La noche del 6 de enero del 2018, todo cambió para mí. Yacía casi inconsciente sobre el concreto entre el frío invernal, completamente confundida por los acontecimientos recientes. En ese momento, dejó de importarte las veces que había jurado que me quería, las ocasiones que había prometido buscar lo mejor para mí, inclusive los detalles que alguna vez tuvo conmigo, en cuestión de segundos, todo desapareció.
Durante esos instantes, éramos la oscuridad, el frío, sus golpes y yo. Los vecinos cerraron sus puertas y ventanas pretendiendo que nada sucedía y a quienes sus pasos cruzaron con aquel acontecimiento, prefirieron cambiar de dirección antes que defenderme.
Llegué a casa, sana y dentro de lo que cabe, salva y yo seguía sin poder creer que me había sumado a la estadísticas que arroja el sistema nacional sobre las víctimas de violencia de género. Porque, «a mi no me va a pasar», alguna vez pensé, creyéndome a salvo de toda locura violenta en manos machistas.
Desde entonces, cómo duelen los estigmas, aquellos que yo misma me he creado desde mi pensamiento, aquellos con los que la gente me engloba aunque no lo admitan. Así es nuestro volver a empezar para las mujeres violentadas, siempre a costa del dolor. Es un dolor que casi pudiera sentir en carne viva, en medio de mi soledad y en plena oscuridad de noche.
Y con cada despertar, antes de salir el sol, me consuelo pensando que quizás todas tenemos estigmas invisibles, cicatrices fantasmas de batallas perdidas y aunque sirve el consuelo, no me arregla el alma, la pesadez para levantarme de la cama, porque siento que me he perdido a mí misma, que mi antigua yo se quedó tendida en el suelo aquella noche y es como si anduviera desamparada sin poder encontrarme a mí misma.
¿Qué pasa con las que hemos vivido la pérdida de nosotras mismas? Sabemos que viviremos estigmatizadas, como si fueras parte de un club al que nadie quiere asociarse pero que cada día tiene más integrantes. No somos víctimas, simplemente fuimos heridas, porque odio esa etiqueta que nos coloca esa palabra, nos adjudican de débiles y lo cierto es que quienes hemos vivido esto, no somos para nada débiles ; quizás hay que pensar más humanamente, adentrarnos a la profundidad de esas heridas.
No quiero meterme en religiones, pero quiero explicar de la manera más detallada posible cómo es que esta experiencia me obligó a sentirme como si yo caminara por la calle con el interior roto y con una marca en mi cuerpo. Me sentí vulnerable, evidenciada y desnuda ante los ojos de una sociedad injusta y desbaratada, me sentí estigmatizada, pero no sólo desde la forma de ser señalada, más bien por el dolor de cicatrices en mi cuerpo.
Se dice que aquel que viva en carne propia el sufrimiento de Dios (de cualquier religión), es un elegido, la prueba tangible de un milagro. Mi estigma es tal dolor inhumano, del miedo, de la desconfianza, es tener el alma envenenada a tal grado de no confiar ni en mí misma, es la memoria que te traiciona recordándote una y otra vez el instante en el que todo se desató, es saberte de memoria los gritos e insultos, las acusaciones, la sensación de mil espinas en tu rostro con ese puño, la incertidumbre de no saber si llegaría viva a casa esa noche.
Mi estigma es la soledad con la que duermo y me despierto, es ver los golpes en el rostro que ya no están pero yo aún los veo en mi reflejo. Al final, creo que nadie se ha salvado del infierno.
Lo que quiero decir es que sí, tal vez sí, quizás la vida nos señaló y dijo: «tú serás más fuerte que otras» y aquí está la prueba.
Así que no me queda más que predicar la idea, de que todas sobrevivimos al dolor. Quiero que sepas que hay más mujeres como tú y yo, preguntándose «¿porqué me pasó esto a mí?» Pero esto, es exactamente lo que no quiero, que sigamos en aumento. Necesito que se lo digas a las demás, que les asegures que también vencerán el dolor, incluso aunque tú aún no lo hayas vencido, necesitamos que se propague la fortaleza entre todas.
Porque ahora, palpo mi cuerpo, mis piernas, mi rostro, mis dedos, mis senos. Estoy completa. Sigo completa.
Mujer, el dolor es insoportable pero no más fuerte que nosotras.
Te quiero viva, sana, amada, resiliente, firme de vivir y seguir peleando por la existencia que todas nos merecemos.
Te quiero invencible y orgullosa de ser mujer, de ser tú.