Convocatoria

[Recetas de las ancestras] Magdalena

Por Lore Martínez Esquivel

Ir a visitar a mi abuela materna era un viaje largo, cansado, en bus y caluroso.  Pero tenía su recompensa; y es que solamente con cerrar mis ojos es suficiente para trasladarme a su cocina. Ese olor a comida recién hecha a la leña es inolvidable, en su fogón siempre había comida. No podía faltar un trozo de carne asada o una olla con sopa de res y verduras. Sin duda amante de las carnes, gusto que adquirido por todos los que estuvimos en su cocina.

 Ella era una señora que amaba la cocina, esta actividad fue la principal fuente de trabajo toda su vida. Era común encontrarla sentada a la par de la puerta principal en su silla mecedora, con su delantal lleno de dinero después de llegar de vender del mercado.  Elaboraba diferentes productos con sus propias manos, que además vendía ella misma en el mercado, eso transmitía su esencia a todas las personas que la buscaban para saborear sus ricos platos.

Creo que heredé ese gusto por cocinar y, aunque no tenía sus recetas, con solo percibir el olor sus comidas podía identificar los ingredientes. Como toda cocinera, ella tenía sus ingredientes secretos, uno de ellos fue ponerle azúcar a las comidas saladas y el sabor a pimienta negra en casi todo lo que hacía. La canela y el clavo de olor también eran ingredientes clave, además de la esencia de frambuesa que siempre me hace recodarla.  Siempre que pude puse mucha atención a algunos detalles sin que ella llegara a darse cuenta.

Todos los productos que preparaba eran a base de maíz, fue su principal materia prima. Con el maíz hacia bebidas calientes y frías, sus tortillas que no le podían faltar y sus deliciosos nacatamales, platillo típico de mi país natal Nicaragua. Su principal ingrediente era la masa de maíz que ella misma cocinaba.

Y es que no hay nada como unos buenos nacatamales recién hechos para tomar cafecito. ¡Ah!, pero primero había que ayudar a prepararlos. El primer paso era cocinar el maíz, claro, a la leña, agregarle algunos ingredientes que marcaban el sabor como ajos, cebollas y chiles dulces, para luego ir a molerlo.

Después de traerlo del molino y se crear una masa había que seguir condimentando con manteca de cerdo, sal y  azúcar que no podía faltar. Esta receta no tenía su famosa pimienta, también le ponía un poco de naranja agria, mostaza y un poco de comino. La receta no tenía medidas exactas, ella iba agregando todo al gusto.

Los tamales se preparaban en hojas de plátano para su cocción, ella cortaba las hojas, las asaba en las brasas del fuego de leña y luego las limpiaba para que fueran el empaque de sus tamales. Primero se ponían las hojas limpias y sobre las hojas una cucharada de su masa ya preparada; sobre la masa una cucharada de arroz crudo, pero remojado con achiote y sal, también un trozo de costilla de cerdo o posta de cerdo, adobada del día anterior con sal, su pimienta, achiote y naranja agria, una rodaja de tomate, otra de cebolla, una rodaja de papa cruda, un trozo de grasa de cerdo (tocino) y una ramita de hierbabuena. Luego envolvía su nacatamal y lo amarraba con tiras de piel que le quitaba a los vástagos, planta de los plátanos de los que sacaba también las hojas.

Las veces que pude estar con ella no me permitía ayudarle más que limpiar las hojas, ella decía que si alguien más tocaba la masa se agriaba o los nacatamales se peleaban en el fuego mientras se cocinaban; ese era el trabajo de una sola persona. Los tamales se cocinaban en una olla grande en la que cabían aproximadamente unos 60 tamales, no eran las famosas “piñas”, tenía que taparlos en agua completamente y se cocinaban durante dos horas aproximadamente.

Ella los hacía para vender; eran principalmente para el desayuno y se comían con pan. Una vez yo quería uno en la noche y ella me dijo que no, porque de noche hacían daño y, si me lo comía, tenía que quedarme dos horas despierta, que mejor por la mañana. Pero no podía esperar hasta el otro día y esperé que todos se acostaran, en la oscuridad fui, metí la mano en la olla caliente,  saqué un tamal y me lo comí y cuando regresaba a la cama me dijo desde su cuarto: “Ya sé que te comiste uno, quédate en la sala hasta que te mande a acostar”, ya sabía que yo me había comido  un tamal y que me podía enfermar.

Cuando comíamos tamales ella nos decía que se comían con café, no con fresco, porque daban dolor de estómago. Que no podíamos pelear, no podíamos enojarnos, o llorar, si no, nos hacían daño y si nos hacían daño, ella nos purgaba y eso era de lo peor. Los purgantes eran en el mejor de los casos con leche de magnesia, si no algo que ella  usaba llamado ruibarbo, o agua o café con sal para que vomitáramos; de solo recordar  ya me siento mal, aunque era para nuestro bien.

Sus hijas y nietas no podríamos olvidar su forma de cocinar jamás, muchas heredamos sus gustos, sus recetas, su amor por la cocina y aún algunas lo utilizan como fuente de ingresos económicos. Somos una generación de mujeres fuertes que vamos marcando un matriarcado, independientes con el ejemplo de una abuela que se levantaba a dos de la mañana para alistarse para ir a trabajar al mercado, que abría a las 3 de la mañana y estaba de vuelta a las 9 a más tardar para alistar la venta del próximo día, siempre ayudada por nietas e hijas, siempre apoyadas entre nosotras para avanzar juntas.  Además heredé su nombre, ella está en cada una de nosotras, en  las que llevamos su nombre y las que la llevan en su espíritu, siempre la vamos a recordar, nos marcó una pauta en el camino por su trabajo, su valentía y su deseo de sacarnos adelante, de formarnos, ¡todas de carácter fuerte!        

Fotografía cortesía de Lore Martínez Esquivel

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La Crítica