo “cotidiano” u “ordinario” es la familia heterosexual como sostén del orden económico.
A nosotras nos crían para “enamorarnos” de un hombre bueno que nos “proteja” y nos “cuide” y para el cual nosotras, a cambio, trabajaremos de una forma que no se reconoce como trabajo (ahora que repaso lo que escribo aquí y lo comparo con lo que he escrito más arriba reparo en que este sistema social parece estar inscrito en forma de pactos de silencio).
Recuerdo particularmente las revistas, las series, las películas y los programas de televisión que veía a mis 11 o 12 años y lo que estas producciones culturales me decían es realmente alarmante: había que ser bonita, pero no sólo bonita sino además inteligente, segura de mí misma, interesante, aventurera, pero no por mí, no para mí, no en función de mis intereses, sino porque así sería más interesante y atractiva para los muchachos. A mis 11 años yo me preguntaba por qué no había tenido nunca un novio, y realmente era una de mis principales preocupaciones… ¡a los 11 años!
Lo que hay detrás de eso no es menor, lo que hay detrás de eso es, como bien ilumina Karina Vergara Sánchez, el hecho de que las mujeres somos criadas en función de servir, atender y agradar a los hombres, no en función de nosotras mismas. Eso es a lo que llama heterosexualidad obligatoria. Este no es un asunto menor. Resulta que gracias a esta mujer (y otras mujeres muchas que con reflexiones conjuntas me han acompañado en este proceso) he podido entender que hay una línea ininterrumpida, un hilo que une la obligación que sentía en mi pubertad por gustarle y agradarle a los hombres con el mantenimiento de este sistema económico capitalista, que es un sistema económico de muerte.
…Quien lea esto se dirá: «¿A ver, qué tiene que ver esto que parece tan personal que nos cuentas sobre tú a los once años y las series que veías con algo tan amplio como el sistema económico?…»
Pues resulta que, a quién más, sino al capitalismo, le conviene que yo crezca sintiendo que la única forma en la que puedo realizarme como persona es casándome con un hombre y teniendo hijos e hijas con él, y trabajando para él lavando, planchando, cocinando, atendiendo, cuidando, para que él, y luego los hijos e hijas, puedan acudir cuidados, lavados y alimentados al trabajo, a un trabajo asalariado que no nos enriquecerá a nosotros, sino a los propietarios.
En otras palabras, la heterosexualidad obligatoria nos asigna una posición particular en la división sexual del trabajo, nos asigna a las mujeres la realización de una serie de tareas específicas en el hogar que serán sostén del sistema económico. Lo más cruel de todo es que este trabajo, esta serie de tareas que realizaremos a lo largo de nuestra vida (y que además algunas sentirán como una vocación o incluso un instinto gracias a los sofisticados mecanismos de socialización e invisibilización) no son reconocidas como lo que son: trabajo sostén del sistema, trabajo de reproducción del sistema.
En este no reconocimiento reposa además toda su politicidad: parece que aquello que el orden social dominante menos reconoce como discusión política es lo que más está dotado de politicidad (esto afianza mi teoría de que estamos en el mundo al revés, es una prueba más).
Ahora, resulta que esta división sexual del trabajo no solamente implica una realización de tareas menos reconocidas (y simultáneamente fundamentales para el sostén del sistema) que las realizadas por hombres, sino que además nos confina en el acceso a cierto tipo de trabajos, a cierto tipo de técnicas y a cierto tipo de herramientas.
Ni siquiera quienes hemos accedido al mundo del trabajo asalariado (otra de las que entendemos como grandes victorias en términos de derechos de las mujeres en el mundo) tenemos un trabajo que sea reconocido en la misma medida o considerado a la par del trabajo masculino: de hecho, una vez que el trabajo se ha desvalorizado, una vez que las herramientas utilizadas dejan de ser sofisticadas, es que nos dejan, como mujeres, ingresar a este universo laboral.
En el mundo laboral, además, nos solemos implicar más en tareas que suelen actuar como un continuum de lo que hacemos en la familia: cuidar y sostener. Ahora, no sólo cuidamos a los pocos miembros de la familia, cuidamos enfermos, cuidamos niños y niñas de otros y otras y los educamos, cuidamos “la sociedad” buscando sus problemas y preguntándonos cómo solucionarlos.
