Por Damiana Donatti
Recuerdo muy bien la cocina…
Puedo recorrerla en mi cabeza sin siquiera tener que cerrar los ojos, veo la mesa redonda y las ventanas. No era una cocina muy grande, pero estaba llena de luz, incluso en la noche se filtraba la luz de la luna. Recuerdo salir del trabajo para desayunar con ellas, siempre estaban mi abuela, mi tía y mi mamá. A mí me gustaba escuchar cómo platicaban de temas que eran privados, lejos de oídos de otras personas. Recuerdo los estantes…podría decirte qué encontrar en cada uno de ellos, aunque no he estado en esa casa desde hace cinco años…desde que ella murió.
Podría hablarte del pan tostado con miel, de la pasta, o del ponche, del café por las tardes, de las meriendas. De cómo se asomaba por la ventana para pedir pan. Ella siempre nos cuidaba a todas, siempre que llegábamos tenía un pequeño detalle para nosotras. Nos amaba, y nos lo demostraba todos los días.
Pero no te voy a hablar de todas esas pequeñas delicias cotidianas, porque no encuentro las palabras para describirlas. Te voy a hablar del postre de mango.
Su postre es singular, no es un mousse ni una natilla, ni una gelatina. Creo que por eso me gusta, porque no entra en ninguna de esas clasificaciones, es muy fácil de hacer y es perfecto para cuando te visitan las amigas, o para una cena familiar. Mi abuela siempre me apoyó para hacer lo que yo quisiera hacer, así que cuando le pedía sus recetas me las decía sonriendo, recuerdo mucho su sonrisa, siempre hizo que me sintiera bienvenida.
Esta receta es como la cocina donde se creaba, la recuerdo sin tener que leerla, porque recuerdo su voz diciéndome los pasos, entonces imagina que te la está diciendo una voz llena de cariño, autoridad y paciencia (que cabe aclarar, no es mi voz, si no la de ella):
Necesitas tres mangos, una lata de leche evaporada, y una lata de leche condensada, puedes agregar una lata de mangos en almíbar, leche normal o media crema. Al final necesitas un poco de granadina y menta para presentar.
Veo cómo se mueve y me explica con sus manos llenas de arrugas finitas, le tomo la mano mientras me explica, las siento suavecitas, siempre fueron así.
Pelas los mangos, y los pones en la licuadora, junto con la leche evaporada y la leche condensada, le pones la media crema y la enciendes.
Sus ojos verdes brillan un poquito y sonríe pícaramente, su sonrisa me contagia y le sonrío de regreso.
Entonces, mientras está en la licuadora le echas un chorrito de vainilla, le da un toque especial, y lo sigues batiendo, la mezcla te tiene que quedar un poco espesa, si no se espeso bien, le puedes poner un poco más de mango, si te quedó muy agrio puedes poner un poco de los mangos en almíbar. Eso es todo, hija, al final le echas un chorrito de granadina y le pones las hojitas de menta. Ya que lo hayas hecho me traes para que lo probemos.
Le sonrío y la abrazo, siento su calor y su cariño, absorbo su aroma, pero ahora mismo no podría explicártelo porque no sé definirlo, sólo se que si haces el postre va a saber igual a como ella lo hacía, y así te comparto un poquito de esa alegría que ella me daba a mí.