Por Angélica Jocelyn Soto Espinosa
Cerré el 2021 con un aprendizaje de vida: los proyectos nuevos, por pequeños que sean, reestructuran… y lo hacen aún con mayor fuerza cuando se viven con disfrute.
Varias mañanas del año que ya se fue desperté con la angustia de vivir en el despropósito. ¿Cada cuartilla que escribo tiene algún sentido, me lleva a mí o a alguien más a algún lugar? ¿Aún disfruto lo que hago? ¿Camino hacia algún destino o sólo camino?
Con estas dudas a cuestas, el trabajo diario –que en mi caso consiste en investigar, reflexionar y escribir, escribir, escribir– se hizo cada vez más difícil. No quedó más que hacer una larga pausa. Corrijo: no quedó más que vivir un duro letargo en medio de una realidad ineludible: si no escribes, si no produces, si no trabajas, no comes.
Así que lo que en realidad pasó fue que, involuntariamente (preciso: contra toda fuerza de voluntad) empecé a escribir más lento, con menos ideas, con más desgana, pero con la exigencia constante (muchas veces autoimpuesta) de producir al mismo ritmo, con la misma calidad y con la misma constancia de siempre. Como si por dentro no sintiera que, con cada nueva página en blanco, cayera sobre mí un pesado hechizo de eterna somnolencia.
Con el paso del tiempo simplemente pasó lo inevitable: dejé de escribir y produje más o menos lo equivalente a un cuarto de lo que hice, con júbilo, aprendizaje y eficiencia, los dos años anteriores. No sólo dejé de escribir, también dejé de pensar. Hubo días en los que se hizo imposible articular ideas, incluso en conversaciones casuales.
¿Me había pasado antes este bloqueo creativo? Sí y, hasta ese 2021, mi antídoto estaba hecho a prueba de todo. No hacía falta más que encontrar una pregunta genuina qué responder, intentar defender una idea, querer contar una injusticia o, al revés, un acto de justicia, para despertar el ímpetu creativo y producir un texto. Esta vez, sin embargo, nada de eso sirvió.
Pronto descubrí que el derrumbe creativo no era sólo eso, en realidad era también una desastre emocional y físico. Estaba agotada física y mentalmente porque desde hace tres años me había impuesto responder a tres trabajos distintos y porque no recuerdo la última vez que tomé unas vacaciones sin llevar mi computadora en la maleta.
También estaba triste. ¡Qué digo triste! Estaba francamente rota, porque postergué durante todo un año un duelo importante, dejé en pausa largas sesiones de llanto y evadí todo lo que tuviera que ver con problemáticas mis relaciones personales y mis miedos hacia ellas.
Y no fue sino mi cuerpo el que me gritó por medio de una alergia que me duró una semana, que estaba llevando la situación a un extremo; también la propia vida que sorpresivamente se llevó a una compañera muy querida, me obligó a darme cuenta de lo urgente que era detenerme y transformar. Así…me detuve. Bueno al menos me detuve a pensar.
El compromiso con mi trabajo terapéutico, la conversación con mis amigas, compañeras de trabajo y mi familia, y la lectura feminista, me ayudaron a mirar las cosas con más amplitud y perspectiva.
Y después de reprocharme todo el año no haber creado todo lo que me había propuesto, en diciembre pasado logré mirar hacia atrás. Cierto, tal vez 2021 fue el año que menos textos escribí, pero en ese tiempo pasaron cosas importantísimas y maravillosas:
Viajé a la Sierra Tarahumara y conocí a un grupo de mujeres indígenas que, ante el despojo de su territorio por parte del gobierno estatal y empresarios, construyeron un taller de costura que a la vez funciona como cocina comunitaria y guardería. Conocí también en Coahuila la historia de mujeres migrantes que lograron salir de sus países donde fueron víctimas de delito y que en México han construido una casa y oportunidades de vida para ellas y sus familias. También en Morelos conté y conocí la historia de una comunidad que se organizó para formar una brigada de salud, una radio comunitaria, una escuela y un movimiento en defensa de su territorio. También tuve la fortuna de conocer la historia de abogadas, periodistas, antropólogas y activistas que desobedecieron el mandato de casarse y convirtieron la defensa de la justicia y su disfrute personal en su principal proyecto de vida; gané un primer lugar en un concurso de periodismo y publiqué en espacios de relevancia para mí.
En otras palabras, frente a mi nariz pasó un desfile de historias de mujeres desafiantes que me mostraban posibilidades de vida; también pasó frente a mí la recompensa de muchos años de trabajo, pero todo esto sin que me detuviera a vivir, sentir, analizar, entender, gozar, saborear y disfrutar intensamente, como debía ser, los grandes momentos de la vida.
Luego de darme cuenta, tuve que actuar para caminar en un sentido distinto: producir menos, pero vivir más. Asumí el fin de un contrato de trabajo que representaba una cuarta parte de mis ingresos. También tuve que hacerle frente al ego y decir lo impronunciable: no puedo, o al menos no puedo igual. Reacomodé el trabajo y las prioridades. Y así seguí.
Aún estoy en el proceso de entender lo que pasó esos días, pero parte importante de lo que aprendí es que, paradójicamente, forjar nuevos proyectos reestructura porque, por pequeños o grandes que sean (como pintar una pared o concursar por una maestría), dan la sensación de tener un nuevo sentido cada día.
Pero estos proyectos pueden volverse contra nosotras, si no se aprende una segunda lección: cada proyecto, cada texto, cada paso, debería tener su tiempo, su lugar, su momento para vivirse y no sólo hacerse; con la posibilidad de pensarlo antes, durante y después; revisar su impacto en nuestras vidas; y vivirlo con las emociones buenas, malas, intensas o tranquilas que nos traiga. Como dice la frase: “Aquí y ahora”.
Y aquí estoy de nuevo, dejando salir las palabras. Hoy conté la de una joven desaparecida en Puebla y la de una buscadora que espera afuera de Palacio Nacional que el presidente escuche sus exigencias.
También ya forjé nuevos proyectos, muchos de los cuales no tienen que ver con escribir, sino más bien con fortalecer el autoestima, resolver dolores que viven desde hace muchos años en mí y perder el miedo a entablar nuevas relaciones en mi vida. En fin, habrá menos, textos pero más vivencias, y lo asumo con gusto.
Me encuentro una vez más aferrándome a creer en, como dice Chantal Maillard en mi poema favorito: “Escribir para descansar (escribir que el sol, en invierno, es hermoso) por no llorar tan dentro tan a escondidas (…) escribir para desescribir, para desdecir, para reorganizar las conciencias y que cada una cumpla su ceguera (…) escribir porque es la forma más veloz que tengo de moverme (…) Escribir para que el agua envenenada pueda beberse”.
Y seguro que con este escrito, breve y bellísimo tocas las fibras de quienes te leemos. Gracias por compartir-te ☺️