Tomar parte, participar, o incluso sacar beneficios de este sistema económico devorador de vidas no es nada halagador, no solamente porque implica casi que una complicidad con un estado de cosas que, de nuevo, nosotras no nos inventamos, sino porque resulta que este sistema tiene como principales víctimas a las mujeres.
Nos dicen en los libros de historia y en la escuela que la colonia se terminó en el siglo XIX, justamente cuando nuestros supuestos “padres fundadores” firmaron sus acuerdos sociales en forma de constituciones nacionales. Y fin de la historia, allí terminó. Pero resulta que a estos acuerdos nunca fuimos invitadas, y que probablemente esos hombres no son nada nuestros, y que el colonialismo no se acabó.
No se acabó porque en la actualidad se adelantan a su propia agenda miles de procesos de extracción e invasión a nuestros territorios, en los que el capital busca insertarse y sobre todo sacar recursos económicos, liberalizar tierras y mano de obra. Y este proyecto extractivo se inscribe con sangre en los cuerpos de mujeres, en forma de feminicidios, violaciones, desplazamientos.
No se acabó el colonialismo porque la llegada de estos proyectos coincide con el auge de la prostitución y la mercantilización de las mujeres racializadas. No se acabó el colonialismo porque, detrás de puntos muy turísticos en nuestros territorios (pienso en Cartagena, Colombia, por ejemplo), detrás de la visita de europeos y estadounidenses a nuestras tierras se oculta un negocio que mueve mucho más capital que cualquier aerolínea: la mercantilización de los cuerpos de mujeres racializadas, sexualizadas en extremo para el consumo masculino.
Tenemos territorios que son grandes prostíbulos para los hombres del norte global. Es lo que nuestros “padres fundadores” le ofrecen a sus pares del norte…¿Y saben por qué? Justamente por eso, porque los conciben como pares, porque tienen el deseo profundo de ser como ellos, porque jamás rompieron la lógica de la admiración y la aspiración a ser los hombres del norte global. Porque antes de cualquier lealtad con sus territorios y con las mujeres de sus territorios, los hombres de nuestros territorios aspiran a ser como ellos, los consideran a ellos como sus pares, no a nosotras.
Así que hay un hilo invisibilizado (y esta invisibilización es funcional a la existencia del sistema) que une mi infancia y mi vida con mis aspiraciones emocionales, con la forma en la que he sido socializada, con la familia como institución, con la forma en la que me relaciono con los hombres, con el capitalismo como sistema económico, con la perpetuación de las relaciones de explotación, con la mercantilización de las mujeres, con el colonialismo, con la penetración de proyectos extractivistas y coloniales en nuestros territorios, con el racismo estructural. No estoy sancochando cosas que no tienen nada qué ver e inventando nexos que no existen, estoy sacudiendo las raíces de este árbol de formas de opresión para ver las conexiones que hay entre unas y otras.
Parece, en este punto, que el panorama no es tan fácil. Resulta que no basta con reclamar derechos. Que resulta que si pedimos nuestra parte en este sistema que no nos inventamos es probable que el sistema no sólo no se acabe, sino salga fortalecido. Resulta que lo que nos queda es visibilizar el nexo entre estos temas aparentemente desligados y entender que no se acabará uno si no se acaba el principal… Y eso, para algunas, puede parecer lejano, puede parecer imposible, puede parecer sobrenatural.
Yo, por ahora, me quedo con que llevamos inscrita en nuestra memoria la resistencia de miles de años, de madres y abuelas y bisabuelas. Me quedo con la convicción de que no hay opresión sin resistencia y de que somos muchas, y seremos más, quienes ya vimos el fallo. Les falló, les falló su pedagogía, les falló su intento de socialización, les falló. Y vamos a darnos una inmensa pelea por expropiarles nuestra propia vida.
Me quedo, entonces, con que el feminismo no busca la igualdad. El feminismo busca la abolición radical de las cadenas que nos atan. Y que ninguna mujer sea esclava nunca, nunca más.
*Texto escrito en el curso Aproximaciones feministas al capitalismo y el colonialismo de Ímpetu Centro de Estudios.